Teoría política del grito

No hay disputa hegemónica si se acepta el formato de los grandes medios

En memoria de Liliana Parra

La politología conservadora y lúcida habla del presente global como conjugación de tres variables: crecimiento de la desigualdad, proliferación de tecnologías de la comunicación (uno diría: de los “afectos”) o redes sociales, y excitación de una hiper-emocionalidad de los sujetos. El resultado de esta combinatoria sería una polarización extrema. Sin embargo, las llamadas izquierdas (populismos de izquierda, progresismos) van perdiendo su capacidad de extremar sus planteos puesto que el tipo de personalidad que surge de esta triple interpelación es reaccionario. De modo que no hay dos extremos sino uno. En otras palabras, sólo la ultraderecha se dispone a montar la escena en la que esta personalidad se exhibe. Aunque hay más: en un video que circuló hace unas cuantas semanas en El Cohete a la Luna se ve a un par de vecinos del barrio de San Telmo interpelando en el café El británico al jefe de la ciudad de Buenos Aires, Rodríguez Larreta, por los cortes de luz del último verano. Sobre el final, uno de los vecinos grita: “Aguante Milei”. La agenda de la ultraderecha solo puede triunfar si se vuelve el instrumento para humillar a quienes humillan.

Los técnicos de la comunicación política hablan de desafección, bronca y decepción. Dan por hecho que estos rasgos nutren un mundo reaccionario y profundidad crítica. La escena que arma la ultraderecha consiste en neutralizar toda la crítica a la desigualdad, en destruir todo sentido capaz de activar pasiones igualitaristas y en reducir la vida posible a una adhesión inmediata al presente. Crean una situación en la que podría parecer que, se diga lo que se diga, todo ratifica el lenguaje de la ultraderecha, y en la que por tanto sería prudente el repliegue y el silencio, cuando de lo que se trata es de escuchar un grito. Y lo cierto es que todos los discursos languidecen cuando se alejan del grito. Ahí donde se trata de darle forma a un grito, es preciso escuchar, hacer un esfuerzo por volver audible un límite. Un grito avisa algo impostergable. Tenemos muchos ejemplos recientes: “aparición con vida”, “que se vayan todos”, “ni una menos”. Frente al grito, que quizás sólo diga “así no”, las palabras que valen son aquellas que contribuyen a modularlo. El lenguaje descriptivo debe ponerse a su servicio. De otro modo se cae en el conformismo, que abandona la desesperación al lenguaje de la derecha. Si como quería Kafka, el valor supremo del lenguaje es la precisión, su exigencia inmediata es dar lugar al grito. El desafío consiste en conectar la fuerza descriptiva del lenguaje con la desesperación, y plantear una salida ahí donde no la hay.

 

La política sin grito

La ejecución del programa de la ultra derecha se da en dos movimientos: el primero estuvo a cargo de Macri. Leyendo el ciclo de luchas anti-neoliberal de 2001 como un avance de la organización popular sobre el Estado (como dice Carlos Pagni en su libro El nudo) y sin capacidad de crear una instancia política propia para revertir el peso de esa agenda, durante el año 2018 se contrajo una deuda externa que opera como un dispositivo de restricción y control político no sólo sobre el gasto del Estado, sino también de los programas de gobierno de la mayoría de los candidatos presidenciales y como orientador de los negocios en marcha. El segundo movimiento, al parecer, es el de reconectar las riquezas del país al mercado mundial a partir de un alineamiento sin objeciones con el bloque occidental en guerra.

La política llamada progresista o populista de izquierda, reducida a un esfuerzo por evitar una catástrofe mayor y comprometida con mecanismos de contención más que con una iniciativa reformista, logra –como viene diciendo el colectivo Juguetes Perdidos– sustituir el estallido social por la implosión. Nada más gráfico, al respecto, que el mecanismo económico cotidiano de la inflación: cada aumento de precios demuestra la impotencia del gobierno y amplifica la promesa de soluciones (no importa lo fantasiosas que sean) que ofrece la derecha, que se muestra en poder de soluciones concretas, no importa si luego son un desastre completo. La eficacia de la consigna de la ultraderecha –destitución de “la casta”, dolarización y guerra– bloquea y secuestra para sus fines toda crítica democrática de un Estado que depende de la realización de la renta agraria, que no atina a promover una inserción no colonial en el mercado mundial, que no puede defender ingresos y derechos populares, que titubea y recula ante cada posibilidad de producir avances decididos y consistentes. Las políticas encuentran sus puntos de nacimiento, sus puntos vitales, en los gritos. Y no es posible seguir hablando de democracia sin la escucha puesta en las prácticas populares. Al menos en tres aspectos:

  • Luego de 2001, los movimientos piqueteros, las organizaciones populares y las nuevas formas de precarización laboral mostraron claramente que la realidad del trabajo ha cambiado. Este capitalismo no es capaz de forzar un pacto nacional de clases, no da trabajo de calidad, ni garantiza los derechos que venían ligados al salario en el capitalismo anterior. Es preciso, por tanto, diseñar formas políticas democráticas a la altura de las modalidades actuales de la cooperación social.
  • Tras décadas de monocultivo y mega-minería, sabemos lo que significa depender de la renta concentrada y que la inserción colonial al mercado mundial supone una restricción de la soberanía. Gasoducto, litio y Vaca Muerta son palabras que encierran una relación social que debe ser revisada por organizaciones populares. La ampliación de los mecanismos de toma de decisiones es directamente proporcional a la capacidad de cuestionamiento al modo de acumulación.
  • La cuestión de la deuda como forma de mando y relación social, que el feminismo popular ha investigado y denunciado durante los últimos años, concierne hoy a las economías domésticas tanto como a la forma Estado. Un Estado que no toma para sí estos saberes populares sobre las formas de explotación queda sometido hacia afuera y hacia adentro, y queda desautorizado a la hora de desactivar violencias estructurales. Hoy en día ignorar el problema de la deuda como mando de las finanzas supone desentenderse de una actualización de los saberes acumulados en las luchas por los derechos humanos.

 

Escuchar ahí donde triunfa la desafección

Escuchar el grito sordo ahí donde triunfa la desafección política podría liberar el lenguaje, provocar palabras que digan verdades. Cuando la ultraderecha logra describir la realidad, el lenguaje se pudre. No hay disputa hegemónica de ninguna clase si se acepta el formato de los grandes medios o de Instagram. La agenda de la ultraderecha apuesta a producir una personalidad impermeable a los contenidos propuestos por una razón de izquierda, progresista o popular. No estamos, por tanto, ante un simple problema de comunicación, sino ante el problema de cómo conectar con la desesperación, el grito y la transformación.

Se ha dicho que la derecha organiza un “discurso de odio”, y es cierto. Se trata para ellos de conectar la frustración actual con la promesa de mercado. La intervención de la derecha liga desesperación presente con adhesión a una realidad sin modificaciones y con un optimismo sobre el futuro de la economía. Sin embargo, nada más absurdo que el conformismo cuando todo está en disputa. Hace décadas Walter Benjamin puso en marcha la operación inversa. La llamó “organización del pesimismo”. Se trata, al contrario, de cuestionar las formas acríticas de adhesión al presente. De dar forma al grito. Ese pesimismo quizás esté cerca de lo que John W. Cooke denominaba el “malditismo”. En todo caso, nosotros podemos acercar “pesimismo y “malditismo”.

La ciencia política observó desde hace siglos la importancia de las pasiones en la historia. No hay cómo producir momentos verdaderamente igualitarios sin pasar de la indignación al entusiasmo. Maquiavelo escribió que sin él no hay sustento alguno para un gobierno popular. Y Kant pensó el entusiasmo como rasgo característico de la revolución. El entusiasmo, entendido como afecto ligado a nuevas libertades (y hoy no hay libertad sin mayores igualdades), está presente en las cartas que Cooke le mandaba a Perón desde La Habana en los años ‘60. Allí le sugería al viejo General que aceptara que las multitudes hacen su camino por medios de entusiasmos revolucionarios y que en nuestro continente ese camino pasaba por la Revolución Mexicana, la Peronista y luego la Cubana, socialista.

En la primera de sus conmovedoras Tesis sobre el concepto de historia, Benjamin narra la existencia de un muñeco ajedrecista capaz de replicar exitosamente todas las jugadas y ganar todas las partidas. Debajo de la mesa que sostenía el tablero se escondía un maestro en ajedrez, bajito y encorvado que guiaba al muñeco. El pensador suicidado en Portbou proponía crear un artilugio semejante en filosofía, según el cual el muñeco del “materialismo histórico” sólo podrá vencer siempre y cuando tome en cuenta al maestro jorobado de la “teología”, considerada horrible e inaceptable por la modernidad. Se trataba de proponer un modo de conocimiento capaz de enlazar, desde la óptica de “la tradición de los oprimidos”, ciencia y pasión. ¿Podemos imaginar hoy un artilugio equivalente para la política? ¿Diríamos hoy que el muñeco que es la democracia sólo puede triunfar en las partidas de la igualdad siempre y cuando tome en cuenta al maestro jorobado del entusiasmo revolucionario que en el presente no puede dejarse ver porque se lo considera terrorista? Una teoría política de ese tipo no desdeñaría el pasaje de la desafección al grito, y del entusiasmo con un nuevo tipo de toma de la palabra.

 

 

 

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