Trampas que perduran

Las condiciones de la privatización de Edesur y el incumplimiento de su obligación esencial

 

La crisis terminal de Edesur es una buena oportunidad para analizar los condicionamientos y trampas que esconde el proceso privatizador de los ’90. Aquella aventura temeraria, hija de un ideologismo extremo, siempre atento a la moda en algún país del norte, se ejecutó bajo la presión del Consenso de Washington sobre una elite local neoliberal colonizada, acrítica, fundamentalista al palo y que creyó que había descubierto la pólvora. Su objetivo era someter a servicios públicos argentinos y latinoamericanos que, si bien requerían actualización urgente en sus modalidades de gestión y en términos de transparencia, se mantenían razonablemente atendidos, salvo la telefonía y algún otro.

En el caso eléctrico, todo fue adornado con novedades de vidriera luminosa, cambios de cotillón que deslumbraron a sectores sociales desprevenidos y que todavía naturalizan profesionales y políticos que bendicen como obvias algunas reformas antinaturales. El sentido común, las reglas básicas de la economía fueron abandonadas en el altar de economía de mercado, que proponía esa modalidad de transferencia de servicios esenciales a la actividad privada con el carácter de una revolución para el sector energético. Fuimos conejitos de indias, y los resultados están a la vista. Participé de ese largo proceso en algún momento, lo suficiente para advertir rápidamente la trampa que todavía nos encierra.

En el caso de distribución en el Área Metropolitana Buenos Aires (AMBA), la propuesta fue dividir un entramado de instalaciones eléctricas imbricadas como una sola unidad técnica, partiéndolo artificialmente por el medio con el pretexto de tener dos unidades de explotación “en competencia”. Todavía hoy, 30 años después, está pendiente un sistema único de transmisión que unifique ese disparate y le dé suministro de generación en cantidad y calidad, aparte de la interacción necesaria de ambas explotaciones.

La privatización de la distribución por 95 años supuso seleccionar empresas con la suficiente experiencia para tamaño desafío, y por ello se consideró que el ganador debía tener la necesaria responsabilidad técnica, además del apoyo de otra empresa de soporte y, fundamentalmente, la garantía de un respaldo económico-financiero para sobrellevar los avatares derivados de administrar el servicio por un lapso tan extenso. Esto último significó desde entonces –y es válido aún hoy– que la ideología expresa de la licitación que concretó dicha privatización suponía que la empresa ganadora podía sostener sus obligaciones, especialmente la de abastecer en cantidad y calidad toda la demanda que le fuera requerida a lo largo de la concesión, sin importar qué contratiempos tuviera en su trayectoria: cambios de gobiernos, modificaciones en la estructura contractual, insuficiencia de tarifas circunstanciales, etc. Para eso tenía aseguradas tres armas que la apoyaban en el extenso camino:

1) El resarcimiento de la ecuación económico-financiera de la estructura original de la concesión, en cualquier oportunidad que surgiera durante esos 95 años, a partir de algún reclamo fundado debidamente en derecho;

2) El recurso implícito a los tribunales del CIADI si el Estado le quitaba la concesión o no cumplía con el primer punto durante el período de explotación del servicio. Esa garantía exigía una sola condición: no podía evitar en ningún momento el cumplimiento de todas sus obligaciones de prestaciones de los servicios a que estaba obligada por contrato, con las inversiones necesarias para otorgarlo en calidad y cantidad, aun con crecimiento de la demanda. Es decir que la falta de tarifa circunstancial no era un pretexto para obviar el cumplimiento de la concesión. Esa situación enervaba cualquier intento de recurrir al CIADI, por el principio de incumplimiento de su propia obligación esencial.

3) Adicionalmente se estipuló en el contrato un sistema que le permitía apartarse de la concesión, que se disparaba cada diez años, de manera de no encerrar a la empresa ganadora para siempre.

Todo esto que reseño, y en cuyo funcionamiento inicial participé, tiene que ver con descubrir rápidamente las características de este esquema contractual, que implica una transgresión permanente, con la complicidad de un ENRE maniatado e intermediado por la estructura política del sector.

Ante cada reclamo de ambas distribuidoras (Edenor y Edesur), el Estado, en lugar de exigirles el cumplimiento de sus obligaciones esenciales, siguiendo el caso Zapalorto –que sentó jurisprudencia regulatoria en los inicios de la privatización–, les aseguró remesas adicionales importantes fuera de todo derecho, en varias oportunidades, y adicionales a las revisiones tarifarias integrales.

Ha quedado así totalmente desvirtuado el contrato original y su esquema esencial que justificó la privatización. Los incumplimientos permanentes no sancionados en forma debida han desnaturalizado el funcionamiento de las concesiones. Las multas aplicadas sólo atienden a la norma que las sanciona con un castigo pecuniario menor, ridículo, que permite a las empresas preferirlo por sobre la obligación de invertir. Se desvirtúa de esa manera la obligación esencial que justificó la privatización y que fue la condición de la misma. Esta aclaración viene a cuento de los miedos desatados por ignorancia y amedrentamiento a la población sobre las consecuencias que podría tener la decisión de revocar alguna de esas concesiones por incumplimiento de su objeto esencial.

 

 

 

--------------------------------

Para suscribirte con $ 1000/mes al Cohete hace click aquí

Para suscribirte con $ 2500/mes al Cohete hace click aquí

Para suscribirte con $ 5000/mes al Cohete hace click aquí