Un día sin coronavirus

Los mexicanos del filme eran muchachas de la limpieza, flojos de papeles, cartoneros

 

Un buen (mal) día los habitantes de California toman conciencia de que ya no cuentan con la múltiple, práctica y económica mano de obra cercana que, desde siempre, y para resolver necesidades cotidianas, les aseguran latinos, negros, hispanoparlantes. Entonces, tienen la obligación de hacerse preguntas que casi nunca se hicieron. ¿Quién va a asear los baños? ¿Quién cambiará a los niños y los llevará a la escuela? ¿Quién acercará los alimentos de cada día? ¿Quién arreglará ese agujero en la pared? ¿Quién levantará la basura?

Ese es el inquietante y atrevido punto de partida de la película Un día sin mexicanos (Sergio Arau, 2004). En estos días en distintos medios nuestros escuché la preocupación de mujeres, y en especial de hombres (yo mismo, por ejemplo), acostumbrados a declinar las tareas del hogar en asistentes domésticas porque, por motivos imaginables, se habían tenido que hacer cargo de esas tareas. El aislamiento les había proyectado ante sus ojos una verdadera película de terror. Es que Un día sin mexicanos, que tanta repercusión tuvo en el Estado más poderoso de la Unión americana, bien podría haberse llamado Un día sin ecuatorianos, guatemaltecos, peruanos o argentinos. En la Argentina de estos tiempos, antes y después de la cuarentena el argumento podría haber girado en torno a los millones de habitantes del Conurbano que malviven de changas y otros trabajos precarios. Y que, a veces mejor, a veces peor, se ponen en contacto con nosotros para hacer cosas que nosotros jamás hacemos.

 

 

 

 

Unos años atrás, la plataforma Educ.ar, que con tanta vocación docente y pulcritud diseñaron desde sus gestiones Tristán Bauer, Daniel Filmus y Alberto Sileoni, y que con tanto resentimiento y saña el macrismo primero desfinanció y posteriormente ignoró, eligió a esa película mexicana como una de muchas realizaciones de diversos países capaces de acercar enseñanzas políticas, culturales y sociales. Esa actividad curricular tenía como propósito entre maestros y alumnos visibilizar aspectos de la realidad, hacerse y responderse preguntas y promover el debate. Afortunadamente, una de las cosas que más llamó la atención de los alumnos fue que reconocían aspectos habituales en su ciudad e incluso en sus vidas familiares. Los mexicanos de la película eran las muchachas de la limpieza, los flojos de papeles, los cartoneros.

Las novedosas costumbres que nos exige el traicionero virus que, por el momento, juega a las escondidas con el mundo entero, nos somete a que no menos de 30 veces al día nos lavemos las manos con agua y jabón y que, otras varias nos las restreguemos o rociemos con alcohol. El cálculo es, desde luego, arbitrario, pero fue hecho en base a que pasamos, por lo menos, 16 horas diarias activos y en los 8 restantes, salvo que soñemos, no hay enjuagues.

Recién cuando este terrorífico momento se supere podremos evaluar con seriedad qué hizo de nosotros el Covid-19. En el vademécum de patologías obsesivas compulsivas el lavarse las manos a repetición figura en un podio estelar. El tema de la obsesión por la higiene fue retratado como ritual simpático en la obra de teatro Toctoc, como fobia en la comedia Mejor imposible y como complejo conflicto de ansiedad en el drama El aviador. Tanto en la pieza de origen francés, su personaje Blanca, en la película protagonizada por Jack Nicholson como Melvin Udall y en la que Leonardo Di Caprio encarna al multimillonario Howard Hughes, los tres son seres aterrados por la contaminación y los gérmenes, así como por la cercanía de objetos y personas. Esa conducta, a la que los especialistas calificaron como “misofobia”, parece que tiene que ver –cuando no; la psicología es reiterativa en esto– con ciertos aprietes de la madre y con la dificultad de hacer caca. Ojalá que el coronavirus no nos convierta en émulos de estos personajes, a cuál más detestable.

 

 

 

 

Para eso, entre otras tantas cosas, sirven el cine y el teatro: para acercar el arte a la vida. Los personajes mencionados son prototipos, jamás ejemplos. Blanca anda por la vida huyendo de besos y de abrazos y chorreando de antibactericidas a cualquiera que intente pasar cerca de ella; Melvin higieniza picaportes, solo come con cubiertos propios y en el botiquín de su baño tiene una flota de jabones ordenados por marcas, tamaños y colores. El magnate pobre Hughes le saca sangre a sus manos y dedos de tanto lavarse. Ojalá que nada de esto nos salpique. Es probable que no: somos muchos –lamentablemente no todos – los argentinos que creemos en el efecto terapéutico de la frase Nadie se salva solo. Mientras tanto, de a poco y con fuerzas, vayamos pensando en estrenar nuestra propia película. Se va a llamar, seguro, Un día sin coronavirus.

 

 

 

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