Un Estado hacedor

Lejos de la cantinela del poder económico, sin Estado no hay innovación, acumulación ni empleo

 

Esta semana, desde la cuna del neoliberalismo, el Presidente norteamericano dejó en offside a la derecha local que, con un déjà vu de tiempos pasados, se viene expresando en el diario que le marca el camino cuando se trata de defender a capa y espada negocios extractivistas. La Vicepresidenta Cristina Fernández celebró el discurso del presidente Joe Biden, que pone de relieve la importancia de un Estado Hacedor. Sin embargo, en el Frente de Todos –FMI mediante– parecerían estar en pugna ciertas definiciones sobre el tipo de Estado que adoptaremos en la post pandemia.

“El peso del Estado: fuertes críticas y dudas por el efecto a largo plazo”, tituló el diario La Nación el pasado 3 de mayo. En la nota se consultaba a un puñado de economistas acerca del “avance del Estado sobre la actividad privada desde la llegada al poder de Alberto Fernández y Cristina Kirchner”. Así arrancó la semana. Mientras Biden defendía la sindicalización y la participación estatal en la economía, nuestros fenicios locales recibían letra con un bagaje teórico que parece oxidado e inutilizable en los tiempos que corren. Hernán Lacunza, nombrado en la nota como voz económica que consultan tanto Mauricio Macri como Horacio Rodríguez Larreta y María Eugenia Vidal, despachó: “el Gobierno tiene la lógica pre-pandemia y post-pandemia de tener más Estado”, y agregó que “le estás cargando el peso de tu Estado improductivo al sector privado”. No conformes, además, intentaron colarlo en una puja interna del Frente de Todos. “La discusión por las tarifas en realidad es la expresión de una disputa cada vez más pública sobre el modelo, entre la heterodoxia mercado-friendly que alienta Martín Guzmán o la heterodoxia dura que emana del kirchnerismo clásico”, decía el mismo diario.

Lo cierto es que hoy en la geopolítica mundial, entre los países que se disputan el reparto del mundo, queda claro que sin Estado no hay innovación, acumulación ni empleo. Incluso el bienestar, asociado a la distribución del ingreso, tiene en el Estado un gran protagonista. Los argumentos de la oposición política local, lejos de esto, se ordenan por el eje del neoliberalismo que la derecha viene ensayando hace muchos años: “el Estado es parasitario”. Bajo el concepto de que con un Estado mínimo todo sería mejor gobernó Macri.

Cuando Juntos por el Cambio tuvo su momento de gobierno sólo construyó un modelo económico extractivista y exportador de productos agropecuarios, bien condimentado por una fiesta financiera especulativa inmoral, un combo bastante miope para la geopolítica que ya se avizoraba entonces.

A pesar del fracaso, los representantes del poder económico local siguen con su cantinela demodé: “menos Estado para que haya más sector privado”. Sus artimañas discursivas enredan los oídos vociferando que de ese modo se gastaría menos, tendríamos impuestos más bajos, se crearía empleo y, en definitiva, llegaríamos al paraíso en el tren bala o el cohete de Menem, vaya uno a saber. El facilismo acusatorio agazapado bajo el término “populismo”, que según Macri es peor que el coronavirus y que engloba todos los fantasmas clasemedieros, viene enredando cuidados públicos, vacunas y libertades individuales en una argamasa en la cual los ingredientes huelen a humedad. En la Argentina, pero también en el resto del mundo, sobran evidencias de que ese Estado soñado por el neoliberalismo no le sirve a nadie. No parecería estar tan claro para el ministro que negocia la deuda, atento a las más que sugerencias de los acreedores.

Frente a ese discurso privatista y minimalista del Estado, que implica continuar hiriendo y ahogando a trabajadores y clases medias, no alcanza con esgrimir argumentos de contrapeso. El Estado regulador es una idea que elaboramos a partir de la filosofía y la economía política clásicas, con unos dos siglos de antigüedad a cuestas. Es la balanza que arman política y mercado. Hay allí cierta concepción de contrapesos. Ese modelo de balanza tan propio de una teoría del equilibrio es algo que todos debiéramos aventurarnos a revisar. Biden, por su parte, pareciera estar haciéndolo. Un “proyecto obrero para construir Estados Unidos”, se animó a decir. Planteó modernizar infraestructura: autopistas, calles, sistemas de transporte; invertir en tecnología de la información, vivienda, construcción y la industria de vehículos eléctricos. Pero fue más lejos. La agencia fiscal de Estados Unidos va a tomar “medidas enérgicas” contra “millonarios y billonarios que hagan trampa con los impuestos”. “La economía del derrame nunca ha funcionado”, sentenció desde la meca del Consenso de Washington.

Néstor Kirchner, que asumió el gobierno de un país destruido, se adelantó a Biden casi 18 años. A diferencia de hoy, sus tiempos políticos podían segmentarse. La urgencia social, “salir del infierno”, podía encararse primero, todo lo otro después. Pero entonces Internet estaba en la primera infancia y el futuro planetario estaba lejos de las urgencias actuales. No había pandemia ni calentamiento global amenazantes. Estados Unidos era clara potencia hegemónica y los experimentos de digitalización de las industrias estaban menos que en pañales. En la crisis del 2001, nosotros estábamos mal pero no el resto, que vivía en otra frecuencia. En cambio, Alberto Fernández, que hoy enfrenta otra herencia infernal del neoliberalismo criollo, mira para afuera y encuentra un mundo revuelto, un Walking Dead a escala global. Los cambios son tan grandes que China disputa la hegemonía mundial, y las economías más potentes debaten un después post-pandémico, con estrategias de cambios tecno-productivos que reordenarán las diversas sociedades y posiblemente todo el planeta. Hoy no tenemos por delante 20 años para ir viendo qué hacemos.

Por todo esto, hay algo no podemos perder de vista. Y es que parece ser ya un lugar común en tiempos de coronavirus que el Estado debe hacer más que “corregir, regular, atenuar las desviaciones y los excesos de los mercados”. Va quedando claro que debemos ubicarlo en un lugar más ambicioso, dejar de verlo como un simple limitante de la voracidad del sector privado. Esto implica pensar al Estado como un “Hacedor” activo que impulsa al conjunto de las fuerzas productivas.

Hoy hay que dar de comer y avanzar hacia el futuro, reconstruir y proyectarse. Tareas urgentes y simultáneas. El Estado debe recuperar su capítulo social protector, poner comida donde falta, garantizar camas para urgencias de Covid-19 a quien la precisa, con o sin prepaga, pero también debe acelerar una estrategia económica y tecno-productiva para lo cual, antes que nada, debe tenerla. El primer movimiento es cambiar el concepto de un Estado como el otro polo del sector privado, abandonar la versión excluyente de ser “cara social” del proceso tecno-productivo. El Estado Protector garantiza derechos, pero no debe anular su carácter Hacedor.

La historia avala este argumento. Tan sólo tomando el último medio siglo es evidente que las economías capitalistas desarrolladas no hubieran podido consolidar sus sectores privados competitivos sin el direccionamiento y la activa intervención de los Estados, que llevaron un rol central a la hora de impulsar direcciones estratégicas con posterior repercusión económica. Pensemos tan sólo en Internet. Nuestras vidas actuales son impensables sin la red, que no sólo nos atraviesa al utilizar el teléfono celular o los dispositivos computacionales sino que permitió avanzar hacia una digitalización revolucionaria del aparato productivo. Pues bien, Internet es el resultado de un proyecto que impulsó el Estado. Fue la decisión política estratégica del gobierno estadounidense, financiando a universidades, lo que permitió desarrollar los componentes básicos de lo que acabó siendo la web, tales como los protocolos de transmisión y transferencia de paquetes de datos.

Mucho más cerca aún chocamos con los desarrollos de las vacunas para controlar la expansión del Covid-19, que serían impensables sin la intervención de los Estados actuando como punta en innovación y desarrollo. Así sea que hablemos de Pfizer o de Sputnik V, de AstraZeneca o Sinopharm o Moderna. A propósito, esta última es resultado de la conjunción de científicos estatales y contribuyentes estadounidenses, que la financiaron casi en su totalidad mediante fondos públicos. Al punto que alguien llegó a llamarla “la vacuna del pueblo”. Comparte, junto a Pfizer, su tecnología basada en dos descubrimientos fundamentales que surgieron de la investigación financiada con fondos públicos: la proteína viral diseñada por los Institutos Nacionales de Salud y el concepto de modificación del ARN desarrollado por primera vez en la Universidad de Pennsylvania. El Estado del país que tanto admiran las élites locales es Hacedor, igual que el alemán, el ruso y el chino.

El carácter “hacedor” de un Estado se condiciona, como casi todo hoy día, por el poderío económico. Pero no deberíamos dejar de visualizar que hay otros elementos que son también puntales de una estrategia de innovación y desarrollo. Cuba, país pobre y asfixiado por el bloqueo económico más largo de la historia moderna, pudo desarrollar una vacuna contra el Covid-19, la Soberana 2, y hace unos 25 años el mundo entero quería contar en sus ofertas vacunatorias con la “vacuna cubana anti-meningocócica”. La Argentina misma fue otro ejemplo, desarrollando ARSAT bajo el “populismo”, que brinda servicios de transmisión de datos, telefonía y televisión por medio de infraestructura terrestre, aérea y espacial, tecnologías que exporta. El Estado Hacedor se nutre de ciencia. Cuando tiene plata la compra, como hacen los países poderosos, pero cuando no, la promueve y patrocina.

Nuestro país tiene vientos y sol suficientes para encarar la transformación de su matriz energética en clave amigable con el ambiente. Tiene litio, indispensable para un planeta que avanza hacia vehículos de transporte eléctricos. Tiene industria satelital, clave para las comunicaciones y la meteorología. Produce alimentos. Tiene potencial en el campo de la biotecnología. Y además hay un sistema científico y tecnológico que es indispensable para la innovación y el desarrollo basados en conocimiento. Allí están las claves del Estado Hacedor.

En breve nos llegará de la mano de los Derechos Especiales de Giro del FMI una suma superior a los 4.000 millones de dólares, que pueden utilizarse para pagar vencimientos al club de París o bien para permitirnos sumar, al talento, el capital inicial para crear empleo y estrategia de futuro basada en la innovación que el mundo post Covid-19 va a demandar.

Néstor Kirchner dijo: “vengo a proponerles un sueño”. Esperemos que las dudas dentro del Frente de Todos no nos impidan volver a soñar.

 

 

 

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