Con la precisión conceptual que lo caracteriza, el destacado internacionalista argentino Roberto Russell ha descrito que las relaciones entre los Estados Unidos y América Latina —entre el centro y la periferia— se encuentran atravesadas por dos dinámicas: la de las “periferias turbulentas” [1] y la de las “periferias penetradas”.
En su investigación [2], Russell analiza la evolución de los intereses de defensa y seguridad de los Estados Unidos en América Latina desde principios del siglo XXI, enfocándose en dos periferias: la “América Latina del Norte extendida” (compuesta por México, América Central, el Caribe, Colombia y Venezuela) y la “América Latina del Sur reducida” (que comprende a los países de América del Sur, con la excepción de Colombia y Venezuela).
A la primera (la América Latina del Norte extendida), le aplica la caracterización de “periferia turbulenta”, cuya dinámica —inestabilidad interna, expansión del crimen organizado y resistencia a Washington en algunas de las naciones que la componen— es un motor determinante de los intereses de seguridad de los Estados Unidos. Puesto de otro modo, lo que allí sucede es visto por Washington prácticamente como un asunto de homeland security.
Por su parte, la segunda periferia (la América del Sur reducida) es considerada como “penetrada”, dada la incipiente proyección de los intereses estratégicos de la República Popular China, lo que ha llevado a Washington a incluir cada vez más, especialmente desde la década de 2010, a los países del Cono Sur en su radar de defensa y seguridad.
Con este telón de fondo conceptual, podemos pasar revista a lo que hemos presenciado durante las últimas dos semanas, con la Casa Blanca gestionando —a través de su diplomacia coercitiva y su músculo militar— las dinámicas de sendas periferias. En este marco, el Comando Sur se alista para encabezar una nueva acción militar contra la “turbulenta” Venezuela; y profundiza sus políticas “antisépticas” para contrarrestar la “penetración china” en el Cono Sur.
Venezuela en foco
La administración Trump, a partir de una directiva secreta dirigida por el Presidente al Pentágono a principios de agosto, prevé el despliegue hasta el límite del mar territorial venezolano de tres destructores AEGIS [3], un submarino nuclear, aviones de reconocimiento P8 Poseidon y un barco de guerra equipado con misiles. La movilización también incluirá 4.000 marines. Esta acción, según ha trascendido, se llevará a cabo en los próximos días y se extenderá por varios meses, con el objetivo declarado de “enfrentar y derrotar a los carteles latinoamericanos de drogas” [4], a los que la administración estadounidense ha designado como “organizaciones terroristas internacionales”. La orden contempla el empleo del instrumento militar contra esos carteles “en territorio extranjero y en aguas territoriales”.
La Casa Blanca ha confirmado que está preparada para usar “todo su poder” con el fin de detener el tráfico de drogas hacia su territorio, del que ahora responsabiliza al Presidente venezolano Nicolás Maduro. La portavoz de Trump, Karoline Leavitt, sostuvo que su gobierno “no considera a Maduro como el Presidente legítimo de Venezuela”, sino como el “líder fugitivo de la organización terrorista Cartel de los Soles”. Asimismo, denuncia presuntas vinculaciones con la organización criminal “El Tren de Aragua”. Adicionalmente, Washington aumentó a 50 millones de dólares la recompensa por cualquier información que pudiera conducir a la captura de Maduro.
Ante esta situación, el Presidente brasileño Lula da Silva instruyó a sus Fuerzas Armadas a monitorear el rumbo de los buques militares estadounidenses. El objetivo es evaluar si estos movimientos pueden desatar un aumento de la migración a través de Roraima, un estado brasileño fronterizo con Venezuela. Otros países de la región también han reaccionado, con Colombia calificando de “error” una posible invasión; y México apelando a los principios de no intervención y autodeterminación, tan caros a su sólida tradición diplomática.

El antecedente de 2019
En septiembre de 2019, durante el primer gobierno de Trump (2017-2021), la amenaza de una intervención militar en Venezuela ya había sido barajada, con el entonces asesor de Seguridad Nacional, John Bolton, como una de las figuras más prominentes de la movida. Legendario halcón de la política exterior norteamericana, Bolton se había pronunciado abiertamente por un “cambio de régimen” en Caracas.
Resultado del injerencismo de Washington, y de su papel tutelar sobre el sistema interamericano, en aquella ocasión se activó el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR). El 23 de septiembre de 2019, la Organización de los Estados Americanos (OEA), por medio de la resolución de su Consejo Permanente N° 1.137 (2.245/19) —y a petición del entonces presidente de la Asamblea Nacional venezolana, Juan Guaidó, autoproclamado “Presidente encargado”, una figura inverosímil aceptada por la OEA—, votó por poner en marcha el TIAR. Dicha jugada fue interpretada, en su momento, como un paso decisivo para legitimar una eventual acción militar multilateral contra el gobierno de Maduro.
Aquella estratagema, aunque generó un fraudulento marco legal regional para propiciar una intervención militar del Comando Sur, finalmente no culminó en una acción armada, quedando como un instrumento más de la diplomacia coercitiva de Washington sobre Caracas.
El papel de Caracas en la “primera periferia”
En la mirada de Russell, los Estados Unidos han trazado “fronteras anti-oposición” [5] en la América Latina del Norte extendida, apuntando a contrarrestar la oposición de países como Cuba y Venezuela. La capacidad de resistencia de estas naciones ha llevado a Washington a intervenir en ellas de manera indirecta, pero continua, apelando al financiamiento de fuerzas de oposición interna, operaciones de inteligencia, apoyo a gobiernos o coaliciones de países opuestos a esos proyectos políticos, y diversas sanciones diplomáticas y económicas.
La preocupación central de Washington con respecto a Caracas, como exhiben las declaraciones de la portavoz Leavitt, deriva de la relación que se le atribuye con el crimen transnacional. También inquietan, advierte Russell en su investigación, los vínculos estratégicos establecidos con Beijing y Moscú para sostenerse en el poder, lo que a su vez abriría las puertas a una mayor proyección de estas dos potencias en la primera periferia.
Finalmente, es útil recordar el peso que ha tenido el Caribe sudamericano en el largo historial de intervenciones militares estadounidenses. Como se desarrolla en la citada pesquisa, del centenar de intervenciones realizadas entre fines del siglo XVIII y el presente, solo una decena tuvo lugar en América del Sur, si se exceptúa a Colombia y Venezuela. Por su parte, estos dos países dan cuenta de 11 de las 91 intervenciones restantes de los Estados Unidos en América Latina [6].
El Cono Sur y la Argentina en foco
El Comando Sur de los Estados Unidos desempeña un papel central en la estrategia de seguridad regional de Washington en América del Sur, situación que quedó a las claras durante la reciente visita del almirante Alvin Holsey a la Argentina. Entre el 19 y el 21 de agosto, Holsey participó en la Conferencia Sudamericana de Defensa (SOUTHDEC) en Buenos Aires, su segundo viaje al país en el año, donde su principal mensaje fue una alerta sobre la creciente influencia de China en la región.
Desde la perspectiva de Holsey, China busca “exportar su modelo autoritario”, “extraer recursos” y establecer “infraestructura de doble uso” que podría “proyectar poder, interrumpir el comercio y desafiar la soberanía” de las naciones e incluso la neutralidad de la Antártida. El jefe del Comando Sur, junto con otros funcionarios como Roosevelt Ditlevson, subsecretario de Defensa para Asuntos Hemisféricos, hizo un llamado a la “acción colectiva” y a una mayor cooperación militar para enfrentar estas “amenazas híbridas”. Ditlevson, por su parte, afirmó: “Las empresas chinas capturan tierra, capturan infraestructura crítica y sectores estratégicos como la energía y las comunicaciones. China controla la inteligencia militar y las instalaciones espaciales en todo este hemisferio y amenaza puntos de acceso marítimo críticos”.
Las afirmaciones de los funcionarios estadounidenses no hacen más que ratificar la preocupación por la “penetración” china en la subregión, lo que hemos retratado en una nota previa, en la que reprodujimos fragmentos del testimonio de Holsey ante el Comité de Servicios Armados del Senado de los Estados Unidos el 13 de febrero de 2025. En aquella comparecencia, el aviador naval con asiento en Miami dejó muy en claro, además, que la Argentina viene haciendo los deberes esperados:
- “La Argentina está trabajando para establecer un centro regional de intercambio de información y cooperación para combatir las drogas”.
- “El año pasado, nuestra asistencia desempeñó un papel fundamental en la adquisición argentina de 24 aviones F-16 a Dinamarca, con la aprobación de un paquete de mantenimiento de 941 millones de dólares por parte de Estados Unidos. Esta inversión (…) resultó esencial para evitar que China se integrara aún más en el aparato militar de un socio clave”.
En el último caso, se refería al éxito de Holsey, y de su antecesora Laura Richardson, en frustrar la adquisición por parte de la Argentina de los aviones de combate multirrol de origen chino-pakistaní JF-17 Thunder Block, los que constituían la mejor opción a los efectos de eludir el veto británico —apoyado por Washington— para la compra de repuestos y armamento para las Fuerzas Armadas argentinas. Hasta el neoliberalismo de López Murphy, en la voz de su candidato a senador Juan Paleo, ha expresado el error que significó subordinarse a Washington y comprar los Lockheed Martin F-16.
Ante este panorama, la colaboración militar con el Pentágono se intensifica a través de ejercicios como el Atlantic Dagger 2026, programado para febrero del próximo año, que implicará operaciones complejas de fuerzas especiales en el cada vez más estratégico Atlántico Sur, incluyendo ejercitaciones de interceptación marítima en la isla de los Estados (Tierra del Fuego). También se destaca la participación argentina en Fuerzas Comando 2025 en El Salvador, una competencia impulsada por el Comando de Operaciones Especiales Sur (SOCSOUTH) —la unidad de élite del Comando Sur encargada de planificar y ejecutar misiones especiales en la región—; y la firma de un memorando de entendimiento para fortalecer la cooperación bilateral en operaciones especiales.
Frente a la desmesura y la lógica pro-consular del gobierno de Trump —que ha expresado sin ambages su secretario de Defensa, Peter Hegseth, cuando refirió a la región como su “patio trasero”—, Beijing ha respondido con la cordura de una diplomacia profesional: “China expresa su fuerte descontento y categórico rechazo a los ataques maliciosos propagados en las últimas horas por el jefe del Comando Sur de Estados Unidos y otros funcionarios de ese país (…) Ignoran la aspiración de los países de la región por la paz, el desarrollo y la estabilidad; y promueven el juego de suma cero propio de la mentalidad de la Guerra Fría (…) Estados Unidos considera a América Latina y el Caribe su ‘patio trasero’, recurriendo con frecuencia a la imposición arbitraria de aranceles, deportaciones violentas, despliegue de tropas, vigilancia y espionaje. ¿Cuál de estas medidas no constituye una interferencia en el comercio y un desafío directo a la soberanía nacional de los países de la región?”
El Cono Sur en la “segunda periferia”
Los Estados Unidos perciben al Cono Sur de América Latina, que incluye a la Argentina, Brasil y Chile, como una “periferia penetrada”. Este concepto denota, según Russell, la presencia no deseada y creciente de un actor rival extra-regional y el fuerte impacto de esa presencia en un área históricamente subordinada al predominio estadounidense.
A diferencia de la “América Latina del Norte extendida”, donde las “periferias turbulentas” (inestabilidad interna, crimen organizado, oposición a Washington) son el principal motor de interés de seguridad para la Casa Blanca, la inclusión del Cono Sur en el radar de defensa y seguridad estadounidense se debe principalmente a la dinámica de penetración extra-regional de Beijing. Esta preocupación se instaló como factor central para Washington a partir de la segunda mitad del decenio de 2010, coincidiendo con el deslizamiento de la relación sino-norteamericana hacia una rivalidad sistémica [7].
Puesto de otro modo: si bien la presencia de China en la primera década del siglo XXI generaba inquietud, Washington la consideraba mayormente impulsada por intereses económicos y energéticos. A partir de 2017, esta percepción mutó sensiblemente, pasando Washington a calificar a la República Popular como un “Estado competidor que busca erosionar la seguridad y prosperidad de Estados Unidos”.
Al finalizar el primer gobierno de Trump, el general Mark A. Milley, jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas, al poner en funciones a la ex comandante del Comando Sur, la generala Laura Richardson, puso las cosas negro sobre blanco: “Este hemisferio nos pertenece a nosotros y a nadie más, y estamos hombro contra hombro en esta causa común para proteger a nuestro hemisferio de cualquier amenaza internacional”.
Estas instrucciones del general Milley son una verdad revelada para los “colaboradores periféricos” de la Cancillería y el ministerio de Defensa del gobierno argentino a cargo del otro Milei, el experto argentino en “crecimiento económico con o sin dinero”.
Dos siglos (y un poco más) igual
El intervencionismo de los Estados Unidos en la región desde fines del siglo XVIII –inicialmente desplegado en México, América Central y el Caribe y luego proyectado al resto del continente– no ha dejado nunca de ser un rasgo estructural de la política exterior de Washington, si bien en ciertas etapas (aquellas que coinciden con lo que Paul Kennedy llamó “sobreextensión imperial”) ha perdido preeminencia y centralidad.
Ni siquiera los países más australes se han visto exentos de esta larga tradición injerencista. Así lo prueba el ataque a la Argentina en 1831, cuando el USS Lexington, una goleta de guerra estadounidense, atacó y destruyó las instalaciones argentinas en Puerto Soledad, previo a la usurpación colonial de Gran Bretaña en 1833. Ya en el siglo XX, cabe recordar el papel que los Estados Unidos desempeñaron en el golpe militar que depuso al Presidente brasileño João Goulart en 1964, una operación (Brother Sam) en la que jugaron un papel relevante la CIA y el apoyo logístico del Pentágono. Por su parte, Chile experimentó el intervencionismo norteamericano desde los tiempos de su guerra civil (1891), pero sin dudas la memoria colectiva ha quedado fijada en el rol clave de Washington —tal como lo reflejan los registros desclasificados de las conversaciones entre Nixon y su consejero de Seguridad Nacional, Henry Kissinger— en el derrocamiento del Presidente socialista Salvador Allende en 1973.
La actual proyección simultánea del músculo militar del Pentágono sobre el Caribe sudamericano y sobre el Atlántico Sur, que hemos intentado reflejar en este artículo, se da en un contexto en el que el gobierno de Trump promueve un renovado abordaje geopolítico que, mientras resetea por completo la globalización económico-financiera, combina retracción global [8] con un fuerte intervencionismo regional. Nada nuevo bajo el sol.
Parafraseando al gran León (al de Cañada Cosquín, no al gatito mimoso de la Suizo-Argentina): “Soberbia y mentiras / Medallas de oro y plata / Contra esperanza / [Dos] siglos igual / En esta parte de la tierra”.
* Luciano Anzelini es doctor en Ciencias Sociales (UBA) y profesor de Relaciones Internacionales (UBA-UNSAM-UNQ-UTDT).
[1] El concepto es una adaptación del término “fronteras turbulentas” de Galbraith, John S. 1960. “The ‘Turbulent Frontier’ as a Factor in British Expansion”. Comparative Studies in Society and History, vol. 2, nº 2: 150-168.
[2] Se trata de una línea de trabajo desarrollada desde los tempranos 2000, que tuvo en el Proyecto MEI-Ford “Crisis del Estado, Gobernabilidad Internacional y Seguridad” (coordinado por Mónica Hirst en la UTDT a partir de 2005) un apoyo fundamental. El autor de esta nota fue becario de investigación en dicho proyecto; y escribió su tesis de maestría bajo la supervisión de Roberto Russell. Los conceptos centrales que recoge esta nota se encuentran desplegados en dos textos de Russell (en coautoría con Fabián Calle): “Estados Unidos y América Latina: fuentes periféricas de la expansión del poder estadounidense” (2009); y “Periferias turbulentas y penetradas: su papel en la expansión de los intereses de seguridad de Estados Unidos en América Latina (2022).
[3] Se trata de un sistema de combate naval integrado desarrollado por la División de Misiles y Radares de la RCA Corporation, actualmente producido por Lockheed Martin.
[4] La Francia de Macron, alineada como nunca a Washington, replica —con lo que le queda de reflejo imperial— las políticas de Trump en el archipiélago de Guadalupe, su territorio de ultramar en el Caribe, desplegando dos brigadas náuticas en la lucha contra el narcotráfico.
[5] Según la descripción de Russell: “La frontera antioposición se erige para hacer frente a la resistencia de un Estado hostil que integra el área de influencia del centro con el propósito de aislarlo o combatirlo y, en última instancia, de producir un cambio de régimen que sea favorable a los intereses de seguridad metropolitanos” (Russell y Calle. 2022. Op. cit., p. 171).
[6] Ibídem, p. 172.
[7] Ibídem, p. 181.
[8] Acciones militares preventivas como las del pasado 21 de junio en las instalaciones nucleares de Fordo, Natanz e Isfahan (Irán) nos obligan a relativizar el más extendido empleo del término “aislacionismo”.
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