TODO EL HIELO EN LA CIUDAD

Sabemos poco y nada sobre el hombre que murió congelado, pero estamos aprendiendo mucho sobre otra gente

 

"Hacía un frío tan amargo". Así empieza el cuento en mi edición de Penguin Popular Classics. Es uno de los más cortos de Hans Christian Andersen, pero puede que también sea el más terrible. Su título original es La nenita con los fósforos, aunque en nuestro idioma se lo conoce de otros mil modos. (Incluido La pequeña cerillera.) Publicado en 1845, cuenta en cuatro páginas la historia de una niña pobre en las vísperas de Año Nuevo. Como no ha conseguido vender ningún fósforo, y no quiere recibir la tunda que le dará su padre si vuelve sin dinero, decide quedarse en la calle nevada. "Su cabeza estaba descubierta y sus pies descalzos", la describe Andersen. "Los copos de nieve caían sobre su largo cabello dorado, que se enrulaba de modo encantador a la altura del cuello". A través de las ventanas se ven los preparativos de la fiesta inminente y por las rendijas se cuela el aroma a ganso asado. Entonces la niña se echa —o se deja caer, presumimos— en la esquina que forman dos casas. Y empieza a prender un fósforo tras otro.

Esa llamita crea una burbuja de luz que alberga una visión. Primero imagina una estufa de hierro, que todo lo entibia. Al calor de otro fósforo ve una mesa puesta para una cena magnífica y un ganso que, a pesar de estar asado y tener clavados un tenedor y un cuchillo, salta de la mesa para ir a sus brazos. El tercer fósforo le revela un árbol de Navidad, adornado por mil velas y figuritas de colores. Al frotar el cuarto contra la pared, descubre a su abuela. ("La única que había sido buena con ella, pero ahora estaba muerta".) Para seguir viéndola, enciende fósforos hasta que percibe que su abuela la alza en brazos y ya no siente "más frío, más hambre, más miedo".

 

 

En el último párrafo, Andersen dice que al día siguiente la gente la encontró allí, congelada por el invierno danés y rodeada por fosforitos ennegrecidos. Y da cuenta de la forma en que los vecinos racionalizan el drama: "Ella había querido calentarse, se dijeron". El narrador cierra el cuento apuntando que esa explicación se quedó corta. Le faltó —dice— reconocer la belleza de las visiones póstumas y el fulgor que envolvió a la niña mientras se iba "con su abuela, hacia la felicidad del Año Nuevo".

De lo que la explicación calla, lo más desgarrador es lo que Andersen no se atreve a verbalizar. El cuento describe, en esencia, el suicidio de una criatura. Que sobrellevó el dolor que marcó desde el comienzo su existencia —la madre que es pura ausencia, la muerte de la abuela, el abuso de su padre— hasta que no pudo más y se abandonó a la nada. La circunstancia la empuja. Alrededor suyo, todo es anticipación y algarabía. ("Sí —subraya el narrador en referencia a la víspera del Año Nuevo—, ella pensó en eso".) Pero, paradójicamente, el ánimo festivo no vuelve más generosa a la gente. (Más allá del hecho de que no vendió un solo fósforo, Andersen enfatiza: "Ni siquiera le habían dado un chelín".) La indiferencia del mundo se le vuelve intolerable y por eso se refugia en sus ensoñaciones de felicidad, mientras se entrega a un sueño que sabe —ansía— eterno.

 

Hans-Christian Andersen, un escritor populista.

 

Tanto Andersen como su colega y coetáneo Dickens eran hijos de la Revolución Industrial, que mecanizó el trabajo al mismo tiempo que la población se multiplicaba y los empleos se volvían precarios y peor pagos que nunca. El padre de Dickens cayó preso por deudas y Charles se vio forzado a trabajar desde pequeño. Andersen también creció en la pobreza, se conchabó como aprendiz en una hilandería y después en una sastrería; a los 14 se trasladó a Copenhague para buscar empleo como actor. El contraste entre los privilegios de unos pocos y las condiciones inhumanas en las que tantos vivían —y que Dickens y Andersen conocían en carne propia—los marcó de modo indeleble, extremando su sensibilidad. Por eso se los considera narradores populistas: porque más allá de la imaginación prodigiosa y de su magistral uso del lenguaje, lo que pone en marcha sus historias es la indignación ante la injusticia. Ante la cual instan siempre a rebelarse, aunque no siempre las cosas salgan bien. ¿Por qué resignarnos a asumir que una situación desventajosa —en la cual se nace, o también se cae— debe ser una condena de por vida?

La Argentina de hoy no es la Dinamarca de Andersen ni mucho menos la de Hamlet. Y sin embargo, hay algo hoy y aquí que también está podrido hasta la médula.

 

 

El único culpable es el muerto

Sergio Zacarías (o Zacariaz) murió hace pocas madrugadas a metros de la Rosada, en el mayor de los silencios; pero el escándalo al que dio pie es ensordecedor. Desde entonces es poco o nada lo que conseguimos saber sobre este hombre de 52 ó 53 años que dormía en la calle y sucumbió al frío del invierno. Sin embargo, lo que su muerte está enseñando respecto de aquellos que lo sobrevivimos es incalculable.

 

 

Juan Carr, el hasta hoy incuestionado representante de la organización Red Solidaria, dijo que la víctima no era la primera, sino más bien la quinta en lo que va de este año: alguien se congeló antes en Jujuy, otro más en Santa Fe y dos murieron en la provincia de Buenos Aires — uno en San Nicolás y otro en Mar del Plata. (Y esto sería aquello de lo que estamos en condiciones de dar cuenta. ¿Cuántos pueden haber muerto fuera o lejos de las ciudades, cuántos cuerpos fueron escondidos o contrabandeados como NN para no engrosar las estadísticas?) El hecho de opinar que se trató de muertes evitables y de recomendar que se alerte a las autoridades cuando la temperatura baje de cinco grados y se detecte a algún náufragx en las calles, le valió a Carr una lapidación mediática. La profusión de mensajes agresivos huele al ejército de trolls comandado por Marcos Peña Braun, pero no dudo de que además hubo algunos que provinieron de ciudadanxs que cabalgaron la ola no por dinero sino por convicción.

El argumento más repetido es que Carr trabajaría para "la chorra". Eso sí, nadie niega la muerte de Zacarías. Si hubiese que desbrozar la lógica de la imputación, quedaría reducida a lo siguiente: Carr habla del congelado para utilizarlo políticamente en contra del gobierno. Porque de no ser así callaría y no perturbaría la normalidad, según la cual la gente que no tiene casa no le importa a nadie — ni viva ni muerta. La intervención de Carr irritaría a muchxs ciudadanxs en la medida en que les dificulta seguir ignorando a nuestros homeless, como hacen a diario de modo militante.

 

 

Los responsables políticos de lo que ocurre en las calles abrieron la boca sólo para aumentar su ignominia. El vicejefe del gobierno porteño, Diego Santilli, lo hizo con sutileza pero se enchastró igual. Dijo que la muerte de Zacarías le producía dolor, pero la colocó en el estante de lo inevitable. "Mucha gente prefiere dormir en la calle que en un parador", acotó, sin abundar sobre las razones que explicarían esa preferencia — por ejemplo, el desastroso estado de los paradores (que a menudo carecen de luz, agua, calefacción, obligan a la gente a desprenderse de sus magras pertenencias para entrar y a separarse del sexo opuesto, aunque se trata de cónyugue o hijx) y la falta de supervisión sobre lo que ocurre dentro de esos lugares. Después admitió que el número de la gente que vive en las calles está aumentando, pero —otra vez— diluyó la responsabilidad en el mar sin bordes de la sociedad contemporánea. "Hay personas psiquiátricas, adictos, un montón de variables que explican el crecimiento" de la población homeless, dijo Santilli, pecando por omisión. Los psiquiátricos y los adictos suelen andar solos, mientras que el fenómeno más ostensible de estos años pasa por las familias que viven en la calle, una situación que sólo se define del modo que Santilli elige callar — la emergencia creada por el gobierno al que pertenece.

Uno de sus subordinados, el director de Atención Inmediata de la CABA, Mariano Goyenechea, replicó la excusa de Santilli pero sin la diplomacia de su vicejefe. Según Goyenechea, Zacarías murió porque "nunca aceptó nuestra ayuda". Está claro que al más efectivo y mejor intencionado de los funcionarios se le puede morir alguien en la calle cuando hace un frío inhumano; pero si en verdad es el más efectivo y mejor intencionado, cerraría el pico y se cuidaría de echarle al muerto la culpa de su muerte. En este sentido, Goyenechea se consagró como un perfecto ejemplar de la administración Cambiemos, caracterizada por su negativa a asumir responsabilidad alguna respecto de lo que ocurre durante su mandato. Este es el gobierno del "pasaron cosas", una excusa tan imprecisa y adolescente que en boca de un alumno de secundario le ganaría un bochazo ipso facto. Sin embargo, al aplicarla al muerto por hipotermia, Goyenechea nos ayudó a sumar el nombre de Zacarías a una lista infame. De no excusarse como lo hizo, habríamos terminado por pensar en el pobre congelado como una víctima más del infortunio. Pero al responsabilizarlo por su propia muerte, Goyenechea lo agregó a la lista de aquellos que —como Santiago Maldonado, el Rafa Nahuel y lxs pibxs de Monte— el gobierno mató porque estaban donde no debían. Lo cual, a su peculiar juicio, lo eximiría de toda responsabilidad.

Sin embargo la responsabilidad existe, y es criminal. Si algo identifica a este gobierno es la forma en que se desentiende de su mandato respecto de la mayoría de los argentinos, a los que deja librados a su suerte — a los que abandona.

Pero el pueblo lo percibe y cada vez con mayor claridad. Por eso me encantó la forma en que alguien describió en las redes la temperatura de estos días. Para pintar un clima cruel, a @CaletrioCarina no se le ocurrió nada más elocuente que decir que era así:

Más frío que Macri.

 

 

 

Hay tiempo para salvar a Troya

La desmesura de ciertos apologistas del gobierno —que llegaron a decir que muchos homeless eran plantados por los K, inventando una oposición aún más 'extremista' que La Cámpora: el Kirchnerismo Kamikaze— es tan indignante que empuja a perder el equilibrio; un embrutecimiento que debemos evitar a toda costa, porque responder a ciertos disparates hace perder de vista las cuestiones centrales. Necesitamos conservar la lucidez y la energía, razón por la cual adoptamos la actitud que cristaliza la sigla NDB: No Discutimos Boludeces. Esto lo tiene claro hasta un entretenimiento tan insospechado de kirchnerismo como la última peli del Hombre Araña, Spiderman, Far From Home: no hay que engancharse con los espejismos que el sistema crea para desgastarnos. La pelea es con los que crean esas ilusiones para que no percibamos, y en consecuencia no frustremos, lo que están haciendo por detrás.

Lo que hacemos, o deberíamos hacer, es presentar una resistencia democrática, y por lo tanto pacífica, ante un grupo que, más que desempeñarse como gobierno —para lo cual fue elegido— está perpetrando un asalto.

La primera fase de su atraco fue el asalto a las instituciones. El macrismo empleó los comicios del mismo modo en que los aqueos usaron el Caballo de Troya: fingieron rendirse ante la democracia que venían sitiando desde el '83 y contrabandearon en el vientre de su partido político a un grupo comando que empezó a arrasarla desde adentro. Desde fines de 2015 somos víctimas de una administración que llegó al poder mintiendo que se prestaba al juego democrático y que, una vez instalada en la Casa Rosada, no hizo otra cosa que vulnerar las leyes esenciales del sistema. La lista de infracciones sería infinita y va desde lo más alto del entramado del poder —el intento de meter a dos cortesanos por la ventana, las 'licitaciones' que benefician a amigos y entenados, la creación de falsas causas judiciales, la dudosa legalidad del procedimiento con que nos endeudaron con el FMI— hasta el nivel rastrero de la vereda de las calles (la policía de CABA criminaliza a vendedorxs ambulantes y decomisa sus tristes mercaderías, aunque no estén incurriendo en contravención alguna), pero voy a confiar en la elocuencia de un único ejemplo.

En estas horas, Horacio Verbitsky está difundiendo parte del testimonio del empresario Fabián de Sousa ante el fiscal Marijuan, según el cual Macri participó de tres reuniones —dos con De Sousa, una con Cristóbal López— en las que presionó personalmente para cambiar la línea editorial de los medios de ambos empresarios, con el objeto expreso de encarcelar a Cristina Fernández de Kirchner. (Tanto De Sousa como López, por si no lo recuerdan, están presos.) ¿Un Presidente democrático, empleando el peso de su cargo para condicionar a un medio de comunicación? Aquí la lógica es elemental: cuando un corazón ya no late el médico certifica la muerte de su paciente, y cuando no hay libertad de prensa no existe democracia — es así de simple.

 

Fabián de Sousa declaró ante el fiscal Marijuán que Macri presionó en persona para que C5N ayudase a encarcelar a Cristina.

 

La segunda fase del atraco es la literal. Los que creemos en la precisión del lenguaje sufrimos cuando nos vemos forzados a hablar de gobierno, porque esta gente no gobierna en términos objetivos: simplemente se está llevando todo. Por una parte devastan los recursos del Estado —los fondos públicos— y por la otra se quedan con todos los negocios y sientan sus reales sobre nuestros recursos naturales. Aquello que no forma parte directa de su actividad de rapiña o de las condiciones que necesitan para perpetuarla es hecho a un costado, o ignorado de plano. Y por eso mismo, desde fines de 2015 hasta el presente el Estado argentino viene incumpliendo con alguna o muchas de las responsabilidades que le caben sobre 40 millones de argentinos. No hay mejor forma de interpretar las últimas movidas del oficialismo —el acuerdo con la UE, la búsqueda de otro acuerdo con USA— que como medidas desesperadas de quien, sabiendo que perderá la guerra, esconde minas en el territorio que deberá abandonar para hacer el mayor daño posible a la potencia victoriosa.

Mientras tanto dicen que están haciendo lo que hacen por nuestro bien. Lo cual desnuda uno de los rasgos más notorios de su perversión. Hans Christian Andersen cuenta que la infancia fue uno de los tramos más amargos —otra vez esa palabrita— de su vida. Durante un tiempo vivió en casa del director de su escuela, que abusaba físicamente de él y además decía que lo hacía "para mejorar su carácter". Si algo prueba que un abusador es irredimible es el hecho de que no se contente con saciar sus instintos más bajos: además necesita culpar de los crímenes a sus víctimas.

 

 

 

Me encantaría participar de la calma filosófica de un Stephen King, que al evaluar un proceso con puntos de contacto con el nuestro —el presente de los Estados Unidos— concluye que "Trump es una piedra renal en cuerpo de la política: ya pasará". Nosotros no podemos esperar que la naturaleza siga su curso. Tenemos que apurar el tratamiento, porque el mal que nos aqueja es invasivo, veloz e implacable y se mide en muertes y en millones de vidas malogradas. Por eso en agosto y en octubre debemos obtener una diferencia abrumadora en materia de votos, pero además hay algo que urge hacer ya mismo, hoy, ahora; y eso es hacer sentir en las calles del país la contundencia física de nuestro compromiso con la democracia de verdad.

Por fortuna, esto ya está pasando. Algo que el gobierno no previó, porque no cuenta con herramientas para asimilar un movimiento semejante. En su ideología escrita con palotes (que podría sintetizarse reescribiendo a Dumas: Todos para uno, y uno para uno), consta que cada ciudadano juega la personal, amarroca lo que puede y le enseña los dientes al de al lado. (No deja de ser paradójico que Macri y su banda vendan meritocracia, cuando no los asiste más mérito que la fortuna de haber nacido en cuna de oro; pero esto es tema para otra ocasión. De momento, basta con tener claro que cierta gente funda su relevancia en los términos de la canción de Chico Novarro: Muchos humanos son importantes / silla mediante / y látigo en mano.)

Lo que no pudieron ver, porque se trata de un impulso que les resulta extranjero, es que la gente no iba a actuar como ellos. Y que en lugar de replegarse a su zona segura, haciendo la propia, el pueblo ocuparía los espacios que dejaron vacíos en el marco de su ejercicio criminal —por abandónico— del poder del Estado. En ese contexto hay que entender la creación de medios que proporcionan la información que el gobierno escamotea; la procura de estadísticas que el gobierno oculta (fue una iniciativa popular la que reveló que en CABA no viven 1146 personas en la calle, como pretenden Larreta y Santilli, sino al menos 7251); y la puesta en marcha de medidas para paliar la emergencia social, como se desplegaron tanto en River como en templos religiosos y universidades. Particularmente en estos días, asistimos al espectáculo de un despliegue de autodeterminación por parte del pueblo, que está saliendo a las calles y organizándose para demostrar que no todo es hielo en la ciudad.

 

 

Y en las calles no se mueven sólo aquellos que ya las fatigaban como laburantxs, desocupadxs o colectivos agredidos por la acción u omisión de este combo que es gobierno nada más que en los papeles; me refiero a la gente que viene protestando desde hace rato, en defensa de su supervivencia y la de los suyos. El formidable despliegue de solidaridad de estas horas —que, no dudo, es apenas el inicio de una nueva organicidad política, energía vital que ocupa los espacios que el poder formal deja vacíos— puso a trabajar juntos a los que están jodidos pero también a aquellos que nos las rebuscamos y todavía no fuimos heridos debajo de la línea de flotación; aquellos que, aunque podríamos concentrarnos en nuestros asuntos y pasarla pipa, gozamos embarrándonos en la medida en que nos manchemos ayudando a otrxs a salir de su pozo. Porque, por un lado, entendemos como el Chiquito Favio que no se puede ser feliz de verdad en soledad. Y porque además, si algo nos demostró la tragedia de los Zacarías es que está en juego mucho más que una elección.

Lo que se fructifique o se mutile durante estos meses será, lisa y llanamente, nuestra humanidad.

 

 

 

 

 

 

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