Un cura de verdad

El rol del presidente de la Iglesia católica argentina durante la dictadura cívico-militar

 

—Si no nos dicen dónde está el cura, sus hijos son boleta.

—El padre Víctor aparece o desaparece esta nena preciosa que tenés.

Era octubre de 1975 en una Córdoba intervenida desde hacía año y medio y asolada por la represión orquestada por el jefe del Tercer Cuerpo de Ejército, Luciano Benjamín Menéndez. A esa altura, la parroquia de Villa El Libertador había sufrido once allanamientos y el secuestro de un seminarista, obligado bajo tortura a firmar la confesión de que el cura Víctor Acha pertenecía a Montoneros y guardaba armas. El arzobispo Raúl Primatesta y un pariente ya le habían advertido que figuraba en una lista de personas que serían asesinadas, entre ellas la familia de Mariano Pujadas, masacrada en agosto por el Comando Libertadores de América. Acha empezó a cuidarse y pernoctar en otras casas del barrio, pero se negaba a dejar esa comunidad atravesada por carencias y conflictos. Recién cuando las amenazas se orientaron contra su secretaria y una familia amiga se resignó a irse.

—Fue la decisión más dura que tomé en mi vida –recordó en una entrevista para la investigación de Horacio Verbitsky sobre la historia política de la Iglesia Católica argentina.

El lunes 31 de agosto, Víctor Saulo Acha tuvo un accidente en la autopista Córdoba-Carlos Paz y dos días después falleció en una clínica de la ciudad turística serrana. Tenía 80 años, era un sobreviviente del terrorismo de Estado y un protagonista de la historia.

Militante de Acción Católica en los años '50, entró al Seminario Mayor en 1960, cuando el influjo renovador del Concilio Vaticano II hacía crujir las estructuras de la Iglesia cordobesa. Ordenado el 14 de septiembre de 1968, fue uno de los curas tercermundistas que trabajaban por la mañana y ejercían el sacerdocio por la tarde. Destinado a Villa El Libertador, se puso al frente de las luchas por agua y vivienda y la defensa de los Centros de Educación de Adultos amenazados por el onganiato.

Allí conoció a los militantes cristianos y del peronismo revolucionario Luis Miguel “Vitín” Baronetto y su esposa Marta González, fusilada con otros cinco presos políticos el 11 de octubre de 1976, cuando ambos estaban en la prisión dictatorial. También a las hermanas Juana del Carmen y Viviana Avendaño, del Partido Revolucionario de los Trabajadores, una desaparecida y la otra presa política.

Convertida la parroquia en blanco de la represión, en enero del '75 el mismo cura fue víctima de una brutal golpiza en un allanamiento. Con el Arzobispo ausente por vacaciones, su obispo auxiliar Cándido Rubiolo denunció públicamente el atropello y se quejó al interventor Raúl Lacabanne: “Esto ha ido demasiado lejos, han torturado a un sacerdote”. Primatesta interrumpió sus vacaciones y junto con la Intervención emitió un comunicado: “Su excelencia reverendísima, el Arzobispo, y el señor brigadier Raúl Lacabanne, declaran que las relaciones del Gobierno y la Iglesia en Córdoba son absolutamente normales y cordiales”.

“De esa frase no me olvido nunca, es textual. Lo desautorizó al obispo auxiliar, me mandó a la mierda a mí y sacó ese comunicado. De todas las agresiones que me puede haber hecho Primatesta, es la única que me quedó como una herida sin remedio”, dijo Acha en aquel diálogo.

Empujado por las amenazas a su comunidad, en octubre dejó la parroquia, se escondió un tiempo en Buenos Aires y en febrero del '76 se exilió en Colombia con una beca de estudio en un instituto del Consejo Episcopal Latinoamericano. Enterado de la desaparición de los jesuitas Orlando Yorio y Francisco Jalics y los asesinatos de los curas Palotinos, los de Chamical y el obispo de La Rioja Enrique Angelelli, quien había sido su director en el Seminario de Córdoba, Acha volvió a la Argentina en diciembre del '76.

“Con Víctor sobrevivimos sin noticias mutuas en los tiempos más duros del terrorismo de Estado –escribió Vitín Baronetto por estos días–. Volví a tenerlas cuando se rompió la incomunicación carcelaria en 1977 (…) Sin revelar su destino en junio de 1976 le hizo llegar una carta a mi madre, interesándose por nuestra situación: ‘Haber hecho este alto, hasta ahora me ha servido para reafirmar más y más ‘todas’ las convicciones que tengo y que me han motivado para trabajar como lo hice hasta hoy’. Víctor no aguantó el exilio y se volvió al país. Primatesta le hizo saber que el general Menéndez no le daba garantías de vida; y se quedó de incógnito en una parroquia del gran Buenos Aires que lo cobijó”.

En 1981 fue designado en la parroquia San José de Villa Carlos Paz, en 2001 en la de Fátima en Cosquín y en 2006 reemplazó a Guillermo “Quito” Mariani –otro referente del tercermundismo– en Nuestra Señora del Valle, conocida como La Cripta. Allí lo acompañó el laico Daniel García Carranza, uno de aquellos seminaristas de La Salette secuestrados con el cura estadounidense James Weeks y torturados en el campo de La Perla, salvados gracias a la denuncia de la monja Joan McCarthy ante la diplomacia de Estados Unidos. Para García Carranza, Acha fue “un visionario y un verdadero pastor. Encarnó la imagen de Jesús más que cualquier otro cura que he conocido”.

El 12 de agosto de 2014, Acha atestiguó en la Megacausa La Perla sobre el secuestro del seminarista Gervasio Mecca, la represión a la comunidad de Villa El Libertador y la complicidad de la Iglesia con la dictadura. Al preguntarle los fiscales por quien además de Arzobispo de Córdoba era por entonces la máxima autoridad de la Iglesia en la Argentina, confirmó: “Primatesta nunca dejó de enterarse de las violaciones a los derechos humanos”.

 

 

“El peronismo no era como lo pintaban el gorilismo y la Iglesia”

Lo que sigue es una selección del testimonio de Víctor Acha, recabado en 2007 en La Cripta, como parte de la investigación para los cuatro tomos de la Historia política de la Iglesia Católica de Horacio Verbitsky.

“En el '55, a los jóvenes nos habían embalado en el Cristo Vence. El Movimiento Católico de Juventudes y los curas que después fueron revolucionarios también estaban en eso. En el tiempo del Seminario, empezamos a tener una postura más crítica y descubrir que el peronismo no era tan nefasto como lo pintaban todo el gorilismo reaccionario y la Iglesia, sino que tenía muchos valores. Y después de entrar en contacto con las cartas de Perón desde la resistencia, caemos a vivir en barrio Comercial y Villa El Libertador, donde las únicas no peronistas eran las ratas. Ahí raramente había algún radical o demócrata. En Libertador, al ver que ‘este cura labura para vivir, no cobra en la Iglesia, está todo el día atendiendo, se vincula con los problemas y está a la cabeza de los líos del barrio, porque no hay luz, ni teléfono, ni ómnibus, ni pavimento, ni agua…’, la gente me vinculó al peronismo de la resistencia. Así fui redescubriendo muchas cosas en la visión política que podía haber tenido antes, cuando era un joven de clase media burguesa con pensamientos como los de la Acción Católica”.

“Desde las parroquias y vicarías de sectores pobres, se armó el Movimiento de Comunidades de Córdoba. No le llamamos Comunidades de Base porque Primatesta no quería que se usara ese nombre. Estaban las de Bella Vista, Talleres, Comercial, Libertador, Santa Isabel, Los Plátanos… En julio del '71, le pedimos al Arzobispo que nos ayudase con el drama de la gente que no podía vivir por el alto costo de la vida y las carencias de trabajo, y que recibiese a las comunidades en el Arzobispado para una jornada de oración. Él dijo que sí y allá fuimos, pero lo hicimos a nuestro estilo: mientras rezábamos adentro, colgamos pancartas de los balcones. Estábamos en eso cuando lo llaman a Primatesta para preguntarle qué pasaba con el Arzobispado... y él les dijo: ‘Son gente de las comunidades que están aquí reunidas’. No pasaron diez minutos y había un tanque de guerra apuntando al Arzobispado y veinte carros del Ejército y la Policía. Y se armó el lío... Primatesta lo recibe en el pasillo de entrada al que estaba a cargo. Le dicen: ‘Abra o volteamos las puertas, tenemos que llevar a toda esa gente’. El obispo les pide: ‘Voy a hablar con la gente, retírense por favor’. Los deja afuera, nos llama a los curas y dice: “Yo no entrego a la gente, si los van a llevar, yo voy”. Y el vicario de la diócesis, Felipe D’Antona, intercede: ‘No, usted no puede ir. De todos modos, no lo van a llevar preso, así que es inútil que diga que viene. Además, para qué va a ir allá, negocie’. ‘Pero está apuntando el tanque para acá y van a tirar’. Entonces, D’Antona propone: ‘Al Arzobispo no lo van a llevar detenido, pero yo sí voy con la gente y que conste expresamente que llevan al Vicario General’. La gente dice: ‘Vamos, el objetivo se ha cumplido’. Nos cargaron en los celulares y nos llevaron al Cabildo a todos los curas, laicos y D’Antona también. Eso después se llamó ‘Toma del Arzobispado’”.

“La última vez que allanaron la parroquia, en enero del '75, me golpearon malamente. Revisaban todo, iban para acá, iban para allá... En un momento me dejan en un rincón y dicen: ‘¡La cara contra la pared y las manos en alto!’ Y un tipo me entra a dar culatazos en la cintura y la espalda, para que declare dónde están las armas –siempre la misma historia– y qué tengo que ver con los Montoneros, qué grado tengo dentro del Ejército Montonero y esas preguntas. Me golpeaba y otro me pateaba, yo no los podía ver porque estaba contra la pared. Quedé descompuesto porque me golpeaban en los riñones y los pulmones. Cuando reaccioné, no había nadie, ni la cara les vi a los tipos”.

“A mí en todo esto me ayudó Primatesta, como lo ayudó al Quito Mariani cuando tuvo problemas. Es como que a ese nivel ya él protegía, pero habiendo sacado del medio el ‘cáncer’. ‘A esta bolita de cáncer la cuido para que no se pierda, pero la saco de donde estaba’.

—Eso de que Primatesta no permitió que le mataran ningún cura, ¿fue así?

—Así fue, como te cuento este caso. Pero me podrían haber matado, porque si me encontraban cuando me fueron a buscar a esas familias..

“(En Colombia) estaba desesperado. ‘¿Qué hago acá? Están matando a toda la gente en Argentina y yo acá disfrutando. Me tengo que volver’. Con el Arzobispo nos escribíamos en clave: yo era un amigo que le daba datos de un profesor amigo suyo, un invento que habíamos hecho por si se interceptaba alguna carta. Entonces teníamos palabras claves. Tampoco las mandaba al Arzobispado, sino a una dirección donde mi padre las recogía y se las llevaba. En una de esas cartas me dice que busque algún lugar donde quedarme en Colombia, que él me iba a dar todas las credenciales y recomendaciones para que yo fuera bien recibido en cualquier diócesis, pero que no podía volver a la Argentina. Cuando me escribió eso, fui y saqué el pasaje para volverme”.

“Cuando uno es muy joven, es felizmente loco. Después ya no hace las cosas locas que son válidas (se ríe). Cuando llegué de vuelta, el Ejército había llenado el aeropuerto de Ezeiza. Mis padres, pobres inocentes, creían que estaba todo el Ejército esperándome a mí. Imaginate lo que habrán sufrido estos dos pobres viejos ante esa expectativa, porque el vuelo llegó demorado varias horas. No sé qué estaban buscando. Bajamos del avión, nos hicieron pasar, nos sellaron el pasaporte sin mirarlo y sin revisarnos las valijas, y salimos. Yo entré de milagro al país”.

 

 

 

 

 

 

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