Troilo alado

A 50 años de la partida de Pichuco, la despedida de su hermano de la vida, Cátulo Castillo

 

El silencio fue comparable al silencio de Dios. Era la madrugada del 19 de mayo de 1975 y al mundo de los buenos le nacía una lágrima.

Por eso, a medio siglo de una calle Corrientes, de una Buenos Aires, de una Argentina sin Aníbal Troilo, tengo urgencia de compartirte este archivo histórico y casi inédito por lo olvidado. Las palabras pronunciadas por Cátulo Castillo –su hermano de vida– luego de aquel día triste cuando Pichuco dijo chau… y se le cayó un bandoneón del alma.

 

“Las historias de tango tienen vieja memoria,

nacen todas del mismo corralón de extramuros

y por eso le crecen sus malvones oscuros

que mueren en las sombras sin llegar a la gloria”.

 

En esa poesía de ciudad que adivinaste siempre con el don misterioso que hubo en las “rabdomantes” del estaño impreciso de tu barrio en Palermo, por la calle Soler esquina Gallo, donde vivía Carbuña y donde prendían trucos ancestrales los malandras de un tiempo que venía del Mercado del Abasto. El barrio del Abasto enamorado de la cara redonda de don Carlos Gardel, el arcángel de nuestro porteñismo. Y sé que repetías convencido:

 

“Las historias de tango tienen vieja memoria…”

 

Porque era tu recuerdo el que hurtaba el secreto de las cosas perdidas en el tiempo de Laura y del café “El Estribo”, cuando Vicente Greco estiraba bandolas comedidas atendiendo los partes ciudadanos de una forma de ser y conformar extraños personajes que invadieron el misterio del tango.

Con el canyengue mismo que bailara, tal vez, doña Felisa –tu mamá– durmiendo junto al lengue bordado del otro Aníbal Carmelo, que supo ser tu viejo y había asentado el apellido Troilo en pesados prontuarios y por las taquerías de orillas ciudadanas.

Te digo: Gordo hermano, que antes de anoche, para un largo escolazo de domingo y fútbol, se te ocurrió la extraña travesura de no seguir viviendo, y estrolar del todo en el largo amasijo de recuerdos y cosas que te hacían pensar en los años que estiraron las costillitas flacas de tu trampera amiga.

Tal vez, aquel “troesma” de la primera escala en Do Mayor don Juan Amendolaro, que te filosofaba las lecciones del fueye y te hacía berrear en las lecciones del solfeo Menozzi. O acordarte del cine vecinal en los años docena de los leoncitos cortos cuando eras el purrete mimado de la primera fila de aquel –ya fantasmagórico– Cine Petit Colón.

O en el Café Ferraro, de Pueyrredón y Córdoba, exhibiendo el encanto juvenil del rostro pestañudo y la gracia barroca de un título de Don Julio de Caro que le daba condición creadora a tu avidez de artista adolescente.

 

“Las historias de tango tienen vieja memoria…”

 

Y entonces, la aventura del Centro, trepando el Café Germinal, cuando Juan Maglio Pacho todavía perduraba con remotas proezas bandoneónicas, y la vida en las tardes del local ritualista proyectaba en él, joven, la nueva convicción de descubrir el mundo de las luces de neón. La vida fue un vestíbulo que conducía la noche y un duende milagroso le encendía los faros de una notoriedad que no buscó jamás.

¡Pichuco…! ¡El gordo Troilo…! Aníbal triunfador sobre las huestes oscuras del asfalto de la calle sin sueño.

Y antiguos personajes dibujados con el rojo carmín de muchas madrugadas le trajeron la endeble fortaleza de Elvinito Vardaro, la tristeza de aquel pálido ser llamado Orlando Goñi. O el violín taumaturgo del último romántico que denunció la vida y el adiós de Alfredo Gobbi.

Entonces la ciudad se llenó de fantasmas. Algunos con el rostro famélico y ascético de un poeta disfrazado de flaco que era Discepolín. O el juglar de los chistes agudos pero limpios, que fue Ciriaco Ortiz, la gordura y la barba del poeta Homero Manzi. La paternal tibieza patriarcal de don Pepe Razzano.

Y un desfile de años llenos de borracheras musicales con largos y habitados testimonios del tiempo de la risa, llenando el Marabú o el Tibidabo.

Noches de cabaret para el insomnio de crear en las altas madrugadas el misterio providencial de “Barrio de tango, Discepolín, o Malena…”

Descubrir la latitud Homérica del “Sur”. Y encontrar a María que usaba la máscara de su Zita Carachi, musa griega y custodia de un gran lapso de vida mirada para adentro.

 

“Las historias de tango tienen vieja memoria…”

 

Y entonces la ciudad que se llenó las fauces gritando Aníbal Troilo… fue preparando trampas en todas las esquinas de su extraño secreto. Las trampas que podían escamotear a los antiguos ángeles: Gobbi, Goñi, Razzano, Homero Manzi, Vitale, Discepolín, Paquito…! Y por allá: Fiorentino, Barquina, Ciriaquito, Julián… Poblada soledad de Buenos Aires borrando aquella historia que Pichuco aprendió entre las copas de una noche sin término…

Pero es que antes de anoche, noche, el dulce gordo arcángel se cansó de vivir. Y la calle Corrientes recogió su inventado silencio junto al paso callado y conmovido de un pueblo…

Porque sí… por esa decisión biológica que remontan los ríos la cósmica sabiduría de los peces… Un pueblo para un hombre de pueblo, sin interés alguno, sin colores políticos, sin intención alguna…

Quería tan sólo ver al aviador dormido.

 

“Las historias de tango tienen vieja memoria…”

 

Y este llanto de Zita.

Y este adiós que le damos desde nuestra azorada melancolía de argentinos…

Hoy, detuvo SADAIC su maquinaria rindiendo el homenaje de todos los autores del país, a tu paso callado Gordo Troilo…

Si pudiera acercarte mi adiós… en nombre de ellos…

Pero sé, hermano bueno, que tiembla aquella antigua cuarteta de esperanza que vos ya conocías:

 

Murió un gorrión… más queda la divisa

de quien estira el fueye, todavía…

Miremos hacia arriba… Qué alegría…

Está cantando Troilo en la cornisa…

 

 

Un hombre, un misterio.

 

 

 

--------------------------------

Para suscribirte con $ 8.000/mes al Cohete hace click aquí

Para suscribirte con $ 10.000/mes al Cohete hace click aquí

Para suscribirte con $ 15.000/mes al Cohete hace click aquí