Un cuento chino

Una laguna en la memoria colectiva occidental sobre la Segunda Guerra

China celebró el 80º aniversario del fin de la guerra que le costó 35 millones de vidas.

 

Esta semana finalizó la conmemoración de los hechos más relevantes relacionados con el fin de la llamada Segunda Guerra Mundial. Había comenzado el 9 de mayo pasado, cuando Moscú recordó el 80º aniversario del Día de la Victoria: la rendición del ejército nazi, victoria de la entonces Unión Soviética sobre Alemania, que significó el fin de la guerra en Europa o la Gran Guerra Patria, como fue nombrada en la URSS. Mientras tanto, Rusia –que ha expresado “profunda decepción y preocupación” por el involucramiento de la Argentina en la guerra que mantiene con la OTAN– continúa afianzando su rol de potencia global, proceso que ya no discuten ni los medios europeos anti-rusos.

El 6 y el 9 de agosto últimos se recordaron los bombardeos atómicos a Hiroshima y Nagasaki que, según Estados Unidos, determinaron el fin de la guerra.

El pasado miércoles 3 de septiembre, en Pekín, China celebró el 80º aniversario de la victoria en la Guerra de Resistencia del Pueblo Chino contra la Agresión Japonesa y en la Guerra Mundial Antifascista, que representa el fin de la Segunda Guerra Mundial para China. Tres días antes, el 31 de agosto, con la inauguración de la cumbre de la Organización para la Cooperación de Shanghai (OCS) en la moderna ciudad china de Tianjin, se dio un paso más en el desarrollo de un nuevo orden internacional multipolar. Las evidencias muestran que China –que, con variada contribución de los gobiernos argentinos desde 2016, ha elegido a Brasil como principal socio en América latina, ahora también como proveedor de carne– se ha convertido en el centro geopolítico y económico en esa búsqueda de redistribución global de poder.

Defensores de la paz sostienen que la celebración en Pekín ofrecía una oportunidad para que las potencias reflexionaran sobre los horrores de la Segunda Guerra Mundial, una iniciativa alineada con la intención de la Carta de las Naciones Unidas, y oportuna en momentos de alta tensión mundial. Sin embargo, la respuesta del Presidente Donald Trump a la invitación de China y la negativa de los embajadores de los gobiernos europeos a asistir, manifestando preocupaciones por una supuesta ofensa a Japón y cuestionando la presencia rusa, sugieren otros problemas. La evocación china plantea una pregunta tan importante como incómoda: ¿se ha comprendido en plenitud el alcance global de semejante contienda, o se ha permitido que capítulos centrales se desvanezcan en la obscuridad?

El impresionante aparato cultural norteamericano tuvo un éxito rotundo al contar la historia de la primera mitad del siglo XX en función de los intereses estratégicos del capitalismo representados por esa potencia, en particular en ocultar en su extensa zona de influencia acontecimientos fundamentales como los referidos triunfos de la URSS sobre Alemania y de China sobre Japón.

La laguna en la memoria colectiva occidental sobre la Segunda Guerra es ostensible. La guerra se denomina Mundial pero se ha omitido el rol de un vencedor aliado clave: China ha sido sistemáticamente ignorada. El país asiático entró muy tempranamente en esta etapa del conflicto, en 1931, no en 1939, y se mantuvo hasta la rendición de Japón en 1945 –la guerra interimperialista se inició en 1914 y terminó en 1945–; durante 14 años sufrió aproximadamente 35 millones de bajas y contuvo a un millón de soldados japoneses, lo que permitió a la URSS y a Estados Unidos concentrarse en otros frentes. Líderes como Roosevelt, Churchill y Stalin reconocieron el papel crucial de China en el desenlace de 1945. Entonces, ¿por qué la contribución de este cuarto aliado se ignora y se esconde con narrativas con eje en el norte occidental?

Una de las (sin)razones de este silencio consiste en que los hechos ocurridos en Asia en el marco de la Segunda Guerra Mundial ponen en evidencia una verdad que avergüenza: los relatos occidentales, amplificados por la industria hollywoodense del cine y los medios de comunicación masiva, han exaltado ciertas historias y ocultado otras; los perpetradores han sido rehabilitados y las víctimas retratadas como villanos, invariable impostura norteamericana que implica la valoración de ciertas vidas por encima de otras: las víctimas chinas han recibido escaso reconocimiento internacional, su sufrimiento ha sido eclipsado por la narrativa de redención japonesa de posguerra; es la misma hipocresía de indignaciones selectivas que dibuja el discurso sionista sobre el genocidio en Gaza y muestra lágrimas por Ucrania. Los jefes políticos europeos, moldeados por legados colonialistas presentados como “misiones civilizadoras”, son cómplices principales, incluso contra el interés de sus países: Estados Unidos inició una guerra comercial con China –en condiciones que conviene conocer– mientras asegura que China es “autoritaria y beligerante”, afirmación que choca de frente con la historia antifascista de China y su compromiso moderno con la paz global.

Así como Rusia preserva con uñas y dientes la memoria de sus sacrificios en la Segunda Guerra Mundial, China exige reconocimiento por los suyos. Su resistencia al militarismo japonés sigue siendo una saga en gran medida desconocida porque no ha sido contada. Si corremos el velo, descubrimos atrocidades que desafiaron cualquier límite, como la Masacre de Nanjing de 1937, durante la cual fueron asesinados 300.000 civiles y se cometieron violaciones masivas; o los experimentos químicos y biológicos de la Unidad 731 con prisioneros, niños incluidos, tan atroces que impresionaron incluso a observadores nazis: los enviados alemanes instaron a Berlín a controlar a Tokio, mientras que los registros japoneses documentaron meticulosamente sus brutales acciones. Desde entonces, valientes historiadores japoneses han expuesto estas barbaridades, pero siguen siendo marginales en el discurso global.

 

Cadáveres a lo largo del río Qinhuai, durante la Masacre de Nanjing, en 1937. Foto: Moriyasu Murase. Wikimedia.

 

 

Se ha impuesto la idea de que las tragedias de Hiroshima y Nagasaki definieron la finalización de la Segunda Guerra; por supuesto que este holocausto debe ser recordado, como hemos destacado aquí. No obstante, y sin perjuicio de preservar ese recuerdo, es imprescindible señalar uno de los serios problemas que afectan a la región: la Constitución de Japón –todavía vigente– promulgada en 1947 durante la ocupación norteamericana bajo la jefatura del general Douglas MacArthur, en el marco de una paz impuesta, se centró menos en la armonía que en asegurar una posición dominante de Estados Unidos en el Indopacífico, y hoy Japón se arma bajo el paraguas nuclear estadounidense, para “contrarrestar la amenaza china”; un giro en el relato histórico tan funcional como engañoso. En este contexto, sin embargo, hay que destacar la presencia del ex Primer Ministro de Japón, Yukio Hatoyama, en el desfile militar en Pekín, que habla de la capacidad de convocatoria del Presidente chino Xi Jinping, pero también de que un acercamiento entre los dos históricos rivales es posible.

La conmemoración es una rotunda refutación del monopolio noroccidental de la memoria sobre esa etapa de la guerra interimperialista. Como afirma el profesor de la Universidad Tecnológica de Queensland e investigador del Instituto Taihe de Pekín, Warwick Powell: “Durante ocho décadas, Occidente ha reescrito la Segunda Guerra Mundial como una victoria estadounidense y europea, desplazando a China a un segundo plano. La conmemoración de China de este año desafía esa amnesia, reivindicando el papel del país como fuerza central en la derrota del fascismo”.

Lo dicho hasta aquí muestra que la máxima “los vencedores escriben la historia” no se cumple en este caso: China, un claro vencedor, se ha visto impedida de mostrar su coraje, sacrificios y contribuciones y, como si fuera poco, el discurso noroccidental la presenta como una amenaza. El país de la Gran Muralla, miembro fundador de la ONU, fue el primer país en firmar la Carta de las Naciones Unidas y rechaza el relato impuesto por Estados Unidos, país considerado en vastas zonas asiáticas un “recién llegado a la guerra” que sufrió los menores daños. Justamente, la actuación china en la Segunda Guerra impulsa su misión moderna: “Erradicar la pobreza, cooperar con el Sur Global, construir infraestructura en todo el planeta y defender la paz y un futuro compartido para la humanidad”.

La exhibición militar del pasado miércoles implica un mensaje: China está lista y decidida a prevenir un nuevo conflicto en la región, aviso disuasorio dirigido especialmente a Estados Unidos en relación con la situación de Taiwán. Pekín respeta su pasado, es consciente de los peligros presentes y propone una coexistencia pacífica para el futuro: en estos tiempos violentos, la memoria por sí sola no basta, la lucha contra las inhumanidades que vemos a diario exigen que relacionemos estos puntos históricos ciegos con sus ecos actuales.

 

 

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