Un ajedrez entre gigantes

El Mercosur ante el maridaje contencioso entre China y Estados Unidos

 

La agudización del proteccionismo estadounidense con Donald Trump da cuenta de que ha empezado una nueva época para el capitalismo, como consecuencia de los efectos de la gran crisis mundial de 2008, de una magnitud todavía no bien dimensionada.

La Segunda Guerra Mundial dio lugar al capitalismo integrado en un mundo dividido. La Alemania nazi fue vencida por la alianza encabezada por Estados Unidos más la URSS, que fue desde su inicio una guerra larvada. El capitalismo de Occidente terminó venciendo al desarrollo más rápido del sistema soviético, que para alcanzar esa velocidad se tuvo que conformar como un capitalismo de Estado, menos avanzado tecnológicamente. La derrota de la URSS llegó en 1990, con su desaparición. No porque el capitalismo fuera superior a un socialismo que nadie vio, sino porque el capitalismo tenía más capacidad para extraer trabajo y convertirlo en capital productivo, pese a que desde mediados de los años ’70 la acumulación productiva retrocedía en favor de la acumulación financiera.

El Partido Comunista Chino (PCCh) aprendió la lección. Al mismo tiempo que se debilitaba el capitalismo productivo y se consolidaba el capital financiero en Occidente, entendió que la derrota soviética tenía que ver con el aislamiento y con la burocracia que podía generar el capitalismo de Estado. La integración al capitalismo mundial posibilitaba más desarrollo productivo justo cuando el mayor peso del capital financiero impedía aprovechar sus ventajas porque la rentabilidad del capital se debilitaba con el desarrollo provocando la tendencia a la caída de la tasa de ganancia.

Por eso el capital huye hacia las colocaciones financieras. Pero a largo plazo requiere una revolución industrial con mayor contenido tecnológico (una serie de innovaciones continuadas en el tiempo) para recuperar la capacidad de generar ganancias. El capital financiero es esencial para adelantar el crédito necesario para la expansión del capital productivo, pero cuando lo excede abrumadoramente baja la productividad y el crecimiento, se vuelve irreal porque el dominio completo del mercado termina generando un valor ficticio en detrimento del capital productivo y, sobre todo, del salario, que remunera el trabajo que realmente crea valor.

China ocupó el lugar del capital productivo. Y para hacerlo apeló a su recurso más abundante: la mano de obra creadora de valor. Lo pudo hacer porque el capital productivo no estaba en manos privadas sino de un Estado que se proponía crecer, y a gran velocidad. El PBI chino se duplica cada 10/12 años, después de pasar de 1 billón de dólares en 1998 a una proyección de 12,8 billones en 2018 y el salario se triplicó en diez años. Su ahorro es cercano al 50% del ingreso y alimenta su capacidad de inversión directa en el exterior, mayoritariamente productiva, que va a alcanzar en menos de diez años a casi la tercera parte de la inversión directa mundial.

China había aprendido la lección soviética. En vez de dejar al capital estatal enteramente en manos de la burocracia, impulsó el capital privado creativo bajo su dominio. Aunque éste alcanzara un nivel elevado, no podía independizarse del Estado, y si lograba hacerlo, estaba condenado a soportar la ofensiva del capital mundial globalizado con predominio estadounidense apoyado en su política militar. Por eso la derivación al capital financiero en China fue importante pero no se impuso. El Estado lo impidió. Los bancos están mayoritariamente en manos estatales y su objetivo primordial es el crecimiento. El endeudamiento es interno y en su moneda.

Cuando el capital integrado se hace global no sólo se vuelve proporcionalmente más financiero, sino que se diluye su nacionalidad. Este fue un rasgo importante desde los años ’80 y sobre todo de los ’90. Sólo mantienen su importancia los estados (nacionales o regionales, como la Unión Europea) capaces de sostener las monedas mundiales en que se expresan y valorizan los capitales y que controlan los refugios fiscales en que se liberan de las cargas impositivas y de las regulaciones estatales. La financierización del capital avanza en esa dirección, que es la que predominaba hasta hace muy poco y que expresaban Obama y los partidos demócrata y republicano en Estados Unidos. Pese a esta tendencia a la mundialización, los estados fuertes —Estados Unidos, la Unión Europea (y a través de ella Alemania) y Japón— defienden más sus monedas y para eso son más competitivos en la mundialización y apelan cada vez más al proteccionismo.

Datos

China va en la misma dirección, pero con una gran diferencia: se mundializa como expresión del predominio de un capitalismo de Estado, que puede alcanzar la mayor producción nacional en el mundo por el propio peso del capital productivo estatal, del capital privado asociado o controlado por el Estado, pero no bajo el dominio del capital privado.

Con Trump, Estados Unidos pone un límite a la mundialización empujada por el capital privado para concentrar la producción y las finanzas en Estados Unidos y detener así su retroceso. La posición que conquistó en la inmediata posguerra se fue relativizando primero frente a Alemania y Japón y últimamente no sólo frente a China, sino también a los países emergentes, que se volvieron determinantes del crecimiento mundial.

Trump frena esa tendencia pero Estados Unidos ya no puede hacerlo solo, porque no está en condiciones de determinar que todo el capital privado estadounidense le responda, porque producen en otro lado con salarios e impuestos más bajos. Para invertir la tendencia y ser nuevamente receptor de capital apela a la gran transformación: significativa baja de impuestos, mayores preferencias para la radicación local del capital y una renovada inversión en infraestructura. Para afirmar este cambio. se propone alcanzar una cierta recuperación en los salarios y en el empleo. En este sentido es populista. Su reposicionamiento mundial le requiere conquistar apoyo mediante la mejora del empleo y los salarios.

El populismo reparte el ingreso dentro del capitalismo con apoyos y objetivos diferentes, según el caso. En América Latina tuvo una base campesina y obrera, como en México a través del PRI, en Bolivia con el MNR, en Brasil inicialmente con el varguismo y en la Argentina en la clase obrera sin tradición creada por la industrialización de posguerra que se afirmó con el peronismo. Los partidos marxistas que se pretenden obreros fulminan al populismo porque diluye esa identidad que hasta ahora sólo se manifestó en forma teórica. Los capitalistas y los partidos capitalistas fulminan al populismo porque el reparto de ingresos eleva los salarios, disminuye la capacidad competitiva y eleva los impuestos. China no es un estado obrero. Es oficialmente una República Popular, un populismo de nuevo cuño. La cuestión es hacia dónde va.

El populismo de Trump —que no tiene nada que ver con el populismo chino ni tampoco se parece a ningún populismo — es insuficiente para que el predominio financiero se debilite en favor del capital productivo y así aumentar el empleo y el nivel de actividad en Estados Unidos. Sólo puede lograrlo con el concurso del capital productivo chino. Por eso Trump fue a China el 6 y 7 de abril de 2017 a pedir a Xi Jinping que China invierta capital en Estados Unidos y también que le compre alimentos y energía. Por su parte China, en una situación mundial tan diferente a la fase expansiva de principios de siglo que culminó en la crisis de 2008, tiene que apuntar a la revolución industrial en la manufactura tecnológica y tampoco lo puede hacer sola: necesita el concurso de Estados Unidos. Eso explica su parte en el acuerdo de abril.

El establishment estadounidense ha pegado un giro y se vuelca a un mayor apoyo a Trump mientras éste parece perder respaldo popular. Mientras, compensa el acuerdo de abril con China con una política más agresivamente derechista, sobre todo en Medio Oriente, con el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel.

En ese sentido, la situación se puede comparar con la Segunda Guerra Mundial. La Alemania nazi atacó a la URSS para ganar la guerra en Europa y conseguir un acuerdo con Estados Unidos. La victoria soviética de Stalingrado dio vuelta las cosas. La victoria aliada en Europa pasó a ser inseparable de la ofensiva soviética sobre Alemania y, de hecho, Estados Unidos y la URSS quedaron en el mismo frente. Era una coincidencia profundamente divergente. La Guerra Fría preparó la derrota soviética con el desarrollo de Europa y Japón y un capitalismo integrado que tuvo un desarrollo más fuerte que una URSS que corría desde un punto de partida más bajo y con una burocracia de creatividad limitada.

La de abril de 2017 fue otra coincidencia divergente, ahora entre Estados Unidos y China. La guerra tiene un frente económico y el objetivo es el desarrollo de la revolución industrial en la manufactura de punta. La inversión productiva china en Estados Unidos, sumada a la reforma fiscal estadounidense, puede estimular la repatriación de beneficios de ese origen en China y obliga a Trump a rebajar el impuesto a las ganancias a las empresas extranjeras para que permanezcan en el país.

No es todo. La inversión privada china que vaya a Estados Unidos ya no necesitará del Estado para defenderse de Estados Unidos. Si esta tendencia se refuerza, puede implicar un mayor peso del capitalismo privado en China, lo que podría apuntar a otro final en la misma dirección que el que tuvo la Segunda Guerra Mundial.

En ese caso, el capital productivo va a quedar dominado por el capital financiero, como ya lo insinuó la caída de las punto com en 2001 y la expansión del parasitismo de la colocación financiera con el desempleo, el retroceso del salario y la definitiva fragmentación de los sindicatos, de la fuerza de trabajo y del hundimiento de una gran parte de la clase media. Fortalecido por sus ganancias en Estados Unidos, el capital privado chino volverá a casa para condicionar al Estado como no pudo hacerlo hasta ahora. Claro que el Estado chino lo va a resistir, insistiendo en orientarlo hacia la consolidación del capital productivo. El camino de China va a estar centrado en la Ruta de la Seda, con un Mercosur sólo incorporado como proveedor, incapaz de capitalizar esa situación en su provecho.

Queda claro que el cambio hacia una revolución industrial es el fortalecimiento de una manufactura de alta tecnología y una apuesta decisiva hacia el desarrollo educacional y científico-tecnológico. En el Mercosur, implicaría el reforzamiento del vínculo productivo de autonomía regional entre Argentina y Brasil, imprescindible para el abastecimiento alimentario, energético y mineral de China y del Asia circundante.

La inserción estratégica de largo plazo de Cambiemos va en el sentido de la consolidación del vínculo comercial como exportador de productos primarios del agro, al que se le agrega el petróleo y el gas shale y la minería, pero desintegrando el componente industrial esencial para que el beneficio de la nueva revolución industrial empuje el desarrollo de un sector de alta tecnología controlado por la región. Brasil se orienta en el mismo sentido, si bien con distinta perspectiva para su burguesía industrial. Lo que falta es una dirección estratégica que en los dos países pretenda hacer del Mercosur una región mundial autónoma para integrarse al mundo con la ventaja de que esa conexión indispensable no quede bajo la forma de una renta financiera ajena incapaz de capitalizar a la región.

 

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