The Killers

Este es un tiempo de asesinos que tiene que acabar

 

El cuento es de 1927. Tan despojado que parece escrito al descuido. Casi no tiene adjetivos, puro diálogo que narra algo que a cualquiera le avergonzaría calificar de argumento: los dos tipos entran a un comedero, dicen que buscan al boxeador Ole Anderson —habitué del lugar—, lo esperan en vano y se van. Al final, uno de los testigos de la escena va a buscar a Ole y le avisa que hay dos tipos que quieren matarlo. Pero el boxeador, que está tirado en la cama y mirando la pared, casi no le da bola. El pibe del beau geste se llama Nick Adams; desconcertado por la abulia de Ole ante la inminencia de su propia muerte, se las toma. Y eso es (casi) todo. La promesa dramática del cuento —que se llama The Killers, Los asesinos— parece evaporarse. Ni siquiera los matadores del título son gran cosa. Se ven más bien ridículos, vestidos como mellizos y con abrigos que les quedan chicos. Más que a un texto de Hemingway, que es el autor del cuento, parecen pertenecer al teatro del absurdo que Sam Beckett llevaría a su cima un cuarto de siglo después con Esperando a Godot: ese par de tipos son Didi y Gogo haciendo una changa como matones a sueldo.

 

Ernest Hemingway tenía 28 años cuando publicó "The Killers".

 

A juzgar por el testimonio de nuestra cultura varias veces milenaria, los asesinos nos fascinan. Puede que tenga que ver con el hecho de que se animan a vulnerar un tabú, a cruzar una frontera que no tiene retorno: una vez consumado el crimen, ya no pueden des-experimentar lo que se siente al poner fin a otra vida humana y eso los coloca en otra liga, los integra a una calaña distinta de la nuestra. En pleno uso de razón, la inmensa mayoría de nosotros preferiría no hacer algo semejante. Podemos sentir curiosidad, y hasta intelectualizar algunas de las razones que confluyen en una decisión como esa; pero resistiríamos el impulso, aún si se nos presionase para lo convirtiésemos en acto. El rechazo a matar a un congénere, por mucho que nos disguste, sigue siendo un componente atávico de nuestra humanidad. En los mismos albores de la cultura, cuando la mortalidad era un asunto tan cotidiano como mear varias veces al día —la gente caía como moscas por una fiebre, un animal salvaje, una infección, una intoxicación, un parto—, el asesinato de un Otro ya era considerado un crimen contra la humanidad toda.

El relato del homicidio de Abel es elocuente. En el capítulo 4 del libro del Génesis, Dios se escandaliza ante el hecho y le espeta a Caín: La sangre de tu hermano, que has derramado en la tierra, me pide a gritos que haga justicia. Es una imagen poderosa, esa de la tierra ensagrentada que grita su horror. Dios la produce como respuesta a la pregunta con que Caín trata de hacerse el gil: ¿Acaso es mi obligación cuidar de mi hermano? A Dios no le basta responder que sí, da la sensación de que necesita ser más enfático y por eso apela a la imagen de la tierra que brama, espantada. La economía de la naturaleza había sido transparente desde antes de que el homo deviniese sapiens: los animales no solían matar a los de su propia especie, y cuando mataban a los de otra, lo hacían para comer. Descartada la opción por el canibalismo, nuestra especie adoptó —en prácticamente todo el orbe, más allá de las diferencias culturales— el principio de la inviolabilidad de la vida humana. Si se descartan los incisos que hablan de la devoción debida a Dios (los dedicados al Derecho de Autor Celestial, digamos), el no matarás destaca como el más trascendente de los Mandamientos. Y viene sin peros, ni asteriscos que conduzcan a nota al pie, ni tampoco con letra chica: es taxativo e inapelable. No matarás. Punto y a otro tema.

 

"¿Acaso es mi obligación cuidar de mi hermano?"

 

Tal vez por eso contemplamos a los killers con un mix entre la repulsión y el morbo. Aquellos que incursionaron en el crimen que no admite los atenuantes que la Historia articuló post Mandamientos —la justificación de matar en nombre de Dios, o por la Patria— son gente que eligió automarginarse de nuestra comunidad. Al matar por celos, por odio o por placer, pasan automáticamente a formar parte de otra categoría. Se vuelven parias, apestados sociales. Aun cuando se libren de la cárcel, circulan entre nosotros con una letra escarlata sobre la espalda. Y por eso mismo —porque son excepcionales, raros, porque han hecho lo indecible e ido más lejos de lo que ninguno de nosotros querría ir— se vuelven seductores como personajes.

 

Una imagen de "M, el vampiro", de Fritz Lang: el criminal como sujeto marcado.

 

Todo el libro de la narrativa occidental está zurcido por asesinos, comenzando por el mismísimo Dios del Antiguo Testamento — que es un genocida y, por cierto, un killer muy creativo. (¡Diluvios! ¡Plagas! ¡Gente que se convierte en estatuas de sal!) Con excusas mejores o peores, lo fueron Saturno, Aquiles y Ulises, el rey Arturo, Otelo, Ahab —que era un asesino profesional de ballenas y se mosqueó porque Moby-Dick tuvo el tupé de masticarle un pie— y también nuestro Moreira. Y si nos desplazamos hacia la seriedad de la Historia, deberíamos admitir que, casi por requerimiento profesional, los fundadores de los Estados contemporáneos han sido grandes criminales. Como las narrativas oficiales tienden a resaltar su contribución civilizatoria por encima de las brutalidades que cometieron para imponerse, hay que retornar a la ficción para encontrar personajes que abracen esas contradicciones.

Quizás el más logrado sea el juez Holden de Meridiano de sangre (1985), de Cormac McCarthy. Figura gigantesca y lampiña de pies a cabeza ("una especie de gran deidad pálida"), Holden es la encarnación del apetito sin riendas, que cree interpretar la voluntad de Dios ("Él habla con piedras y árboles, los huesos de las cosas") y por eso se lo permite todo, hasta violar y matar niños y cortarles el cuero cabelludo. Cuando alguien le pregunta cómo habría que educar a las criaturas, Holden responde que habría que echarlas a un pozo con perros salvajes para ver quién se impone. Es entonces que lanza esa parrafada que me estremece cada vez que la leo: "Si Dios hubiese querido interferir con la degeneración de la humanidad, ¿no lo habría hecho ya? Los lobos se sacrifican entre ellos... ¿Y no es la raza del hombre más rapaz aún?"

 

 

Pecados capitales

De esa estirpe, una de las categorías que más nos atrae es la de los asesinos seriales. Quizás por el capricho que guía sus designios y su intensa ritualización. Son artistas de la muerte, la usan para pintar lo que consideran su obra. No parecen matar a causa de ninguna de las emociones que sacuden al resto de sus colegas, ni por odio ni por ambición: matan —eso pretenden, al menos— para ser.

Durante estas semanas volví a prestarle atención a los asesinos seriales por culpa de una peli y una serie: la nueva de Tarantino (Había una vez en Hollywood) y Mindhunter, producida y parcialmente dirigida por David Fincher, el cineasta de Seven y Zodiac. No pueden ser más distintas, y sin embargo las une una fascinación común: aquella que todavía produce la figura de Charles Manson, el diminuto psicópata a quien le cargamos las muertes de Sharon Tate, de la criatura que llevaba en su vientre y del resto de los que aquella noche de 1969 visitaban la residencia Polanski; y que sin embargo no mató a nadie, porque envió a sus acólitos a hacerlo por él, seguramente preguntándose hasta dónde serían capaces de llegar para complacerlo.

 

Arriba, el Manson real. Debajo, el actor que lo interpreta en "Mindhunter" y "Había una vez en Hollywood", Damon Herriman.

 

Todos nos planteamos alguna vez por qué casi todos los asesinos seriales —y ahora también los asesinos de masas, a quienes un día les pinta salir a la calle con un fusil automático y bajar a cuanta gente se cruce por delante— parecen apiñarse en los Estados Unidos. A simple vista, se podría pensar que se da a causa de un mezcladito letal: a partir de la angustia que produce la vida consagrada no a una aspiración alta sino al consumo compulsivo del capitalismo y la olla a presión de una sociedad donde la ley es una institución reforzada, se produce la oportunidad —cualquiera puede construir su propio arsenal yendo a Walmart, y en cómodas cuotas— y se justifica desde el discurso del odio al Otrx, sea mujer, niñx, viejx, sexualmente diversx, negro, latino, musulmán u oriental.

La narrativa oficial de sus instituciones sigue considerando tabú el asesinato (a pesar de que, en una de sus tantas contradicciones, la pena de muerte siga siendo legal en ciertos Estados), y aquellos ciudadanos que tienen una pulsión violenta sólo pueden canalizarla uniéndose al ejército o la policía, dos salidas profesionales de poco o nulo prestigio. Imagino que la presión los compele a estallar por otro lado, y así estallan. En cambio, en países descoyuntados como el nuestro las oportunidades para practicar la violencia son múltiples y están avaladas por el poder. Aquí hay mucha gente que no puede elegir opción profesional a partir de nociones como el prestigio; conseguir trabajo o no lo determina todo, y en esas circunstancias sumarse a alguna policía o a la Gendarmería supone la diferencia entre la vida y la muerte (propias). Una vez conchabados, la oportunidad de hacer catarsis y sacarse de encima la bronca acumulada de tanto malvivir queda al alcance de la mano. No pasa semana en la que no se les ofrezca la oportunidad de retorcer brazos, disparar gases —u otra cosa—, apalear y patear a gente caída o indefensa, convencidos de que no se los castigará por ello.

 

Arriba, Juan Martín Gómez. Abajo, la imagen que muestra su asesinato a manos (¿pie?) de un policía.

 

El policía de la Ciudad Esteban Ramírez, que asesinó a Juan Gómez en plena calle, era un profesional experimentado. Puede que Gómez haya muerto porque su cabeza se quebró contra el asfalto, pero la patada del policía no fue inocente. Cualquiera con experiencia en las fuerzas de seguridad sabe que un zapatazo a la altura del corazón puede ser letal; es una forma de tortura que conocen bien los empleados del Servicio Penitenciario. Los presuntos asesinos de Vicente Ferrer a la salida de un Coto también aplicaron violencia innecesaria: se trataba de un viejo, a quien de haber actuado conforme a la ley cualquier juez habría liberado ya, aunque quedase procesado. Así como en el caso del pateador y el pateado, los victimarios pertenecen a la misma, precaria condición social de su víctima: el vigilador se llama Ramón Chávez y el empleado, Gabriel de la Rosa, argumentó que retuvo al viejo que robaba aceite, queso y chocolates "por temor a perder el empleo".

Gente humilde que mata a otra gente humilde por razones que habrá que develar, salvo por una —nada menor— que está clara desde el minuto uno: se permitieron prodigar violencia a sabiendas de que tenían por encima una autoridad que los avalaba y/o compelía a agredir. Mataron porque entendían que podían hacerlo, que era lo que sus superiores esperaban de ellos y que por eso gozarían de impunidad. No estaban del todo descaminados, dado que han sido testigos de otros casos en los que sus colegas mataron y fueron defendidos y hasta celebrados desde las alturas del poder. Su error, en todo caso, fue suponer que también los cobijarían a ellos; si la presión social es fuerte y les tocan jueces severos, los poderosos les soltarán la mano y los dejarán pudrirse según su conveniencia, porque los victimarios son tan cabezas como sus víctimas y en la sociedad que este poder propugna los morochos somos tan descartables como un vaso de cartón.

Pero, ya se trate de cartón o de fino cristal, las muertes de Gómez y de Ferrer han sido las gotas que trascendieron el vaso. Marcan un punto de inflexión, algo que ya no se puede tolerar más. Su violencia homicida —totalmente gratuita e innecesaria, aunque no incomprensible— nos grita desde el asfalto y las veredas siempre remozadas de Rodríguez Larreta, pidiendo justicia y demandando un final para estas situaciones. Como dijo Cristina desde su cuenta de Twitter: esto ya "es demasiado". No da para más. Debe llamarse a un alto definitivo, y ahora, ya mismo. Está en juego la sanidad mental que aún conservamos como sociedad, porque hemos sido avisados profusamente respecto del drama en curso. Bastaría una sola muerte más, una sola, para que ya no podamos considerarnos otra cosa que cómplices.

 

 

Si justicia es lo que hay que hacer, no olvidemos a los autores intelectuales de los crímenes. Porque los que acuchillaron a Sharon Tate & Co. fueron condenados, pero también lo fue Manson, y de por vida, a pesar de que nunca había alzado la mano contra las víctimas. Es a Manson a quien recordamos como principal responsable por encima de Tex Watson, Susan Atkins y Patricia Krenwinkel, porque fue él quien concibió, instigó y envió a sus lacayos a hacer lo que hicieron. Sin la chispa y el aval de Manson, Sharon Tate estaría viva y probablemente sería abuela. Pero murió sin llegar a ser madre. Por eso hay que dirigir la mirada a los autores intelectuales de estos crímenes que horrorizan a nuestra sociedad, particularmente porque son los mismos sobre los que pesan otros crímenes todavía impunes.

Los poderosos de nuestras sociedades se permiten la ferocidad del juez Holden porque ni siquiera necesitan mirar a los ojos de sus víctimas mientras su luz se extingue; pueden contratar a, o contar con, otros para que hagan el trabajo sucio. Ellos se limitan a instigar, armar y proveer el marco legal que empodere y proteja a sus mercenarios. Por eso se los puede considerar tan sanguinarios como los conquistadores que parieron nuestras naciones mediante fuego y espada, aunque la sangre no salpique sus camisas celestes. Hay que ponerles freno ya mismo, a través de las herramientas que concede el sistema democrático. (Que están para eso, por cierto.) Mientras esperamos la oportunidad de volver a votar, hay que recordarles a funcionarios, jueces, policías, empleados de seguridad privada y empleados de empresas despóticas que nuestro sistema legal privilegia el valor de la vida humana por encima de casi todo, y puntualmente por encima de la propiedad privada. No hay precio que cotice como la vida de ningún argentino, por pequeño o marginal que sea. Para compensar la vida de Vicente Ferrer no alcanzaría con todos los Cotos de la Argentina, aunque los sumemos a la fortuna blanqueada por su dueño gracias a Macri.

 

Una imagen de "Los verdugos también mueren", de Fritz Lang.

 

Por eso no hay que olvidar que, entre las razones por las cuales votar en octubre, existe una que precede a las consideraciones ideológicas, políticas, partidarias y económicas. En octubre hay que votar a cualquiera de las opciones que no son el oficialismo, porque esta gente ya ha matado y mutilado demasiado, muy por encima de lo se le puede tolerar a ningún gobierno que se pretenda democrático. En esta sociedad que se considera heredera de la enseñanza de Madres y Abuelas y que salió a la calle masivamente a rechazar el 2x1 que liberaba a los genocidas, el asesinato sigue siendo algo que rechazamos desde las entrañas. En nombre de los pibes reprimidos cuando ensayaban con su murga, de Santiago y de Rafa, de Sandra y Rubén, de lxs tripulantes del ARA San Juan, de lxs pibes baleados en Monte, de la vida perdida en prisión por tantos presos políticos, de los ojos que vaciaron durante la represión, de tanta gente muerta por no acceder a los remedios y tratamientos que necesitaban, de los cerebritos jodidos por no haber recibido el alimento necesario y de tantos otros nombres y circunstancias que merecerían formar parte de esta lista, hay que votar para sacar a esta gente de la administración pública.

Es cierto que somos bichos dañinos. "La guerra estuvo siempre aquí", dice el juez Holden en Meridiano de sangre. "Antes de que el hombre existiese, la guerra lo esperaba. El oficio definitivo, esperando a su practicante definitivo". Algo de eso hay en nosotros, cómo negarlo. Pero por eso mismo, lo opuesto a guerra no debería ser paz, sino democracia real, efectiva. Que es lo que necesitamos reforzar mediante el voto, más allá de la opción por tal o cual partido. Votaremos para despedir —Macri, le dirá hasta Trump, you're fired!— a aquellos que saquearon, mataron, mutilaron y armaron a pobres contra pobres, y para colocar en su puesto durante tentativos cuatro años a quienes garanticen la mejor protección para las vidas argentinas.

En The Killers parece que no pasa nada, pero al final pasa mucho. Sin hacer gran alharaca —o sea, con la sequedad propia del estilo Hemingway—, pero pasa. Ante su primer experiencia con la podredumbre que impera en su pueblo, el adolescente Nick Adams toma una decisión. Ha conocido a dos hombres que prometieron matar a un tercero tan sólo para cobrar su sueldo, y a la víctima que se entrega a su destino creyendo que no tiene escapatoria. Nick asume que no puede hacer más para salvar al pobre Ole Anderson, pero no está a dispuesto a convertirse en cómplice.

"No puedo tolerar la idea de saberlo ahí en su habitación, esperando y sabiendo que lo van a matar. Es demasiado horrible", dice Nick. "Me voy a ir de este pueblo". El espanto que le produce el estado de las cosas lo mueve a tomar una decisión proporcionalmente drástica.

Nosotros no vamos a irnos de este lugar, porque somos de acá. Los que van a irse pronto del lugar que ocupan son los funcionarios que durante cuatro años no hicieron otra cosa que un daño irreparable a tantos de los nuestros — al pueblo argentino.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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