Tsunami y oportunidad

Derrota inesperada, conflicto estratégico y relanzamiento del Frente de Todxs

 

El Frente de Todxs no logró instituir pilares alternativos de economía popular capaces de limitar las capacidades oligopólicas de los responsables de las marcaciones de precios. Sea por la pandemia o por falta de decisión, no logró diferenciarse de manera significativa –y explícita– de las consecuencias que dejó el desastre cambiemita. No le brindó suficiente apoyo a los productores de las cooperativas populares ni se diversificaron los espacios de comercialización capaces de circunscribir o limitar al supermercadismo. No se modificó la cadena que articula la producción y la distribución con el consumo, que permitiría pesificar los bienes básicos con la moneda nacional, superando la costumbre de dolarizar los beneficios de la comercialización de bienes básicos. Las grandes mayorías no dependen (en forma directa e inmediata) del dólar para su sobrevivencia, su alimentación o para el acceso a los servicios públicos.

La agenda quedó contenida en un doble imperativo abonado ad extremis por la derecha local y su órgano de difusión orgánica, la trifecta mediática que impuso la resolución de la problemática de la deuda y la restricción externa como sus principales ejes de debate. Ne se propuso alternativizar dicha estrategia de pinzas con los variados e imperecederos preceptos de Aldo Ferrer, expuestos en Vivir con lo nuestro. Si en plena pandemia una nación se auto percibe como deficitaria (en término de dólares), la conclusión obligada supondrá el empoderamiento automático de los rentistas, que manejan a sus anchas la exportación cómoda, primarizada y extractivista. Por el contrario, si se apuesta a la expo como el resultado de los saldos exportables, la percepción se modifica, produciéndose otro debate público.

Las políticas económicas que benefician a las grandes mayorías son reprobadas por quienes buscan asegurar la continuidad de sus beneficios. Se podrá disimular esa contradicción. Quizás, incluso, podrán hacerla menos evidente. Pero en épocas de crisis –léase de pandemia– aparece como imposible gestionar esta divergencia estructural sin escenificar aquello que se ha dado en llamar grieta o polarización. Quizás puedan encontrarse intersticios consensuados a futuro, pero en la urgencia de la situación actual eso aparece como ingenuo e inverosímil.

Ante este contexto, se consolidó la creencia de que confrontar con los sectores concentrados implicaba intensificar la grieta, situación responsable –afirmaban– de la derrota de 2015. El resultado es que se buscó eludir, de forma explícita, todo señalamiento sobre los responsables de profundizar las políticas primarizadoras, financiaristas y fugadoras. Solo en algunos casos esas políticas se personalizaron en la figura de Mauricio Macri. Pero no se llegaron a plantear en términos de contrastación epocal ni de identificación sistémica con las políticas que siguen sosteniendo sus referentes larretistas actuales.

En la historia política argentina, la pérdida de referencia de paralaje tiende a diluir la propia identidad y a limitar la capacidad de adscripción a un proyecto. ¿Existe la posibilidad de recibir el aval de las grandes mayorías sin que estas perciban respuestas concretas a sus angustias? No. ¿Es posible brindar soluciones a esos colectivos, sin confrontar? No. La ilusión que sobrevoló el año y medio previo a las PASO es que existía un voto cautivo (popular), memorioso del desastre macrista, y que para alcanzar un triunfo en los comicios alcanzaba con arañar una fracción de Corea del medio: por alcanzar una potencial suma exigua se perdió, momentáneamente, una porción de la base de sustentación histórica de cualquier proyecto nacional y popular. Estos hechos parecieran evidenciar que sólo la diferenciación explícita, matizada con cierta indocilidad, es merecedora del voto popular.

La derecha en su conjunto obtuvo un porcentaje algo superior al obtenido en las PASO del 2019. Los cambiemitas sumados a los payasescos ultraliberales de Javier Milei sobrepasaron por muy poco los guarismos alcanzados en esa última contienda electoral. El voto del domingo 12 –y sobre el ausentismo– se explica a partir de la privación de la esperanza, el agotamiento pandémico, el miedo al contagio y el desdibujamiento de la identidad. Si en plena pandemia el equilibrio fiscal se instituyó como prioritario, parece imposible que las identificaciones políticas populares fluyan hacia el redil que los desdeña.

Aunque se pretenda eludir el conflicto de fondo, esta sigue siendo la Argentina que puja por franquear la desigualdad neoliberal instaurada mediante la desaparición de 30 mil compañerxs. Es la misma geografía que resistió al menemismo, al delarruísmo y al macrismo. El forzamiento que pretende expresar el centro político en el mismo momento en que se abandona territorio propio, es pasible de ser leído como desamparo. El manual del militante advierte que primero debe asegurarse aquello que es contiguo –su familia política–, antes de dirigirse a la conquista de lo limítrofe. ¿Como podrían las grandes mayorías asociarse a una representación, a un voto determinado, si perciben que no son su foco o su motor?

 

El centro esquivo

 

Alberto Fernández y Horacio Rodríguez Larreta. Puentes rotos y centros ocupados

 

 

 

El FdT está en tensión en esta dicotomía, y Cristina Fernández de Kirchner expuso ese conflicto en su carta. En este debate no solo se visibilizan las prioridades, sino que se trasuntan las orientaciones estratégicas del vínculo posible con el electorado. Quienes sostienen la primera tesitura (el centro es lo relevante: todo converge hacia ese embudo) olvidan que en ese viaje se pierde identidad diferencial. En forma paralela, en su tránsito hacia el centro –lo que hoy prioriza el larretismo macrista– la derecha podrá desatender una fracción (vía Milei); pero, medida en términos demográficos, es infinitamente menor a lo que descuidaría el FdT.

Si el proyecto popular vira hacia el centro, se difumina el fuego de la esperanza que reclaman los sectores populares. Esta bifurcación no es sólo cualitativa y política. Es, por sobre todo, cuantitativa. De un lado (hacia la derecha), el neoliberalismo se arriesga a perder un 10 % del electorado en las PASO, que recuperaría en una contienda presidencial de 2023. Del otro, en la esquina de las grandes mayorías, lo que se pierde es nada menos que el fuego de la movilización, algo asimilable a la cuarta parte de los votantes populares.

Todas las veces que los sectores populares percibieron, a lo largo del último siglo, que sus intereses eran defendidos por referentes políticos valientes, terminaron validándolos con su voto. Eso sucedió con Hipólito Irigoyen, Juan Domingo Perón, Néstor Kirchner y con Cristina Fernández (CFK). En todos esos casos –de forma interpósita en el caso de Néstor– se los reeligió bajo la demanda de dos únicas apelaciones de fidelidad: (a) la evidencia de un compromiso con sus intereses y (b) claridad explícita de saber contra quién peleaban.

Nunca los encuestadores estuvieron tan lejos de los números finales de una elección. No solo fallaron los relevamientos preelectorales de las PASO sino que también fueron errados las encuestas a boca de urna del mismo día de la elección. Esta evidencia ratifica que el relevamiento no puede depender únicamente de los encuestadores. En primer término porque los efectos de las políticas no pueden evaluarse a través de lo que se responde ante una entrevista.

En los estudios de opinión pública se asume que –en el marco de una disposición que se denomina tensión de encuesta– los entrevistados pueden llegar a adulterar, tergiversar la respuesta, o simplemente contestar aquello que consideran que es lo esperable, lo que pretende escuchar el encuestador. A pesar de las repetidas evidencias, analistas y legos se han habituado a relevar la realidad electoral a través de encuestas o entrevistas cualitativas que prometen captar –sin seguimiento diacrónico– las opciones electorales.

Este desatino se profundiza cuando se espera que los entrevistados evalúen de forma inmediata las medidas gubernamentales. Esta rutina tecnocrática ha terminado de imponer un hábito especulativo –de corto alcance– que insiste en detectar tendencias en lapsos fugaces. La consecuencia (no necesariamente buscada) produce una vacilación permanente y un sometimiento del propio proyecto político a la medición de un rating del minuto a minuto. Para comprender la orientación del electorado, es más útil indagar en lo que se identifica como cambios en el humor social, que en la situación crítica de la pandemia supone interrogarse por lo estructural, computado en términos de guarismos de inflación, desocupación, pobreza, carencia alimentaria e indigencia, más que en opciones comiciales obtenidas por fuera de esa lógica.

Desde hace medio siglo, se verifica que las adscripciones políticas son un poco más volubles de lo que eran hace medio siglo: las PASO volvieron a constatar esa flexibilidad relativa de unas identidades que se transforman en identificaciones. Como tales son más flexibles. Y esa plasticidad tiene su correlato en las redes sociales, territorio de conformación de variadas tribus, donde se legitiman las segmentaciones de públicos, en gran parte desatendidos por las agencias de comunicación gubernamental y las organizaciones políticas populares.

A este proceso se lo conoce en las ciencias sociales como estallido de lo social, que se suma a la instalación sistemática de la antipolítica, amplificada por las propaladoras corporativas, mediante dos prácticas yuxtapuestas y simultaneas: la farandulización –que convierte el debate de ideas en escándalos y apelaciones ad-hominem varios–, y la homologación de todxs los partícipes (sean activistas, vedetes, militantes o youtubers) en un amasijo compacto, agrupado en una única casta política. El secreto de la despolitización es que pretende convencer a una porción de la sociedad acerca de la inutilidad de la participación. Dado que las grandes mayorías son atravesadas, también, por ambos influjos, el efecto en su despolitización es más alarmante, dada su considerable incidencia demográfica.

El eje de toda construcción política es la aplicación consecuente de un proyecto diferenciado respecto a un opositor y/o un antagonista. Si no se percibe ese diferencial, todo parece como confuso, enredado e incomprensible. Ese diferencial no solo se debe aplicar, sino que debe transmitirse (comunicarse) de forma análoga y coherente con el proyecto encarnado. No se puede licuar la propia historia tratando de apaciguar un debate público que está sostenido sobre las bases de la continuidad cultural que instaló el neoliberalismo.

Medidas e imagen

Magnetto, Saguier y la trifecta.

 

 

Además de no ejecutar el presupuesto –tal cual lo consignó CFK en su carta del 16 de septiembre–, se comunicó de forma coherente la orientación que se dispuso. Desde el inicio se solicitó a los jefes de las áreas comunicacionales que no había que hacer olas, que no había que polarizar, que no había que confrontar. Se creyó, ingenuamente, que esa tesitura garantizaba una conformación menor y/o que se podrían afianzar apoyos por fuera del kirchnerismo. Mientras las derecha azuzaba, el perfil del gobierno se refugiaba en la mesura y el tendido de puentes con los mismos que se habían encargado de hacerlos estallar desde 2008. Las buenas maneras, lejos de originar consensos, fueron leídas por la oposición, además, como una muestra de debilidad.

La imagen del gobierno quedó endeble. Relanzarlo de cara a noviembre –y sobre todo al 2023– exige evidencias de cambio de rumbo y también actores que lo expresen. Ese énfasis reclama, además, una adecuación con la conflictividad de la etapa: todo lo que se haga a favor de las grandes mayorías sufrirá la oposición manifiesta de los poderes concentrados. Y ese escenario no es transitable sin fuerza social popular organizada, capaz de defender en las calles las medidas indispensables.

El cambio de rumbo exige asumir la ineludible confrontación con los sectores oligárquicos, atrincherados en los poderes fácticos, que se presentan como si fueran suprapolíticos. La pugna implica dos escenarios superpuestos: el estructural (que exige derivar recursos desde el 10 % de la sociedad, que acumula más del 50 % de los recursos, hacia el 90 % restante) y el simbólico -comunicacional. En ambos territorios, los grupos privilegiados resistirán. Su oposición es a todo intento de democratizar la riqueza, la renta o la propiedad. Y el FdT (no solo el gobierno) deberá contar con una batería de soportes discursivos atentos a enfrentarse a las usinas propagandísticas del neoliberalismo. Una de las primeras medidas, relacionadas con el equilibrio de fuerzas, deberá limitar (o cortar) la pauta a los dispositivos mediáticos para liman con insistencia al gobierno popular.

La trifecta no puede financiarse con dineros públicos: quienes recaudan mayores montos de publicidad privada (que son justamente las corporaciones que integran este tridente) deben deducir esos montos de lo que reciben del Estado. En forma paralela, el gobierno podrá derivar esas sumas a medios comunitarios, locales, alternativos, de los movimientos sociales y sindicales.

En 2009, luego de la ofensiva producida por las oligarquías agroexportadoras, se produjo la derrota electoral de junio. Tres meses después, CFK impulsó la Asignación Universal por Hijo por decreto, una batería de medidas orientadas a la inclusión social de vastos sectores postergados. En 2011 volvió a ganar con el 54 % de los votos, luego de persuadir a los sectores populares con que nadie iba a defender sus derechos tal como ella.

Una gran parte de los desocupados, frustrados, cansados, empobrecidos y castigados por la inflación y el desempleo volverán a votar por el FdT si perciben una referencia audaz para torcer la deriva crítica que suscitaron las dos pandemias, la macrista y la del COVID. El tercio del electorado que no fue a votar podrá ilusionarse nuevamente con un destino de esperanza, si percibe un vuelco a favor de sus intereses y necesidades.

Raúl Scalabrini Ortiz escribió, en 1931, una apelación de tono estructuralista para referirse a los grandes movimientos sociales que se agitan, a veces, en forma imperceptible: “El pueblo escucha, mira, coteja y continúa en silencio su tráfico habitual. El pueblo tiene esos desplantes de gran señor, porque la conciencia del pueblo sabe adónde va aunque lo ignore cada uno de los individuos que lo componen.” Solo hay que percibir esos movimiento de placas tectónicas que se sacuden, muchas veces de forma imprevista, con el objeto de encontrar una posición acorde a su buscada inclinación.

 

 

Raúl Scalabrini Ortiz

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