Terroristas retirados

Ceguera voluntaria para intentar asimilar la lucha armada de los ’70 con actos de terrorismo

 

En 1985 se estrenó en Francia el documental Terroristas retirados, del director Mosco Boucault. La película relata la historia de un grupo de migrantes judíos de Europa del Este, reclutados durante la Segunda Guerra Mundial por la Confederación General del Trabajo francesa a instancias del Partido Comunista Francés. Estos refugiados conformaron la MOI (Mano de Obra Inmigrante), una columna que tomó las armas para realizar acciones de guerrilla contra el ejército alemán. “Es una historia referida al combate clandestino de gente que no estaba destinada a tomar las armas, que empezó usando martillos y terminó con pistolas, para intentar entorpecer al ejército alemán en Paris”, explica Boucault.

El término “terroristas” del título no es casual, ya que así calificaba el régimen pro-nazi de Vichy a los miembros de la Resistencia francesa, por realizar acciones armadas contra el ocupante alemán. Si el Tercer Reich hubiera ganado la guerra, hoy se los recordaría como criminales que asesinaban gente a sangre fría. En realidad, como refiere el director del documental, se trató de un grupo de personas comunes enfrentadas a una situación extraordinaria. Ninguno tenía formación militar, y sus oficios distaban mucho de tener alguna relación con el manejo de armas o explosivos.

Entre marzo de 1942 y noviembre de 1943, los diferentes grupos armados coordinados en el MOI organizaron una cantidad significativa de ataques en París. Si bien la cantidad exacta es un dato todavía debatido por los historiadores, una voz en off detalla en el documental: “92 hoteles alemanes bombardeados, 33 hoteles atacados con granadas, 15 oficinas de reclutamiento incendiadas, 11 traidores masacrados, 125 camiones militares destruidos, 31 formaciones militares atacadas, 10 trenes militares atacados o descarrilados”.

Uno de los “terroristas jubilados” relata los pormenores de la primera acción armada que llevó a cabo junto a un compañero –el asesinato de un joven oficial alemán en el metro parisino– y cómo, luego de disparar y ver a su víctima desplomarse en el vagón, huyeron aterrados. El documental termina con ese mismo sobreviviente, sentado en su taller detrás de la máquina de coser, relatando cómo los nazis exterminaron a toda su familia. Cuarenta años después de los hechos, se le quiebra la voz al recordarlo.

Al terminar la guerra, esos “terroristas” volvieron a sus oficios y nunca más empuñaron una pistola o fabricaron explosivos en un laboratorio clandestino para volar un edificio o descarrilar un tren. La lucha armada fue la consecuencia de una coyuntura específica, no de su naturaleza bélica o violenta.

 

 

El lunes 4 de septiembre, la candidata a Vicepresidenta de La Libertad Avanza y actual diputada nacional, Victoria Villarruel, organizó en el Salón Dorado de la Legislatura un acto en homenaje a las “víctimas del terrorismo”. “Durante 40 años las víctimas del terrorismo fueron desaparecidas de la memoria y barridas debajo de la alfombra de la historia, se las negó”, explicó la legisladora durante el evento. “No podemos seguir mirando al costado”, agregó.

Así como para el régimen de Vichy, el uso del término “terrorismo” tampoco es casual en este caso. Al asimilar la lucha armada durante la década del ‘70 a actos de terrorismo, Villarruel oculta la coyuntura política y social del país y de la región, que impulsó a algunas organizaciones políticas a tomar las armas: el bombardeo a la Plaza de Mayo de junio de 1955, los fusilamientos de junio de 1956, la persecución a los militantes peronistas, la proscripción del partido mayoritario y el exilio de su líder, Juan Domingo Perón. Quienes optaron por la lucha armada, así como los integrantes de MOI, respondieron a una coyuntura específica, no a una supuesta naturaleza criminal. En realidad, las armas fueron tomadas con antelación por las Fuerzas Armadas, transformadas en el Partido Militar, que condicionó la democracia electoral durante décadas, hasta el colapso de la última dictadura cívico-militar en 1983.

Al no reconocer como terrorismo de Estado la persecución política ejercida por dicha dictadura, Villarruel y su espacio político le dan legitimidad al golpe de marzo de 1976, presentado como una respuesta necesaria al accionar de las organizaciones armadas. Sin embargo, como escribieron Daniel Frontalini y María Cristina Caiati en El mito de la guerra sucia, el poder militar de las organizaciones armadas nunca pudo rivalizar con el de las Fuerzas Armadas y de Seguridad, de una escala infinitamente mayor. Además, como señalan ambos autores, en el momento del golpe tanto Montoneros como el ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo), las organizaciones más relevantes, se encontraban casi desarticuladas desde el punto de vista militar. No existía un peligro tangible para el Estado.

 

El libro de Frontalini y Caiati, editado por el CELS, se publicó en 1984.

 

Lo que sí logró la dictadura cívico-militar con el derrocamiento de Isabel Perón fue dar respuesta a la patria financiera, el primer paso para imponer un plan de negocios apuntalado en el terror oficial. Como escribió Rodolfo Walsh en su Carta Abierta a la Junta Militar: “En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada”.

Francia no recuerda oficialmente a los muertos por acciones de los grupos resistentes, como sí lo hace con aquellos muertos y perseguidos por el ejército alemán y sus entusiastas locales. Eso no significa, por supuesto, que aquellas víctimas no tengan derecho a la memoria, pero no desde el Estado ni como víctimas de “terrorismo”. Ese término se reserva a quienes ejercieron una persecución sistemática desde el Estado que tomaron por asalto.

A diferencia del ejército alemán, las Fuerzas Armadas de nuestro país no fueron una fuerza de ocupación, pero sí condicionaron la democracia electoral a partir del golpe de 1955 y luego, con el golpe de 1976, se hicieron de la suma del poder público e iniciaron una cacería, a la que llamaron “guerra contra la subversión”. Se trataría de una extraña guerra sin campos de batalla, en la que de un lado hubo militares encapuchados actuando en plena clandestinidad y, del otro, obreros, estudiantes, sindicalistas, abogados laboralistas, militantes y docentes, abatidos en enfrentamientos imaginarios, secuestrados de madrugada en sus casas, torturados y vejados en centros clandestinos de detención e incluso dentro de las fábricas donde trabajaban, arrojados vivos desde aviones de la Marina al Río de la Plata. Fue una guerra peculiar, en la que secuestradas embarazadas fueron obligadas a parir encapuchadas y maniatadas en maternidades clandestinas, y donde luego les robaron a sus bebés, 300 de los cuales permanecen aún hoy con su identidad apropiada.

Así como no existieron dos demonios, sólo existió un terrorismo y fue ejercido desde el Estado. Tampoco fue una guerra: fue una cacería que impuso un plan de negocios con unos pocos beneficiados y una enorme mayoría de damnificados por la miseria planificada que menciona Walsh. Es el mismo plan que apoyan hoy quienes niegan el terrorismo de Estado.

Una casualidad, sin duda.

 

 

 

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