Trabajo sí, colonia no

A 46 años del desguace de la Ley de Contrato de Trabajo

 

Ayer se cumplieron 46 años de la fulminación de la Ley de Contrato de Trabajo, exterminio motivado en el terrorismo económico con su brazo ejecutor militar a través de la regla de facto 21.297, de 1976, en el marco de la dictadura más sangrienta que atravesó nuestro país. Sancionada el 20 de septiembre de 1974, la Ley 20.744 fue el resultado de reclamos y conquistas históricas del movimiento obrero organizado, la doctrina de laboralistas consustanciados con la causa laboral, la jurisprudencia de tribunales del trabajo creados en 1944 [1] y la disputa viva del conflicto capital-trabajo.

La memoria es un acto que encarna el presente, resignifica el pasado y proyecta su incidencia en los acontecimientos futuros. La reflexión de los tiempos más oscuros de nuestra historia y la nominación del terror con sus proyecciones actuales son ejercicios fundamentales en la tarea de identificar mecanismos de disciplinamiento social tendientes a la aceptación de un destino natural ante la exclusión económica.

El discurso anti-sindical fundado en la patologización gremial desplaza la discusión objetiva sobre la desigualdad producto de las condiciones materiales de existencia de un capitalismo financiero, colonial y explotador, y –fundamentalmente– vela la autoría de esa prédica: el capital concentrado que se beneficia de la demonización sindical.

En 1974 la Argentina había alcanzado la mayor distribución funcional del ingreso, es decir, entre quienes aportan el instrumento de producción por un lado y quienes proveen la fuerza de trabajo por el otro.

La dictadura cívico-militar que se inició el 24 de marzo de 1976 llevó a cabo un verdadero proceso de desarticulación del Estado de Bienestar, así como la imposición de un modelo económico de valorización financiera, anti-productivo y expulsivo de las mayorías. La consolidación de ese objetivo era imposible si no se precedía de un esquema de destrucción de derechos laborales y una matriz de pensamiento anti-gremial.

El discurso anti-político también tuvo protagonismo. Así, se apeló a la “refundación moral de la nación” y a la reivindicación de un occidentalismo cristiano (opuesto al Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo) que enaltecía la propiedad privada, la familia patriarcal y la tradición oligárquica identificada con la universalización de raíces nacionales, en verdad tributarias de una minoría enriquecida.

Hoy vemos encarnada esa subjetividad en el vaciamiento de la política como herramienta de transformación, la autogestión del sujeto mediada con la lógica de rentabilidad, el emprendedurismo y la meritocracia, el poder político medrado por los poderes fácticos, y el plafón naturalista que sustenta el ideario de las nuevas derechas radicalizadas.

En esos años de dictadura el autoritarismo en las relaciones sociales de producción se impuso con sangre. Héctor Recalde lo definió como “una profunda redistribución de poderes sociales a favor de los sectores más poderosos” [2].

La responsabilidad civil empresarial no tuvo un papel secundario. Hoy tampoco la tiene: con golpes blandos a través de la remarcación constante de precios de alimentos, servicios y tarifas, tienen el protagónico en el empobrecimiento del pueblo trabajador.

Todas las medidas adoptadas por la dictadura militar en relación a la normativa laboral tuvieron por finalidad destrozar la estructura protectoria del derecho del trabajo. Era necesario para someter al movimiento obrero desbaratar la estructura colectiva que signa al modelo sindical argentino de unidad y pulverizar derechos individuales de trabajadores y trabajadoras.

El genocidio abarcó también la estructura legal protectoria del derecho laboral. Una enumeración meramente enunciativa lo deja al descubierto:

  • La CGT fue intervenida el mismo 24 de marzo de 1976, y fue disuelta en 1980.
  • Se estableció la suspensión del derecho de huelga y de toda medida de fuerza. Se establecieron penas de uno a seis años de prisión por instigar y/o participar en las mismas.
  • Se eliminaron los fueros sindicales.
  • Se dictó la ley de prescindibilidad, autorizando a dar de baja sin sumario previo al personal de la Administración Pública Nacional y Municipal, Poder Judicial de la Nación, empresas estatales y universidades ante la “sospecha” de activismo subversivo, es decir ante cualquiera que se opusiera a la dictadura.
  • Se suspendieron las cláusulas especiales de convenios colectivos de trabajo que implicaban mayores beneficios para la clase trabajadora.
  • Se derogó la Ley de Asociaciones Profesionales.
  • Se prohibieron los sindicatos por rama.
  • Se redujo el número de delegados de base.

Hoy como ayer, la discusión sigue girando en torno a la afirmación a dos ejes antagónicos: el trabajo como ordenador social y puerta de acceso a la ciudadanía de aquellos que solo tienen su pellejo para vivir, y la entronización de un esquema de acumulación de ganancias basado en la economía especulativa a costa de la segregación de las mayorías.

 

 

Es la economía…

El ministro de economía de la dictadura cívico-militar, Alfredo Martínez de Hoz, pregonaba la liberación de las fuerzas productivas. El gobierno de Mauricio Macri –en los proyectos de reformas laborales instados durante su gobierno– consignaba idéntica frase para fundamentarlas, con el mismo objetivo. No es casualidad.

Hoy proponen la eliminación de la indemnización derivada del despido arbitrario, la cancelación de la personería gremial de asociaciones sindicales, la calificación de acciones que implican el ejercicio de la libertad sindical como delitos de extorsión que justifican la necesidad de una “Gestapo sindical”, el retorno a la penalización de estas conductas como hace más de un siglo y, otra vez, la eliminación de los sindicatos.

Lo llamativo es que tanto sectores conservadores, “libertarios” y reaccionarios de ultra derecha, por un lado, como auto-percibidos progresistas en un espejo vidrioso, por el otro, señalan al sindicalismo en particular y al movimiento obrero en general como obstáculo irremediable del crecimiento económico y responsable de la pérdida del poder adquisitivo del salario, respectivamente.

Los oligopolios alimenticios y de servicios, el proceso inflacionario y la economía concentrada, bien gracias en la atribución de esa responsabilidad.

Feos, sucios y malos, por un lado, y sinembarguistas por el otro.

Volviendo a la antesala de la dictadura, ya en febrero de 1976 los conglomerados empresarios publicaron una solicitada con demandas al gobierno donde requerían que se “asegure el orden, el respeto y la tranquilidad física y jurídica del empresario; la modificación de la Ley de Contrato de Trabajo y de todas aquellas normas legales que atentan contra la productividad y el desenvolvimiento de las empresas”.

Libertad para el capital financiero y limitación, tortura, desaparición y muerte para el trabajo.

En el balance por el quinquenio de su mandato, el ministro que hoy bien podría pasar por “libertario” se jactaba de las libertades y eliminaciones de su gestión:

  • Libertad de precios y eliminación de sus controles por parte del Estado.
  • Libertad de transacciones cambiarias y eliminación de los controles de cambio.
  • Libertad de comercio exterior con la eliminación de los monopolios a la exportación de granos y carne.
  • Libertad de exportación con eliminación de prohibiciones e impuestos.
  • Libertad de importar y eliminación de prohibiciones y licencias.
  • Libertad de tasas de interés y aplicación de la reforma financiera con apertura a la competencia externa e interna.
  • Liberación de los alquileres.
  • Eliminación de subsidios y protección para los sectores nacionales y productivos de la economía.

Solo un elemento no gozaba de los beneficios de la libertad: el salario mínimo, fijado por la junta militar.

Lejos de cumplirse los objetivos explícitos y declamativos de la dictadura, todos las problemáticas económicas y sociales se agravaron.

El monto de la deuda externa neta se incrementó desde de 7.000 a 45.000 millones de dólares entre 1976 y 1983, estatizándose la deuda externa del sector privado en 1982 a través del Banco Central [3] por un total de 17.000 millones de dólares. Se beneficiaron las firmas Alpargatas, Grupo Macri, Banco Francés, Banco Galicia, Bunge y Born, Molinos Río de la Plata, Loma Negra, Ledesma, Pérez Companc e Ingenio Ledesma.

La inflación nunca bajó del 100% anual durante toda la dictadura. En 1976 se inició con 444,1% y en 1983 finalizó con un 343,8%.

El poder adquisitivo del salario retrocedió 17,3%, se perdieron 20.000 pymes y la pobreza aumentó al 18%.

Es lo mismo que hizo Macri en su mandato presidencial, y que ahora la alianza opositora se ofrece a hacerlo más rápido en caso de volver al gobierno: una profunda y feroz transferencia de ingresos de las clases populares a las altas.

En lo cultural, la liberalización propuesta tampoco tuvo acogida; se prohibieron cerca de 600 libros y más de 300 películas.

 

 

Leyes del mercado o leyes del Estado

En el informe Perspectivas sociales y del empleo en el mundo. Tendencias 2022, la Organización Internacional del Trabajo modifica las previsiones de recuperación del empleo en el mundo por la incertidumbre y pregona lentitud en el cumplimiento de ese objetivo.

El director de ese organismo, Guy Ryder, insospechado de peronista, afirma que la recuperación del empleo debe basarse en los principios del trabajo decente (término más snob que el trabajo digno asegurado en el artículo 14 bis de la Constitución Nacional), inclusión de salud, seguridad, igualdad y protección social. Nada de “Gestapos anti-gremiales”, penalización de derechos constitucionales, trabajo dependiente encubierto en figuras contractuales fraudulentas ni flexibilización supresiva de derechos laborales.

Después de la pandemia producida por el Covid-19 –y la del macrismo en el ámbito local–, lejos de disolverse o atenuarse la desigualdad existente entre trabajadores y conglomerados económicos en su calidad de empleadores o proveedores de bienes y servicios, se acentúo el empobrecimiento de los primeros y el enriquecimiento exorbitante de los segundos.

Las decisiones políticas son el correlato empírico del reconocimiento discursivo de las desigualdades producto de un modelo de exclusión, que no se zanjan en la apelación retórica a las fuerzas mancomunadas de los distintos actores sociales sino en la afectación de intereses de los generadores y beneficiarios de esas inequidades.

Cuando las mayorías responden con el bolsillo porque sus panzas están vacías y la dirigencia encapsulada habla con el corazón y el estómago lleno, la representación del interés popular se quiebra y la motivación de las almas bellas se vuelve irrelevante.

 

 

 

[1] La creación de los tribunales del trabajo se inicia en 1944 a través del decreto-ley 32347/44 para la Capital Federal y los territorios nacionales.
[2] Una Historia laboral jamás contada. Héctor Recalde, 2012.
[3] Decreto 1603/82.

 

 

 

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