Un debate pendiente

La Corte Suprema acumula un poder político y económico jamás visto desde 1853

 

Más allá del eventual fallo de la Corte Suprema sobre el Consejo de la Magistratura y lo que significaría en intervención en decisiones políticas, sigue pendiente un debate sobre el Poder Judicial de la Nación en general y la Corte en particular, y su relación con la política.

El Poder Judicial de la Nación abarca los tribunales federales de todo el país, los de “derecho común” no federal (civil, comercial, penal y laboral) con asiento en la Ciudad de Buenos Aires y la Corte Suprema. También al famoso Comodoro Py, pero lo excluyo de estas reflexiones por sus particularidades.

Propongo un repaso de temas, y hacer un poco de memoria.

 

 

Cambios sin debate democrático

Empecemos por un tema del día a día. Existe cierto desorden normativo y de gestión que puede atribuirse a alguna confusión sobre quién es responsable de fijar las normas, y a la innovación del procedimiento digital, agudizada por los efectos de la pandemia, que modificó la práctica de jueces y abogados y, de hecho, los códigos procesales.

El procedimiento escrito, en papel, con “presencialidad” obligatoria y diálogo un tanto informal –pero fructífero– entre partes, abogados y funcionarios judiciales, devino es un proceso donde no existe el papel, es imposible el diálogo y, a veces, hasta la consulta del expediente que, reitero, no existe físicamente (y cuando “se cae el sistema”, ni en la nube).

Durante años el paradigma de la modernidad era la inmediación. Hoy es la antítesis: la virtualidad.

¿Puede un juez estudiar un expediente complejo leyendo miles de páginas en una pantalla? La digitalización suena a futuro, pero no creo que conlleve mejor servicio de Justicia, al menos del modo en que se lo está aplicando.

¿No estaremos creando una ficción de proceso, y sin intervención del órgano legislativo?

Acá aparece el dato político: las normas reglamentarias del debido proceso son modificadas por los jueces sin intervención del Congreso. Puede invocarse una ley muy general, que conlleva en el mejor de los supuestos una delegación legislativa de discutible constitucionalidad.

La modificación de las reglas procesales debe ser precedida de un debate democrático, donde se exprese un plan, se escuchen todas las voces y decidan los legisladores. Caso contrario, caeremos en la advertencia de Montesquieu, básica para la división de funciones: el que hace la regla, no la aplica.

Lo descrito se agudiza porque el Poder Judicial es de las pocas instituciones que aún actúa como si rigiera el Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio (ASPO). Los medios de transporte, los estadios de fútbol, etc. funcionan casi con normalidad. Pero los tribunales de la Nación continúan sin atención abierta a partes y abogados. Sólo con turno, y todo el proceso es virtual.

¿Es aceptable que un Poder del Estado haya modificado su funcionamiento sin un debate democrático ni una decisión política clara que lo establezca? ¿Es razonable que siga funcionando como en ASPO? ¿Son decisiones que deben adoptar los jueces por sí y ante sí? Creo que no.

 

 

¿Quién propone?

Lo descrito permite formular la pregunta más general: ¿quién es responsable por presentar la agenda y proponer programas?

No me refiero a “mesas judiciales” ni a políticas partidarias, sino a un Congreso que establezca objetivos de gestión, dicte normas de organización y procesales, y un Ejecutivo y un Consejo de la Magistratura que las apliquen.

El punto remite a los modelos de Poder Judicial y a la relación entre jueces y políticos. No es abstracto. Sugiero hacer un poco de memoria para entender a qué me refiero.

 

 

El incumplimiento del Pacto de Olivos

Hasta los ‘90 no había dudas de que la planificación correspondía al Congreso y al Ejecutivo. La gestión de Menem, la conformación de una Corte parcial e imputada de corrupción y el nacimiento de Comodoro Py tal como hoy conocemos, produjeron un fuerte debate sobre la administración del servicio de Justicia.

El rechazo a la influencia del Ejecutivo (algunos intelectuales hasta proponían la eliminación del Ministerio de Justicia conceptualizándolo de anti-republicano) y la actitud de “gobierno” de la Corte acaparando áreas administrativas ajenas a la función jurisdiccional (es decir dictar sentencias), alentado por una ley y un discurso de autonomía económica del Poder Judicial, hicieron que, al negociar el Pacto de Olivos, Alfonsín incluyera como puntos la “renovación de la Corte” y la creación del Consejo de la Magistratura.

El primer objetivo era disolver o amenguar la mayoría automática mediante el reemplazo de dos de esos jueces por juristas ajenos al menemismo.

El segundo era que el Consejo de la Magistratura reemplazara a la Corte como administrador, fuente de los reglamentos y gestor político del Poder Judicial. Así, se volvería a la Corte que sólo dicta sentencias y no administra. Sobre esto el consenso era casi absoluto.

Hubo dos renuncias. El radicalismo logró la designación de Gustavo Bossert, un civilista que no satisfizo las expectativas políticas de su designación, especialmente al renunciar. Por el segundo cargo, según el radicalismo, Menem incumplió el acuerdo al designar a Guillermo López.

La ley que reguló el Consejo mantuvo el espíritu de la reforma, pero la institución real nunca se hizo cargo de las funciones constitucionales, sino que se limitó a ser un lugar de acuerdos y negociaciones para la designación y remoción de jueces, olvidando las otras funciones.

La función reglamentaria, política y administrativa jamás la ejerció. Lo siguió haciendo la Corte. Primero tímidamente, y luego con energía, aun en la segunda versión de la “mayoría automática”, post 1994. Esa Corte renovó críticas y su desprestigio fue creciendo junto con su poder administrativo.

 

 

Siglo XXI

Iniciado el siglo, la Corte fue renovada con la designación de Juan Carlos Maqueda por Eduardo Duhalde, y el juicio de remoción liderado sucesivamente por los diputados Sergio Acevedo y Ricardo Falú, concretado por la decisión política de Néstor y Cristina Kirchner con el apoyo de la UCR, el Frepaso, el ARI, etc. Renovar esa Corte fue política de Estado.

La breve y brillante gestión de Enrique Petracchi puso al Tribunal en un lugar de prestigio, desarmando doctrinas reaccionarias de los ’90 y acompañando el giro de Kirchner en la persecución de los delitos de lesa humanidad. Pero no tuvo apoyo político para continuar liderando.

Lo sucedió Ricardo Lorenzetti, quien con vocación de poder se constituyó en un líder corporativo del Poder Judicial y obtuvo concesiones del poder político hasta conformar un formidable poder administrativo.

Con la transferencia por decreto de Mauricio Macri de la oficina de escuchas (la que hace no mucho estaba en la ex SIDE), la Corte alcanzó el mayor cúmulo de poder político y económico. Pero perdió liderazgo en otros aspectos.

A lo dicho hay que sumar la constante delegación de facultades de decisión en temas políticos que, sistemáticamente, empresarios y políticos llevan a tribunales cuando debieran ser parte de una negociación política. El actual diferendo entre Santa Fe y el gobierno federal es un ejemplo entre tantos.

Este modelo de Corte poderosa por lo administrativo y económico no es el que más conviene a la Argentina. El que se acerca al ideal es el modelo presidido por Petracchi. El tema, necesariamente, debe ser objeto del debate democrático, y la definición o idea política debería estar presente en la nominación del juez que deba ocupar el cargo vacante.

Recapitulando, en 1994 el consenso casi unánime indicaba que la Corte sólo debía dictar sentencias. Terminando las primeras décadas del siglo XXI, sin ninguna duda, la acumulación de poder político y económico de la Corte y el Poder Judicial es ostensible. Jamás visto desde 1853. Y pese a que es un sector al que los últimos gobiernos peronistas identificaron críticamente.

El consenso y el programa de la Constitución de 1994 fracasó, al menos hasta hoy.

¿No es tiempo de que la política reflexione seriamente sobre este devenir?

 

 

 

¿Quién presenta la agenda?

El recuerdo histórico sirve para señalar que hoy no es claro quién debe establecer y conducir con propuestas concretas la agenda de debate sobre el Poder Judicial.

¿Debe ser el Congreso y el Ministerio de Justicia del Ejecutivo? Así corresponde constitucionalmente. Pero ¿habría consenso en reconocer en esos órganos la competencia, o no faltarían voces afirmando que no debe haber “influencia política”? Uno de los problemas de la negación de las facultades institucionales de los órganos electos por el voto popular en la regulación del servicio de justicia es la estimulación de las “mesas judiciales” semiclandestinas.

¿Tiene un rol el Consejo? También, pero recordé que nunca se conformó como una institución con funciones, sino como un lugar de negociaciones.

¿Y la Corte? Hoy no aparece como un órgano con programas de soluciones técnicas y políticas, independientemente de si es esa su función. (Personalmente creo que no la es, sin mengua de su competencia jurisdiccional si alguno de los temas es parte de un conflicto entre partes contenciosas que llega al tribunal.)

 

 

 

Poder Judicial de derecho común en CABA

En esta agenda es central la reformulación de qué es “interés federal” en la aplicación del “derecho común” en la Ciudad de Buenos Aires. Y cuál es el modo equilibrado, sin afectar los intereses políticos y aun corporativos de los jueces, de ir transfiriendo a la Ciudad competencias irrelevantes para la Nación, y repensar las relevantes (por ejemplo, cumplir la Constitución federalizando los concursos y quiebras).

Este punto no puede quedar limitado al debate entre los tribunales de Ciudad y la Legislatura porteña contra las cámaras nacionales, con la Corte como árbitro.

Es un tema de clara competencia del Congreso de la Nación.

Adquiere especial trascendencias si la Corte anula la reforma del Consejo de 2006, porque en el estamento de los jueces una proporción relevante corresponde a magistrados que resuelven controversias donde no hay interés federal, pero integran el cuerpo electoral para conformar ese órgano federal.

 

 

Qué juez a la Corte

Finalizo con otro tema actual. La definición de esa persona supone una concepción de la Justicia y de cuáles son las funciones de la Corte.

No creo que lo mejor sea comenzar el debate por el género. De suyo, ante cuatro varones, si es mujer, mejor. Tampoco por la especialidad en derecho común, que es un clásico: ¿penalista? ¿civilista? Error: la función de la Corte no es intervenir en temas de derecho común. Sólo lo hace cuando las sentencias que debe analizar son espantosas. Su función constitucional clásica es intervenir en temas de “derecho federal”. Esto –y muchas otras razones– me permiten reiterar por qué creo que la división en Salas de la Corte es inconstitucional, además de poco beneficiosa.

Volviendo a las funciones de la Corte, la pensada en el siglo XIX sigue vigente: como parte del Gobierno de la Nación, contribuir a la Unidad Nacional mediante el aseguramiento de la aplicación uniforme del derecho federal en todo el territorio. Nada menos. El derecho federal incluye los derechos fundamentales y la vigencia de la Constitución. De ahí también su competencia tan especial de ser el fuero de las provincias para dirimir sus controversias preservando la Unidad Nacional.

No me parece que sea función de la Corte –y menos esencial– administrar la oficina de escuchas, o una suerte de ahorro (“fondo anticíclico”) cuya finalidad nunca fue explicada.

Para ser breve, si tengo que dar un ejemplo como modelo, vuelvo a la figura de Petracchi. Con cuyas decisiones muchas veces se puede disentir. Pero sin dudas fue un juez culto, con sensibilidad política pero no parcialidad partidaria, honesto, con claro conocimiento de las funciones de la Corte, sus poderes y limitaciones. Con visión de respeto de la autonomía individual, de promover la equidad distributiva y otros valores progresistas. Entiendo que estos valores son relevantes para elegir a un juez, ya que sus creencias son parte de sus sentencias. Máxime ante una concepción de la Corte cada vez más aceptada, donde sus atribuciones políticas al dictar sentencia son mayores.[1]

Hay otros modelos. Algunos pueden creer que lo mejor es un jurista que acumule capacidad y prestigio académico o en el ejercicio de la abogacía.

Otros tal vez prefieran un político o alguien que exprese a cierto sector de la política. La postulación por algunos medios hace unos años de Miguel Pichetto iba en esa dirección. En el siglo XIX era normal que políticos con formación jurídica ingresaran a la Corte. Las propuestas de los gobernadores del norte, con matices, expresan una visión de este tipo.

Es bueno que el debate sea franco y abierto. Descreo de la visión del Derecho como una ciencia exacta, donde el jurista adecuado es el que reúne el consenso de sus pares, es decir, una élite que se autodefine como experta. Como si antes que seleccionar un funcionario, se pesaran currículums de academia y ejercicio profesional.

Opino que la Corte debe ampliarse. Fue un error reducirla a cinco miembros. El número se vincula a veces con la celeridad del trámite, pero no creo que influya. Siete o nueve miembros permiten mayor diversidad, y en la coyuntura ayuda a los pactos políticos necesarios para reunir los dos tercios del Senado. A la vez evita magistrados superpoderosos.

En su momento, más que reiterar la pregunta clásica al candidato sobre si va a pagar ganancias –tema que debería haber quedado saldado hace años por decisión del Congreso– la indagación sobre el perfil de la candidata (o candidato) debería incluir sus consideraciones sobre los temas que deberá tratar. No es razonable que se oculten las ideas por “riesgo a prejuzgar”. También sus consideraciones sobre la política general y sus valores sobre las relaciones sociales desde su visión constitucional. Y sobre el perfil de la Corte y el Poder Judicial. Esto es, su opinión sobre las reglas procesales que se dictan sin intervención del Congreso o si la Corte debe ser un superadministrador del Poder Judicial.

Evité los temas de la semana y, no obstante, parece haber muchos asuntos pendientes, demasiados para una sola nota.

 

 

 

[1] Punto con el que disiento, pero tiendo a resignarme.

 

 

 

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