En 1967, Muhammad Ali estaba en la cima de su carrera. Tenía apenas 25 años y había ganado el título de campeón mundial de los pesos pesados a los 22. Su popularidad excedía el club de los fanáticos del boxeo. Dueño de un carisma y desparpajo propios de una estrella del pop, se había consagrado como ícono a nivel planetario. En su libro King of the World, David Remnick dice que en los '60 Ali era "el quinto Beatle": después de los Cuatro de Liverpool, que redefinieron lo que significaba poseer fama internacional, era la persona cuya imagen reconocía hasta el más despistado ciudadano de Osaka, Kinshasa o Recife. Encantador y fotogénico, le gustaba definirse como "la cosa más bonita que haya existido nunca", y remarcar que eso lo separaba de contrincantes poco agraciados, como Sonny Liston y Joe Frazier. Pero ante todo, lo elevaron su lucidez y su elocuencia, que lo distinguieron como un afro-americano que no bailaba al ritmo que imponía el establishment blanco. En ese sentido, fue lo más parecido a Maradona que existió, antes de Maradona.
Pero en aquel momento de gloria indiscutida, a la Historia con hache mayúscula se le ocurrió meter la cola. Como correspondía a un nativo de los Estados Unidos, Ali se había presentado a la revisión médica a que convocaba el ejército a los 18, cuando todavía se llamaba Cassius Marcellus Clay. En principio lo calificaron como apto para el servicio, pero dos años después, en el '64, lo recalificaron inelegible, dado que había fallado el test de aptitud intelectual porque no escribía con corrección, a consecuencia de su dislexia. Pero en el '66, cuando la guerra de Vietnam estaba en su auge, el Ejército modificó su política y Ali volvió a ser considerado 1-A. Lo cual lo ponía en condiciones de ser enviado al frente.

El periodista del New York Times Bob Lipsyte estaba con Ali, cuando recibió el llamado que le informó de la noticia. Durante un instante, recuerda Lipsyte, Ali pareció groggy. Pero al toque reaccionó y —dice el periodista— dio con la actitud que sostendría de allí en más, contra viento y marea: "Yo no tengo problema alguno con los Vietcong", planteó Ali. Hay que considerar que podría haber negociado con el gobierno y garantizarse un puesto lejos del frente de batalla, vistiendo uniforme mientras hacía propaganda para el Ejército, a la manera de Elvis. Pero cuando lo llamaron para presentarse con el resto de la promoción, se negó a dar un paso al frente cada vez que mencionaron su nombre. Le informaron que no comparecer le significaría cinco años de prisión y una multa máxima de 10.000 dólares. Entonces pronunciaron su nombre por cuarta vez y, como permaneció incólume, lo arrestaron y le confiscaron el pasaporte, para que no se profugase. Y ese mismo día, la Comisión Atlética del Estado de New York suspendió su licencia como deportista y la Asociación Mundial de Boxeo lo despojó de su título de campeón del mundo. Ya no podría pelear más, ni en casa ni en el extranjero.
Está claro que lo liberaron enseguida y que apeló su caso ante la Justicia. Pero quedó inhabilitado para hacer aquello a lo que había dedicado toda su vida, porque era lo amaba hacer, aquello que le permitía brillar. En su mejor momento, le prohibieron boxear. Lo bajaron del ring donde era incomparable, donde nadie le hacía sombra ni de lejos. A partir de entonces vivió con una espada de Damocles sobre la cabeza, porque si la Justicia le era adversa, iba a tener que pasar cinco años en cana; tiempo que debería sumar al de ese limbo al que ya lo habían condenado, durante el cual se le vedaba ganarse la vida haciendo eso que sabía hacer en grado excelso.
Todavía circulaba por las calles, sí, pero maniatado. Se enfrentaba a la posibilidad de que, cuando finalmente se le diese por cumplida la pena, su carrera deportiva hubiese terminado. A los treinta y pico de años, la mayoría de los boxeadores están acabados, o al menos muy lejos de las condiciones que requiere aspirar a título alguno.
A los efectos concretos, Muhammad Ali estaba proscripto.
Y sin embargo, no dio el brazo a torcer.

La sombra de Emmet Till
La Corte caratuló el caso judicial a la usanza tradicional, sin comprender hasta qué punto el planteo expresaba mucho más que un requisito burocrático: Clay versus United States, se llamaba la cosa, y eso parecía ser, en efecto. Un pugilista, tal vez el mejor de la historia del deporte, subido a un ring que nunca codició, para hacer frente a la totalidad del aparato estatal de su país: el gobierno de Lyndon B. Johnson, el Poder Judicial y las Fuerzas Armadas.
Pero la posición de Ali no era caprichosa. Para empezar, tenía perfecta consciencia de pertenecer a una minoría que era segregada y sojuzgada a diario. Nacido el 17 de enero del 1942, Ali fue el hijo mayor de un pintor de cartelería comercial y de una empleada doméstica. Formalmente pertenecía a la clase media entre los afro-americanos, pero esa clase media, como lo especificó la escritora Toni Morrison, "no se parecía en nada a la clase media blanca".
Ya a los 10 años lloraba por las noches, impactado por experiencias como la de que le negaran a su madre un vaso de agua en un café o la de los blancos que se les colaban en la fila en la Feria Estatal de Kentucky, como si no existiesen. En 1955 lo marcó la experiencia de Emmett Till, ese pibito que tenía apenas un año más que él —es decir, 14—, cuando, por el presunto crimen de haberle dirigido la palabra a una chica blanca de 21, fue golpeado, mutilado y baleado en la cabeza. Sus asesinos usaron de lastre la hoja de un ventilador, atada al cuello con alambre de púa, y arrojaron el cuerpo a un río. Años después lo reafirmó ante su hija Hana: "Nunca nada me ha sacudido más —le dijo— que la historia de Emmett Till".

Ali optó por el boxeo, a sabiendas de que era una de la pocas áreas donde se permitía destacar a los negros. (Trampolín al ascenso social, como aquí lo fue siempre el fútbol.) Y no pudo tomárselo más seriamente: vivía en el gimnasio, no fumaba, no bebía, todavía era un adolescente pero entrenaba como un profesional. Pero pronto entendió que ni la gloria lo eximiría de los condicionamientos. A los 18, después de haber ganado la medalla de oro en los Juegos Olímpicos y aparecer en todos los medios, volvieron a negarle servicio en un bar, como ya le había ocurrido a su madre.
Ese tipo de humillaciones explica porqué se aproximó a la versión del Islam que predicaba una figura llamada Elijah Muhammad. Este hombre defendía una segregación voluntaria: pretendía que los seguidores de su culto —afro-americanos como él, en un 99,9%— se aislasen de los blancos, que permaneciesen dentro de los barrios donde se apiñaba la minoría negra. Eso, explicaba, los preservaría de las situaciones violentas e incómodas que Ali conocía tan bien. Su devoción por Elijah Muhammad lo aproximó a Malcolm X, que por entonces era la figura más descollante del movimiento. Malcolm se convirtió en un amigo entrañable, además de una enorme influencia en términos políticos y religiosos. Pero la proximidad de Malcolm inquietaba al establishment, porque se trataba de otra figura fotogénica y carismática de gran ascendiente sobre los afro-americanos, pero que en este caso no descollaba en deporte alguno sino que sostenía que los blancos eran demonios de ojos azules y que había que responder a cada violencia con más violencia. Por esa razón le pidieron que abandonase Miami, durante los días previos al combate de Ali contra el campeón de entonces, Sonny Liston. La presencia de un líder problemático en el ringside de Ali complicaba los negocios de la industria del box, a la que sólo le gustaban los negros que se matan entre sí.

Pero, tan pronto obtuvo el título, Ali reconoció públicamente su pertenencia a la Nación del Islam y ya no disimuló que vivía bajo sus preceptos. Por eso mismo, la negativa a ir a la guerra era coherente con su fe, tanto como lo era con su conciencia social y racial. "La guerra está en contra de las enseñanzas del Corán –decía—, a nosotros no se nos permite ser los agresores, sólo se nos permite defendernos cuando se nos ataca". Y agregaba: "¿Por qué pretenden que me calce un uniforme y viaje a 10.000 millas de casa para bombardear y balear a gente marrón de Vietnam, mientras a los negros de Louisville se nos trata como a perros y se nos niegan los derechos humanos más elementales?"
Además de proscribirlo e impedirle ganarse la vida, la negativa a ir a Vietnam lo convirtió en un paria ante la prensa, y por ende la sociedad, de los Estados Unidos. Pasó de ser el tipo con quien todo el mundo quería fotografiarse a ser aquel que era negado y vilipendiado públicamente. Por supuesto, eso mismo hizo también que fuese valorado por la contracultura, que en los '60 era un poder en sí mismo. Ali no podía boxear, pero circulaba por las universidades del país creando conciencia y hablando en contra de la guerra. Y tenía sus defensores, no hay que olvidarlo. Eldridge Cleaver, que estando preso se convirtió al Islam y más tarde se uniría a los Black Panthers, dijo que Ali era "un revolucionario genuino, el primer campeón negro verdaderamente libre en enfrentarse a la América blanca". Y el blanquísimo Bertrand Russell le vaticinó: "En los próximos meses, no hay duda de que los hombres que imperan sobre Washington van a tratar de dañarte de todas las maneras que estén a su alcance... Van a tratar de quebrarte porque sos el símbolo de una fuerza que serán incapaces de destruir, o sea, la conciencia de un pueblo entero decidido a ya no ser masacrado y humillado mediante el miedo y la opresión".
Lo habían bajado por la fuerza del podio desde el que solía expresarse: el ring, las cámaras, los micrófonos. En el libro de Remnick, el profesor de literatura Gerard Early recuerda: "El día que Ali se negó a ir a la guerra, lloré en mi habitación. Lloré por él y por mí mismo, por mi futuro y el suyo, por las posibilidades que insistían en negarnos".
Sin embargo, a partir de entonces la palabra y el ejemplo de Ali resonaron más fuerte que nunca.
"Yo estaba decidido a ser el negro al que los blancos no doblegarían", le dijo a la revista Black Scholar. (Scholar significa, dicho sea de paso, erudito.) "Un negro al que no te le impusiste, hombre blanco. ¿Lo entendés? Un negro al que no vas a vencer".
El campeón del pueblo
Ali fue siempre una quimera, una criatura que, como la bestia mitológica, estaba hecha de partes que nunca antes habían sido ensambladas. Era un peso pesado que medía 1,91 metros, y sin embargo no embestía ni pegaba como mastodonte a la manera de sus adversarios —Liston, Frazier, Foreman—, al contrario: se movía con gracilidad y elegancia. El cronista deportivo Jimmy Cannon —que lo detestaba, porque prefería a los negros que saben cuál es su lugar— lo definió como "un freak... Un boxeador categoría gallo que pesa 90 kilos". Ali no era una aplanadora sino un bailarín incansable, que usaba los brazos como látigos y dejaba a sus oponentes exhaustos y azotados.
Pero además, como poseía una inteligencia superlativa, trabajaba para imponerse antes de subir al ring, en términos psicológicos. A Sonny Liston, que hasta entonces era el campeón, lo volvió loco. A pesar de que todos apostaban por el dueño del título —las apuestas en contra de Ali cotizaban 8 a 1, hasta su propia gente temía que no saliese vivo—, lo sacó de quicio. Lo llamaba Oso Feo en su cara, le decía que además olía como un plantígrado y que lo iba a devolver al zoológico después de fajarlo. No hay que olvidar que Liston era un ex convicto, que además había ganado el campeonato con el desembozado apoyo de la mafia. Ali le pasó el trapo desde el primer segundo. Consiguió lo que nadie había logrado, cortó la cara de Liston y le hinchó los ojos a piñas. Y a pesar de las malas mañas del campeón y su equipo, que untaron los guantes del Liston con una sustancia irritante y dejaron ciego a Ali durante el quinto round, acojonó tanto al Oso Feo que lo convenció de abandonar la pelea. Antes de que sonase la campana que llamaba al séptimo round, Liston escupió su protector bucal sobre el suelo del ring. Lo primero que hizo Ali al comprender que era el nuevo campeón fue aproximarse al costado del cuadrilátero donde se apiñaban los periodistas que siempre lo bardeaban y les gritó una y otra vez: Eat your words! Eat your words!
¡Cómanse sus palabras! ¡Cómanse sus palabras!
Como dijo Malcolm X, que había regresado a Miami a tiempo para ver la pelea: "Sus prejuicios contra Clay hicieron que fuesen ciegos a su habilidad". El legendario entrenador de box Paul Reyes enfatizaba algo que le había dicho el escritor Norman Mailer: que muchos hombres detestaban a Ali porque les hacía pensar en todo aquello que no eran y de lo que carecían. Pero Ali no había venido a este mundo a moderar su talento para no inquietar al resto. Al contrario, vino a reclamar todo aquello que consideraba que merecía, tanto individualmente como para su gente. Cuando se enfrentó al temible Enrie Terrell, que insistía en llamarlo Clay y en negarle, así, el apelativo que le había puesto Elijah Muhammad, Ali lo castigó en el ring de manera inmisericorde mientras le preguntaba, repetidamente: "¿Cómo me llamo, Tío Tom? ¿Cómo me llamo?"
Pero Ali hizo mucho más que tolerar los asaltos de cada una de esas montañas de carne. Se bancó la ofensiva del gobierno de los Estados Unidos y del establishment blanco. Soportó que J. Edgar Hoover espiase sus llamadas, cada uno de sus movimientos. Perdió millones de dólares, en términos de las peleas que no le permitieron concretar. Masticó en silencio la frustración de ver a Jimmy Ellis, un viejo amigo de su Louisville natal, y después a Joe Frazier, quedarse con el título que había ganado en buena ley — su título indiscutido. Y ante todo, aceptó que se le escurriese entre los dedos un tiempo precioso, que minuto a minuto conspiraba contra sus posibilidades físicas de reclamar el título del que lo despojaron.
Imagino que saben cómo concluye la historia. En junio del '71, la Corte Suprema —que por supuesto no era la porquería que hay ahora— lo exoneró por decisión unánime. Le habían robado tres años y medio que debieron haber sido el mejor momento de su vida boxística. Cuando volvió del exilio interno al que lo condenaron, ya no tenía la misma velocidad. Tuvo que aprender a boxear de otro modo. Pero lo hizo, con la misma voluntad inquebrantable que siempre había mostrado. Le costó otro tanto reconquistar el título —lo hizo recién en el '74, frente a un boxeador que era considerado aún más tremendo que Liston, George Foreman—, pero lo logró. Ese match que tuvo lugar en Zaire, África, es una leyenda por justo mérito. La gente de Kinshasa y alrededores que acudió a verlo tenía claro lo que estaba en juego. Por eso mismo despreciaban a Foreman, tan morocho como ellos, ya que entendían que representaba a los negros que el poder toleraba. Y en paralelo idolatraban al Ali que identificaban por la lucha de la dignidad de su pueblo y por eso le gritaban allí donde lo viesen: "¡Alí, reventalo!", por supuesto en su idioma: Ali, Ali boma ye, boma ye, boma ye, Ali boma ye! (Sepan disculpar, a mí el cantito me suena con una melodía que volví a escuchar otra vez esta semana, después de mucho tiempo.) ¿Cómo no iba a terminar noqueando a Foreman, si se había impuesto ya ante el poder real del país más brutal del planeta?
Muchos años más tarde, cuando le preguntaron cómo quería ser recordado, dijo: "Como un campeón del pueblo". Y por supuesto, como no había dejado de ser Ali, respondió: "Si así fuese, no me molestaría que la gente se olvidase de lo lindo que fui".
Muhammad Ali sigue siendo el único boxeador de peso pesado en ganar el campeonato del mundo tres veces. Tres.
El reverendo Al Sharpton, veterano activista por los derechos humanos y la justicia social, fue muy preciso al encomiar el coraje que Ali exhibió, en un tiempo donde la guerra de Vietnam todavía contaba con apoyo popular. "Que el campeón del mundo que se había elevado al más alto nivel de la celebridad atlética se jugase entero, que lo sacrificase todo por una causa, le dio un gran empuje de legitimidad al movimiento (anti-bélico)", dijo. "Él sabía que lo iban a mandar a la cárcel, y lo hizo igual. Eso habla de un nivel superior de liderazgo y de sacrificio".
Ya lo dije la semana pasada. Cuando conocés las tramas que sostienen el universo, nunca te movés a ciegas por la Historia.
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