TRIBUTO A LA COHERENCIA

La política de Memoria, Verdad y Justicia es una cuestión de índole estructural

 

 

“Me gustaría una ley que pueda habilitar la revisión
de muchos juicios injustos, sin debido proceso legal,
                                                    contra militares que no tuvieron nada que ver”.
Elisa Carrió, 02/7/19.

Certezas

El reciente pronunciamiento del epígrafe, que ya es un clásico en el discurso preelectoral de la chaqueña —lo recitó en vísperas de las elecciones de 2015 y 2017—, es demostrativo de por lo menos dos asertos que para algunes podrían estar en duda:

  1. Que la política de Memoria, Verdad y Justicia es de importancia fundamental, no coyuntural, pero no sólo para una inmensa mayoría social, sino también para los sectores reaccionarios. En otras palabras, estos planteos no son un exabrupto carrioteano más, son propios del proyecto del gobierno, que si aún no ha podido hacerlos realidad es por la permanente movilización de los organismos y la contundente respuesta de la sociedad ante cada intento. Esto quiere decir que la política que constituye un verdadero orgullo nacional es una de las cuestiones centrales que se ponen en juego en octubre.
  2. Que la política de Memoria, Verdad y Justicia es una cuestión de índole estructural, que remite al tipo de organización social que los unos y los otros aspiran para la República. Y en esto también la locuaz plebeya seducida por el Régimen rinde tributo a la escurridiza coherencia.

Innumerables intervenciones de militantes y especialistas han dado cuenta de la importancia en sí de la política que sostuvo el último gobierno popular en relación con la mayor tragedia nacional del siglo pasado. De tales aportes y de los hechos que se han revelado desde 1983, se desprende que a lo largo de los años el Régimen se ha valido y se vale de dicotomías falaces con la pretensión de promover el olvido y ocultar tanto la perversidad del plan criminal como la responsabilidad de sus autores intelectuales y ejecutores, para legitimar así la impunidad. Ha sido desnudada la falsedad de las oposiciones reconciliación o justicia, verdad o justicia, memoria o progreso, etc.; así como el perseverante intento de presentar los juicios, que han asegurado y aseguran todas las garantías, como un mero sistema de venganzas, con el agravante de que en el contexto actual de una judicatura cuyo desprestigio crece al compás de su escandaloso sometimiento al Régimen, se pone en duda y se facilita el descrédito indiscriminado de todo proceso judicial.

 

 

Una razón política

La disputa por el sostenimiento de los juicios por crímenes de lesa humanidad no obedece sólo ni principalmente a argumentos morales o de técnica jurídica, dos aspectos en los que Carrió suele basar sus argumentos; responde fundamentalmente a una razón de orden político: el terrorismo de Estado de la última dictadura fue la condición de posibilidad de la consumada reconfiguración socioeconómica regresiva de la Argentina. Motivo por el cual quienes cuestionan la política de derechos humanos impulsada desde 2003, defienden —en última instancia— esa configuración socioeconómica, la del país que excluye a las mayorías, la del histórico proyecto de la oligarquía que hoy realiza el macrismo.

Ahora bien, ¿dónde está la coherencia de Carrió al defender semejante estructura social? Es una pregunta que no encierra ningún misterio; siempre que no se caiga en el error de quienes alguna vez vieron en la fundadora de Cambiemos la progresista que nunca fue.

 

 

Historia

La tradición republicana no se ha planteado nunca la cuestión de la virtud como un problema psicológico o moral desvinculado de la conformación institucional y la estructura socio económica. Desde Aristóteles, las refinadas calas psicológico-morales de la teoría política clásica en materia de virtud han ido siempre de la mano de consideraciones institucionales sobre la base socio-material. Es cierto que la virtud es entendida como capacidad para gobernar con autonomía la propia existencia, y que adquirir esa capacidad psicológico-moral de autogobierno es condición necesaria para poder gobernar con justicia a otros igualmente libres y para dejarse gobernar con justicia por otros igualmente libres: el vicioso, por lo mismo que es incapaz de conducirse y tratarse bien a sí mismo, es incapaz de gobernar y tratar bien a los demás. Sin embargo, esta tesis psicomoral —la tesis de la “tangente ática”— adquiere pertinencia y significado políticos con la tesis republicana complementaria de que sólo sobre la base de una existencia socio-material autónoma, protegida por derechos constitutivos republicanos, florece la virtud en los individuos.

Pero no me refiero a cualquier tradición republicana: Aristóteles, que no simpatizaba con la democracia, niega que el pobre libre —y mucho menos el esclavo— tenga base autónoma de existencia —propiedad—, y por eso niega que pueda ser plenamente libre, y por eso quiere privarlo de derechos políticos. Los demócratas atenienses, justamente el partido de los pobres libres, no niegan el substrato axiológico del Estagirita, pero tratan, como Jefferson en 1787 y Robespierre en 1790, de universalizar el derecho a la existencia social autónoma, de dar para eso la necesaria sustentación material a los pobres, para que puedan participar como ciudadanos libres en el proceso político. Aquí está el origen de los honorarios que la democracia radical plebeya postephiáltica pagará por el ejercicio de los cargos públicos, con el propósito de que los pobres —la inmensa mayoría— puedan participar en el gobierno; de ahí también la idea jacobina y jeffersoniana de una democracia de pequeños propietarios. Aunque también es el origen de que la derecha haya cargado a la Revolución Francesa todas las lacras y caracterizado a Robespierre como el primer totalitario, cuando en realidad fue el primero que consideró que había que abolir la esclavitud.

En síntesis, la virtud republicana no tiene nada que ver con el perfeccionismo moral, ni reclama una concepción moral más o menos caprichosa de la buena vida, completamente desconectada de la situación socio-institucional. Al contrario, el laicismo activo de la tradición política republicano-democrática parte de una tesis psicológico-moral relativamente modesta, pero institucionalmente decisiva: cuando los individuos tienen garantizada y bien defendida por la República una base material para su existencia social autónoma, suelen desarrollar, no tan solo la capacidad para autogobernarse en su vida privada, sino también una afición o vocación más o menos intensa por los negocios públicos; y eso es lo que hace, de un individuo libre, un ciudadano.

 

 

Sólo para ricos

Es evidente que no es esa la tradición republicana invocada por Carrió y los sectores reaccionarios cada vez que dicen “república”. No debe sorprender, el mundo ha conocido siempre repúblicas oligárquicas o plutocráticas: la república de los Estados Unidos es hoy —y así fue concebida desde sus comienzos— una república plutocrática. La república de Venecia fue expresamente una república plutocrática. Para despejar cualquier duda: toda república democrática debe estar fundada en el concepto de libertad, entendido como que alguien es libre si para vivir no depende de otro. La misma diputada es quien se encarga de esclarecer cuál es el orden social que defiende cuando en La Reinvención de la Argentina Republicana señala que se inspira en Cicerón, y cuando rinde homenaje a Hannah Arendt dándole este nombre al instituto de estudios que dirige.

En los Oficios Cicerón dice, repitiendo una vieja afirmación de Aristóteles, que el trabajador asalariado es un esclavo de tiempo parcial. Es decir que necesita pedir permiso a otro para vivir, y debe ponerse a su arbitrio durante el tiempo que dure el contrato del salario. Si la República Romana experimentó un final oligárquico fue bajo la inspiración de Cicerón y Salustio, siempre reacios a la integración política de “quien depende civilmente de otro, de quien […] necesita del permiso de otro para poder vivir y navegar por la vida civil”. De inestimable relevancia para toda la ulterior evolución histórica de lo que se conoce como Occidente, fue la conformación en Roma de un dispositivo jurídico formal y abstracto capaz de disciplinar y moldear la sociedad en su totalidad: se consideró que las deliberaciones e iniciativas plebeyas obstruían la armonización entre un expansionismo mercantilista cada vez más exacerbado y un apego piadoso a las viejas tradiciones romanas. Así, el republicanismo ciceroniano plasma una racionalidad aristocrática asentada en el supuesto de la prioridad incuestionable del consenso elitista sobre el desorden de la multitud: la república es la cosa del pueblo, pero el pueblo no es toda la población.

Por su parte, Hannah Arendt analiza en On Revolution lo que pasó en Francia en 1789 —fue ella quien popularizó la idea de que Robespierre era totalitario— y en Estados Unidos a partir de 1796 y concluye en que cuando una república se plantea problemas sociales, es porque el poder político se ha transformado en totalitario. Tal vez por eso, en 1959 Arendt se opuso, y dejó constancia escrita, al Movimiento por los Derechos Civiles de los negros antisegregacionistas —conflicto de Little Rock Nine—, con este argumento: “Porque yo soy judía, he sido perseguida en Alemania, como comprenderán no soy racista, estoy a favor de los negros y los judíos, pero si un empresario decide discriminar a un negro, esto es cosa de la sociedad civil (sic); si el poder político quiere meterse en esto es totalitario”.

Como puede apreciarse, el rechazo de Carrió a los juicios nada tiene que ver con un arrebato de origen emocional. Responde en cambio a su concepción republicana, que implica la defensa de un orden social regresivo; el que, a su vez, explica la afinidad de intereses entre quien se presenta como adalid de la república y los genocidas.

 

 

 

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