Trampa-19

¿Estamos presos de una situación sin salida, como en la novela de Joseph Heller?

 

En 1961, Joseph Heller —que había tripulado un bombardero B-25 durante la Segunda Guerra, para convertirse en redactor publicitario una vez que sobrevino la paz— cumplió el sueño de publicar una novela. El resultado fue polémico: algunos críticos la elogiaron, llegando a considerarla entre "lo mejor que se editó en los Estados Unidos en muchos años", mientras que otros la acusaron de estar escrita con los pies.

Se trataba de una sátira sobre la vida cotidiana de soldados americanos, estacionados en una base aérea en Pianosa, Italia, entre 1942 y 1944. El elemento irritante era que, a diferencia de las novelas con trasfondo bélico que venían publicándose desde la caída del Eje, los personajes de Heller no tenían interés en la guerra. Ni siquiera les preocupaba ganarla. Lo que los exasperaba, sí, era la conciencia de que existiesen millones de hombres que, aun sin conocerlos, estuviesen decididos a matarlos. Si esos soldados varados tan lejos de casa tenían un cometido, era el de conservar la sanidad mental en medio de una situación alucinada.

"En mi libro —confesó Heller— todo el mundo acusa a todos los demás de estar locos. Francamente yo creo que la sociedad entera está loca. Y la pregunta, en este contexto, no puede sino ser: ¿Qué hace un hombre cuerdo en medio de una sociedad enloquecida?

 

El autor Joseph Heller.

 

El libro se llamó Catch-22, literalmente Trampa-22, y llegó al cine en 1970 de la mano del talentoso Mike Nichols. (Una adaptación en formato miniserie, producida por George Clooney, terminó de filmarse a fines de 2018.) ¿Y a qué se le llamaba allí Trampa-22? A una suerte de paradoja que Heller concibió para pintar la demencia burocrática que caracterizaba la vida durante la guerra.

El protagonista, un piloto llamado John Yossarian, solicita a sus superiores que lo eximan de seguir volando un B-25, porque las condiciones en que se verifican las misiones que le encomiendan son cada vez más precarias —demasiados vuelos, para empezar— y ya no se considera en condiciones de seguir haciéndolo de manera efectiva. Pero las regulaciones militares dicen que la única razón que justificaría ser eximido de la tarea sería la declaración de insanía; mientras que el simple hecho de pedir la baja demuestra que Yossarian está cuerdo, porque seguir volando así sería una locura.

 

Un bombardero B-25 como los que obsesionan al pobre de Yossarian.

 

Se trata de un dilema de naturaleza kafkiana, de esos que nos ponen en situaciones imposibles. ¿Cuántxs de nosostrxs padecimos el desatino de aspirar a puestos de trabajo para los que se requiere experiencia, mientras se nos niega un conchabo que nos permita adquirirla aunque más no sea en grado mínimo?

Yo no combatí en guerra formal ni fui amigo de Kurt Vonnegut, como Heller. Pero no lo necesito para entender que, desde hace algo más de tres años, los argentinos somos víctimas de una Trampa-22.

 

El gobierno sin cualidades

"Cuando hombres pequeños acometen grandes empresas —decía Napoleón—, terminan reduciéndolas al nivel de su mediocridad".

Desde fines de 2015, los destinos de la Argentina están en manos de un grupo de hombres y mujeres de una mediocridad rampante. Ustedes dirán: ojo, que hay algunas cosas que hacen con excelencia. Como mentir, sin ir más lejos; o concretar negocios, generalmente estafando al Estado o burlando a la ley. Pero el hecho de que hayan mentido con total descaro o fugado dólares a carradas no supone excelencia en sentido estricto. Una mentira soberbia sería aquella que nadie percibe como tal; y en este país, hasta la persona más desprovista de luces entendió ya que el gobierno es un fabricante de mentiras más trucho que el de la canción de Charly. En el segundo caso, aun cuando es cierto que multiplican sus fortunas de forma non sancta, están dejando huellas de sus crímenes por todas partes; de modo que, eventualmente, para condenarlos no hará falta decreto excepcional ni exención de dominio alguno, porque hasta el inspector Clouseau estará en condiciones de llevarlos ante la Justicia.

Al frente de la cáfila está Macri, el proverbial hombre sin atributos. (El título de la novela original de Musil era Der Mann ohne Eigenschaften, lo cual se traduce más naturalmente como El hombre sin cualidades y lo define aún mejor.) Ustedes dirán: pero alguna cualidad debe tener, para haber llegado donde llegó. Es ahí donde entra a jugar la cita de Napoleón.

 

Una imagen de la adaptación que hizo Mike Nichols en 1970.

 

Si el gobierno sigue en pie a pesar de la crisis humanitaria en que nos sume; si se muestra funcional, aunque las calamidades que produce se multipliquen a diario; si aun así conserva posibilidades de retener el poder, se debe a que metió a la enorme mayoría de los argentinos en una morsa y la aplastó hasta reducirla, con notoria eficacia, al nivel de su mediocridad. (Con la ayuda de las grandes empresas periodísticas, claro, que tanto saben de esto y nos aleccionan respecto de la dignidad de las madres adolescentes y la gente que rebusca en la basura. Como decía el genial Jimmy Breslin: en realidad medios es el plural de la palabra mediocridad.)

Una línea central de la argumentación político-cultural de Cambiemos ha sido que el pueblo no se merecía el nivel de vida al que había accedido. Recuerden las tan escandalosas como insistentes declaraciones de González Fraga y su calaña: los gobiernos previos nos habían hecho creer que estábamos en condiciones de costearnos celulares, aires acondicionados, vacaciones, autos, motos, servicios públicos, zapatillas y tantos otros signos de afluencia excepcional.

Ese otro Mann ohne Eigenschaften que es Esteban Bullrich lo expresó de modo confluyente: debíamos —dijo— acostumbrarnos a la incertidumbre. La gente excepcional vive en la certeza, sabe de sus talentos, de su estatura y de su posición, planea y construye proyectando a futuro; la incertidumbre, en cambio, quedaría para aquellxs que no saben bien a qué podrían aspirar, qué merecerían. Por eso el populacho apostaría sus destinos a lo que llamamos suerte, porque no puede planear ni construir y por ende no estaría en condiciones de prosperar científicamente. En la cosmovisión de Bullrich —ja: debería llamarse Nullrich, la nulidad millonaria— es lógico que la existencia del vulgo esté librada a la buena fortuna... o a la falta de ella.

 

La tapa de la edición que "Trampa-22" mereció al cumplir 50 años.

 

Este era el contexto que enmarcaba el despojo que empezamos a sufrir, en materia de bienes pero también de derechos esenciales: no se nos quitaba aquello que habíamos adquirido trabajando, o como coronación de un reclamo justo, sino algo de lo que nos habíamos apoderado —que nos había sido concedido— de manera fraudulenta.

Así se hace fácil leer la aparente apatía de parte del pueblo, que vendría tolerando el despojo con la cabeza gacha, en este marco de explotación de sus inseguridades esenciales. Si bien por un lado la mediocridad de los explotadores es manifiesta —a diferencia de otras aristocracias, ni siquiera son carismáticos o encantadores—, al mismo tiempo es verdad que ellos son poderosos y nosotros no; gente que tiene millones (en su mayoría, por obra y gracia de las leyes de herencia), que está en posesión de ese talismán internacional que es el dinero y que por ende ocupa el comando de la nave social, o al menos viaja en primera. Ellos serían triunfadores natos y nosotros no. Por eso, a pesar de que nos consideremos adultos en pleno uso de sus facultades, seguimos sucumbiendo a la lógica impuesta por el dueño de la pelota. Cuando llegaba el pibe a la canchita con la de cuero, nadie cuestionaba cómo la había obtenido. Su palabra era ley: si decía que podíamos jugar, jugábamos, y si no...

 

Una imagen de la nueva adaptación televisiva de "Trampa-22", producida —e interpretada— por George Clooney.

 

El pueblo estaría entregando mansamente aquello a lo cual en el fondo cree no haber hecho méritos para aspirar. Lo nuestro sería la antimeritocracia, razón por lo cual la mera mención de una meritocracia funcionaría como kryptonita y nos despojaría de poderes. Por eso la resignación general contrastaría con la energía tumoral que despliegan los Dueños de la Pelota. (No apelo al adjetivo tumoral con ingenuidad. Creo que describe como pocos el impulso de esta gente, que multiplica sus tropelías del mismo modo en que se multiplica un tejido de células enloquecidas: convencida de que su avance significa que está ganando, cuando todo lo que significa es que condena al organismo madre a una destrucción de la que tampoco escapará.)

Esa sería nuestra Trampa-22, o en este caso puntual nuestra Trampa-(20)19. Para evitar este año que el país siga bajo el mando de esta gente, tendríamos que estar a la altura de nuestros mejores sueños y desplegar la energía arrolladora que contagian las causas justas y urgentes; pero la fenomenal maquinaria comunicacional del poder nos convenció de que somos unos buenos para nada y por eso estaríamos pinchados, un tableaux vivant que transmite tristeza a simple vista — la Alegoría de la derrota, 2019, ¿autor anónimo?

Tal como nos vemos reflejados en la mirada de estos otros —así es la imagen nuestra que devuelven sus espejos— somos gente incapaz de ponerse de acuerdo ni para sostener una escalera, mientras trata de cambiar una lamparita en una casa desprovista de energía eléctrica.

 

 

Nadie nada nunca

Una de las características de las Trampas-22 es que su lógica parece inexpugnable, convirtiéndonos en sus prisioneros perpetuos. La Trampa-22 sería un huis clos mental, un callejón sin salida de naturaleza virtual.

 

 

Pero esto no es verdad. Las Trampas-22 funcionan en la medida en que nos sometemos a su lógica. Tan pronto la cuestionamos, su poder se desvanece y otra realidad asoma sus narices. Es lo que hizo Alejandro Magno, cuando lo desafiaron a deshacer ese matete que era el Nudo Gordiano. Aceptó desarmarlo —a fin de cuentas ese era el objetivo, ¿o no?—, pero en sus propios términos: no se avino a desanudarlo con los dedos como le habían planteado, cortó por lo sano literalmente — lo reventó de un tajo con su espada.

El grupo de influencia que todavía detenta a Macri como mascarón de proa perderá parte de su poder cuando ya no logre rebajarnos a su nivel. Permítaseme ceder a un defecto profesional e imaginar aquí que el ascendiente de Macri depende de su efectividad como personaje. Ninguno de nosotros conoce a Macri persona: proyectamos una idea general sobre su existencia —una totalidad— a partir de apenas un puñado de datos, tal como hacemos con un personaje de ficción. Y yo suelo interpretarlo de la siguiente manera, seguramente influido por esta frase de Heller en la novela: "Aun entre hombres que carecían de toda distinción, él destacaba como un hombre que carecía de distinción más que el resto, y a la gente que se lo encontraba por vez primera lo impresionaba lo poco impresionante que era".

Se trataría de un hombre consciente de su carencia de cualidades, más allá de la fortuna familiar que le tocó en suerte; que estaría embarcarcado en una fantasía de venganza respecto de la humanidad, razón por la cual pagó y paga fortunas para simular que no es menos que nosotros, sino uno más —para eso se rodea de profesionales que le enseñan a hablar, que lo visten, que escriben sus discursos, que guionan sus sonrisas, sus enojos y hasta sus deslices en la campechanía— y que, ante el triunfo de su impostura, se ha convencido de que dio vuelta la taba: después de sentirse nadie la vida entera (un nadie con chequera gorda, pero nadie al fin), se elevó a un sitial desde el cual puede convertir en nada a casi todos los demás.

Pero nosotros no somos nada. Nosotros somos mucho — además de ser muchos.

 

Otra escena de la peli "Trampa-22", protagonizada por Arthur Garfunkel, Alan Arkin y Martin Sheen.

 

Está claro que tenemos inseguridades. Pero ninguno de nosotros vive como un condenado a prisión perpetua por su psicodrama familiar. Por intensa o brava que haya sido la aventura personal, todos salimos de esa burbuja para integrarnos a un paisaje mayor —nuestrxs amigxs, nuestro barrio, nuestra realidad social y política, nuestra cultura— con el que interactuamos, modificándolo mientras nos modifica. Pero el horizonte del personaje Macri parece circunscripto a su celda emocional: usa la mano derecha para beneficiar al campo que identifica con la prosapia materna mientras, con la izquierda, practica la forma inescrupulosa de hacer negocios aprendida del padre. Macri empieza y termina en Macri. Y no logra inscribirse en otro marco que exceda el de su familia original. (¿Conocen a otrx Presidentx argentinx que parezca menos preocupadx por la forma en que quedará registrado por los libros de historia?)

En cambio nosotros nos sabemos personajes de una Historia grande, que no comenzó ni terminará con nosotros y que resignifica nuestra existencia. El hecho —por ejemplo— de ser descendientes de una conquista violenta, que dio por resultado al mestizaje que redimió ese pecado original luchando por la independencia y sembrando las raíces de una nación democrática. La construcción que deriva de la identificación con líderes preclaros pero también austeros y generosos, como Mariano Moreno, Belgrano y San Martín. La forma en que articulamos el relato de una gesta nacional, que a medida que avanza confiere cada vez mayor protagonismo a la causa de la justicia social y los derechos humanos. Nuestra sensibilidad ante la excelencia verdadera, encarnada tanto por científicos como por deportistas y artistas. (Existe un ADN cultural que nos identifica con tanta precisión como un eslabonarse de genes: músicas que nos hacen vibrar, imágenes en las cuales nos reconocemos, narraciones que nos cuentan tanto como una anécdota familiar.)

Esta suerte de fenotipo argentino nos atraviesa a (casi) todos. Es una caja de resonancia que reescribe la circunstancia personal y la coloca en el seno de un sentido mayor, de índole colectiva. Es como una secuencia de signos. A solas, aislada, no cifra otra cosa que nuestra anécdota personal. Integrada a otras secuencias, se convierte en parte del sistema operativo que hace funcionar un proyecto mayúsculo.

 

Otra escena con el elenco de lujo de la peli "Trampa-22": Richard Benjamin, Martin Balsam , Orson Welles y Buck Henry.

 

El símbolo del árbol genealógico siempre ha sido útil porque cristaliza la historia privada pero la clava en una tierra que aporta nutrientes específicos, que contribuye a que sus frutos sean estos y no otros. Pero Macri ha actuado siempre como si proviniese de un árbol genealógico que flota en el aire, una singularidad autosuficiente. Nada de la historia y de la cultura argentina parece tocarlo, interpelarlo, sugerirle sentido alguno. Hasta su aparente fanatismo por Boca Juniors suena artificial: lo usa tan abusivamente que sugiere una mentira destinada a humanizarlo, a simular que comparte algo con sus congéneres.

Esta característica de Macri, que sirvió tan naturalmente al proyecto político que representa, constituye la lógica esencial de esta Trampa-19 a que estamos sometidos: sugerir que sólo existimos en términos individuales, y que en consecuencia nuestras limitaciones no tienen remedio; son algo con lo que debemos convivir, a lo que acostumbrarse — a lo que resignarse.

Esa es la lógica que debemos desconocer. Negarnos de plano a existir como mera suma de soledades, seres des-historizados, a-culturados, desacoplados de una aspiración colectiva a ser no sólo más sino ante todo mejores. En esta sociedad empujada a la locura por los intereses de una minoría intensa, la cordura que no perdimos del todo nos insta a recordar que somos una pieza humilde, pero necesaria, de un sueño compartido por millones; que nos reconocemos como cultores de una tradición argentina y latinoamericana virtuosa, que nos desafía a estar a la altura de la mejor parte de nosotros mismos; y que nuestras acciones y omisiones no pueden ser decodificadas tan sólo a partir de lo que pretendemos de nuestra vida individual, sino también como lo que hicimos, o dejamos de hacer, para potenciar las vidas de gente a la cual nunca vimos y hasta de las generaciones por venir.

Escapar de la Trampa-19 está a nuestro alcance. Todo lo que tenemos que hacer es desconocer la lógica perversa de los González Fraga y los Nullrich, negarle su poder. Y de ser necesario, hasta incurrir en la ceremonia algo embarazosa de recordarnos a nosotros mismos en voz alta (después de todo las palabras dichas vibran, y al vibrar modifican el mundo material) que no somos la insignificancia que pretenden que seamos —esa indignidad, esa impotencia—, sino los engranajes modestos, pero imprescindibles, de la maquinaria de la esperanza.

Ante una sociedad que se abandona a sus peores instintos y parece enloquecer, la persona cuerda se apega más que nunca a la belleza de su vida. Espero que el poeta no se enoje por mi paráfrasis, pero este no es momento para regatear.

Si no hay belleza, que no haya nada.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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