Un gran remedio para un gran mal

De la desmovilización forzada por el miedo a la alegría de salir a la calle y hacer música con otros

 

Siempre creí que estaba hecho para la soledad. Fui hijo único durante cinco años, no me vi compelido a compartir ni disputar nada; cuando llegaron mis hermanos, ya me consideraba autosuficiente. Lo que más me gustaba era hacer cosas que se hacían a solas. Leer. Dibujar. Escribir. Ver la tele. Odiaba las fiestas y las reuniones donde había demasiada gente. Cuando me obligaban a asistir a alguna, buscaba la biblioteca de la casa como misil teledirigido y elegía un libro como escudo. Como era miope y nadie se había enterado, no me llevaba bien con los deportes colectivos. (Literalmente, no veía un fulbo.) Para colmo, cuando tenía 11 años y asistía a un curso para entrar al Liceo Naval —locuras de crío, me ilusionaba navegar y aprender esgrima—, tuve una experiencia traumática que me arruinó para siempre. (O eso creí entonces.)

El subte me dejaba en Congreso y tenía que remontar Callao a pie, hacia Corrientes. Cuando llegué a la altura del hotel Savoy, descubrí que había un gentío que impedía el paso. Pregunté, o bien oí, a qué se debía la aglomeración. Acá se hospeda Perón, dijo alguien. Y todo el mundo miraba hacia el lobby, como si el General fuese a aparecer en cualquier momento a hacer la V de la victoria. Con la curiosidad propia de mis años, estiré el cogote para ver lo que los demás parecían estar viendo. Y entonces sentí que alguien me apoyaba desde atrás. Quise darme vuelta y descubrí que se trataba de un viejo, que me puso la mano en el hombro y me conminó a seguir mirando. Esperá, que ahí sale, dijo ambiguamente, como si estuviese al tanto del schedule de Perón. Mis nociones en materia sexual todavía eran difusas —tengan piedad, hablo de comienzos de los '70—, pero entendí que lo que ese perverso hijo de puta intentaba hacer estaba mal. Conseguí zafar de su garra e irme (no le quedó otra, si empezaba a gritar se le iba a pudrir el guiso), pero quedé escaldado. Durante muchos años creí que el incidente, que no le conté a nadie, explicaba constantes de mi vida entera.

La decisión de ya no dar el examen para el Liceo Naval. Mi fobia a las multitudes. La distancia profiláctica que puse entre mi persona y todo lo que oliese a peronismo.

 

 

La escena del crimen.

 

 

Fui todavía más tímido y más arisco. Desarrollé habilidades que me permitían serlo. Me fue bien desde joven, por prepotencia de trabajo, pero nunca fui un jugador de equipo. Más bien era de esos monstruitos que, si cazaba la pelota, hacía el gol (a esa altura de la faena ya usaba anteojos, así que podía ver a la distancia), pero siempre como resultado de una jugada individual. Tuve muchos amigos y amigas, pero nunca fui amiguero. No necesito juntarme regularmente, puedo pasar años sin verlos porque el universo se expande y ninguno avanza en la misma dirección ni a la misma velocidad; pero si la amistad que vivimos en su momento fue honesta, cuando me los cruzo percibo que el afecto sigue vivo. Mi vida social ya era magra antes de la pandemia: mis vocaciones, las tareas y mi familia nuclear me mantienen entretenido. Y algunos de mis rasgos originales no cambiaron mucho. A pesar de que hago micrófono en un par de radios, mis hijas y mi compañera no dejan de recordarme que hablo muy bajito: "para adentro", dicen. Como si en algún lugar de mi alma creyese todavía que la verdad debe circular clandestinamente, para no llegar a oídos de los delatores y los soldados del daño.

Esa fue una de las consecuencias colaterales de crecer en dictadura. Otra fue el tornar acendrada mi desconfianza de las multitudes, porque a la vejación del viejo perverso se sumó la amenaza de la violencia literal: bajo los milicos, toda reunión en espacios públicos era sospechosa por definición — juntarse era peligroso. Razón por la cual persistí en mi trayectoria individual, orbitando ocasionalmente, y siempre con discreción, en torno de contados astros. Pero no era porque los demás me chupasen un huevo, al contrario. Siempre tendí a proteger a los marginados de la clase, algunos de los cuales siguen siendo amigos históricos. Como por alguna razón que se me escapa nunca se me consideraba un freak —al menos, no del todo—, me relacionaba con la gente popular y con los despreciados al mismo tiempo, y contribuí a achicar las distancias entre ambos mundos más de una vez. Pero como mi secundaria era católica, creí que la inclinación a crear comunidad tenía raíces religiosas. Hasta que entendí que ese tipo de comunidad no veía bien el cuestionamiento, y mucho menos el disenso. Y volví a hacer la mía. Entre la obediencia ciega, vertical, y la libertad que deriva de la soledad, no había competencia posible.

No volví a sentirme parte de algo que me excediese hasta que descubrí a Los Redondos. A esa altura ya estaba trabajando, y podía argumentar que mi curiosidad era profesional. A comienzos de los '80 había un montón de bandas y solistas que valían la pena, pero Los Redondos eran únicos. En los demás conciertos, disfrutabas del show como si los artistas actuasen sólo para vos. Te sabías rodeado de gente, sí, pero no la registrabas ni te importaba. En cambio, Los Redondos no podían ser disfrutados de modo individual. No tocaban para vos, sino para toda esa manga de desangelados al mismo tiempo, a la que no podías ignorar porque te arrastraba con ella y te ponía a girar. Ver a otros artistas era como ir al teatro, delectación desde tu butaca. Ver a Los Redondos era como zambullirse en un samba sobrecargado de gente: estimulante y peligroso al mismo tiempo, lo cual, para el tipo criado en la soledad y el miedo, se parecía mucho a estar vivo de verdad por vez primera.

 

 

Los Redondos en La Esquina del Sol.

 

 

Una cosa había sido reírse con gente en el cine, como reacción ante el mismo chiste. O cantar con la masa, durante el acto escolar. O gritar con la turba de modo catártico, por razones extra-futbolísticas, durante el Mundial del '78. Esto de Los Redondos era de otra galaxia. Una potencia que siempre había estado ahí, pero insospechada: parte del empapelado del alma, que de repente se despegaba y se plegaba en geometrías insólitas y desarrollaba volumen, reclamaba lugar; porque tan importante como el hecho artístico que ocurría en el escenario era el placer que tenía lugar abajo, a ras del pueblo, cuando te abrías al disfrute de los otros y lo convertías en tuyo — en nuestro.

 

 

 

 

 

 

 

La más maravillosa música

Desde que descubrí a Los Redondos no dejé de buscar experiencias que repitiesen esa plenitud, la primera que carecía de gracia en soledad. Por el lado de la política no me fue bien. Tuve un discreto acercamiento con el peronismo, previo a las elecciones del '83. Cuando los alzamientos contra Alfonsín, fui parte de la masa que desbordó la Plaza para recordarle que lo apoyábamos hasta los que no lo habíamos votado; que contase con el poder físico, visible, mensurable de esa ciudadanía que estaba dispuesta a todo —y digo a todo— para no volver atrás. Pero negoció como si el poder popular no fuese una variable, saludó por las Pascuas, dijo la casa está en orden (no lo estaba) y nos desmovilizó. Me sentí tan sucio como cuando me tocó el viejo, una nueva experiencia traumática. Y sin embargo, seguí estudiando.

A esa altura ya había leído El 45 de Félix Luna y cuanto libro sobre Perón y el peronismo había caído en mis manos. Buscaba por el lado que era más natural a mi espíritu individualista: la biblioteca, el laboratorio. Pero eso era como estudiar las partituras de Mozart sin haberlo escuchado nunca: podía apreciar su belleza matemática, sin dejar de preguntarme cómo vibraría cada molécula del cuerpo cuando sonaba. Aunque la sed apremiaba, el oasis no aparecía. Seguía estando en una suerte de limbo, eran todos espejismos, repetición ad infinitum de mi destino futbolero: yo que era de River por mandato familiar, admiraba —envidiaba— ese fulgor que desprendían los boquenses cuando vivaban a su equipo. Otra vez mi naturaleza anfibia, que me facilitaba bascular entre populares y marginados, hinchar para un equipo y valorar sinceramente a su adversario más tradicional.

 

 

Los Redondos, o el sueño robertocarlístico del millón de amigos.

 

Durante los '90, cuando Los Redondos se convirtieron en fenómeno, creí entender al piberío que peregrinaba por el país para acompañarlos. Se trataba de otra generación, tan distinta de la mía como yo creía serlo de los cabecitas que se refrescaron los callos en la fuente. Pero su orfandad era parecida: gente joven sin representación política ni social, a quien no se le concedía posibilidad de ganarse la vida y prosperar y encima se la despreciaba por vaga y malentretenida, al mejor estilo Juan Moreira. Yo había contado con ventajas comparativas y por eso me las rebuscaba —no era mérito mío, cuando agitaron la bandera de largada me había tocado partir desde una fila competitiva, a diferencia del pelotón que se amuchaba al fondo—, pero su desamparo era una música que sí conocía, con la que mi cuerpo ya había resonado. Si algo tenía claro, era que durante un concierto de Los Redondos dejábamos de sentirnos solos. En ese magma las diferencias se disolvían y ya no había goma entre los de Gimnasia y los de Estudiantes, ni entre los de CABA y los conurba, ni entre ellas y ellos. Durante esa jornada éramos todos Redondos, y eso significaba que nos sentíamos queridos, valorados, cuidados, por los que estaban arriba del escenario pero ante todo entre nosotros mismos. Seguíamos a alguien que hacía música que nos convencía de que no éramos menos que nadie, y que teníamos tanto derecho a ser felices como cualquier ingeniero de título comprado.

Por el vacío que otros construyeron, los Redondos se convirtieron en referentes sociales y políticos. Y cuando se disolvieron con el siglo y sobrevino otra crisis atroz, nos estremecimos. Todo indicaba que había que seguir caminando por el desierto, sin mapas y bajo un cielo cubierto que ni siquiera prestaba la guía de las estrellas.

La luz reapareció del modo menos pensado, en medio de una de las experiencias más individuales que se puede concebir: la del enamoramiento fulminante. Corría marzo de 2004, eran los meses iniciales de la relación con la que desde entonces es mi compañera, y habíamos logrado organizar una escapada a cierta playa. Ustedes saben de qué hablo: esos tiempos en los que se piensa solo en una cosa, y que te llevan a probar variantes gimnásticas en cada rincón de la casa tan bonita que alquilaste. Y sin embargo, algo nos arrancó de ese embeleso y nos proyectó a otra dimensión.

Habremos puesto la tele para chusmear y apareció Néstor. Y lo que Néstor hizo mandó la calentura, la playa y el chalet divino a un plano secundario y nos tuvo pegados a la pantalla, sin poder creer lo que estábamos viendo. Hablo del acto en el Colegio Militar, durante el cual hizo bajar los cuadros de los dictadores. Ese día en que dijo que "nunca más tiene que volver a subvertirse el orden institucional... Es el pueblo argentino por el voto y la decisión de él mismo, quien decide el destino de la Argentina". En mi cabeza se funden ese acto con otro, aquel en el que Néstor creó el Museo de la Memoria en la ex ESMA. En esa ocasión mi compañera vio a un pibe en la pantalla y comentó: "Yo a ese chico lo conozco", pero lo conocía por otro nombre, porque hasta hacía poco ni Juan Cabandié sabía que se llamaba Juan Cabandié.

 

 

"Proceda".

 

 

Néstor lo cambió todo, como afirma el Topo Devoto desde el título del libro que le dedicó. Recuerdo aquellos meses iniciales como una etapa de ensoñación, durante la cual cada día te tiraba una noticia grossa, de esas que habías creído que nunca ocurrirían, desde la tapa de todos los diarios. (Otros tiempos, claro: ahora, cuando hay buenas noticias las ignoran, como si no existiesen.) Gracias a Néstor habíamos arribado al final del arcoiris, a la Argentina del mítico Año Verde, al hasta entonces inasible Día del Arquero. Teníamos un Presidente que trabajaba para el pueblo —desde las mayorías a las minorías que reclamaban derechos— y que le plantaba cara a los poderes que nos habían forreado desde que nos pusimos de pie. Y este no desmovilizaba, al contrario: nos instaba a salir a la calle, a hacernos oír, a poner en juego nuestro peso de pueblo para acompañar las medidas que hacían justicia.

En ese contexto, me sumé a manifestaciones donde volví a sentirme como en un concierto Redondo: nadando en un mar de gente que, aunque dueña de historias y circunstancias diferentes, quería en esencia lo mismo que yo — que los bienes que este país producía se repartiesen fronteras adentro, que se oyese a cada ciudadano, que no hubiese más violencias de ningún cuño, cuidar del más pequeño y jodido entre nosotros. La mayor parte de las veces esos encuentros fueron una fiesta. Otras, como cuando ocurrió lo de la 125, fueron agónicos.

Pero lo que me hacía feliz era la consciencia de que ya no estudiaba partituras que nunca había escuchado sonar. Néstor logró que la orquesta rindiese a pleno nuevamente. Bajo su dirección, por primera vez en el siglo, el pueblo argentino volvió a producir en las calles la más maravillosa música.

 

 

 

Música, maestros

 

 

17/10/1945.

 

 

El 17 de octubre fue lo que en términos científicos se llama singularidad: una función probada que sin embargo se altera, cuando sus variables independientes adquieren valores nuevos y dan pie a comportamientos inesperados. Porque los elementos que se conjugaron en el '45 eran conocidos, familiares: había un gobierno militar, había laburantes, había una oligarquía. La primera variable que cambió de valor fue Perón, que era funcionario de esa dictadura pero hizo lo que muy pocos, ni siquiera en gobiernos democráticos, habían hecho antes — mejorar la calidad de vida de los trabajadores y sus familias. Hasta que los poderosos se hartaron y presionaron para que sus superiores lo metieran preso, convirtiéndolo en una sombra, un cadáver político. Y todo podía haber terminado ahí, con Perón retirado de prepo a los 50 años, como le pasó al padre del Indio en el '55. Pero entonces cambió el valor de otra de las variables independientes, y ahí sí que la función enloqueció.

Está claro que los laburantes venían organizándose a gran velocidad, entre otras razones por los centros que Perón fue tirando desde la Secretaría de Trabajo y Previsión y concretaron reclamos históricos del sindicalismo. Pero juraría que la mayoría de los que se movilizaron el 17 no tenía idea acabada de lo que estaba haciendo, o al menos de lo que podía derivar de esa marcha. Todo lo que sabían era que Perón había mejorado sus vidas, y que defender al aliado que habían tenido en el poder era lógico y sensato. Sin duda respondieron a las consignas de sus conductores, pero lo suyo no se limitó a la obediencia orgánica. También jugó su parte el dolor, dada la consciencia de que perderían los mínimos placeres que habían incorporado a sus vidas. Y asimismo la dignidad herida por aquellos que no esperaron un segundo para hundir el dedo manicurado en su herida. Perón ya estaba preso cuando los laburantes fueron a cobrar la quincena y descubrieron que no les habían pagado el feriado del 12 de octubre. Muchos patrones —nuestros garcas no cambiaron, nunca vuelan más alto que una bataraza— se les rieron en la cara: "¡Andá a reclamarle a Perón!"

Y ellos fueron. Pero para reclamarle a Perón, debían antes reclamar por Perón. Se movieron entonces por disciplina, por solidaridad, por orgullo herido, porque no querían desprenderse del sueño que habían visto cobrar forma en sólo dos años. Lo suyo no fue del todo espontáneo, porque sus delegados los habían convocado a la faena del paro y movilización; pero también es cierto que desbordaron a sus dirigentes, que no esperaron el disparo que anunciaba la largada, que se dejaron llevar por la intuición de que estaba por ocurrir algo mejor y más grande de lo que se habían permitido imaginar. (Hay muchos sindicalistas que tampoco evolucionaron, siguen tratando de ponerle paños fríos al volcán.) Supongo que, como aspiración de máxima, querrían liberar a Perón y reponerlo en la función pública. Pocos deben haber sabido que lograrían más, infinitamente más: partir en dos la historia y establecer un contrato que desde entonces el pueblo no incumplió nunca. Porque el 17 de octubre del '45 fue muchas cosas, pero entre ellas hay una que me conmueve especialmente, tal vez porque falta poco para que se cumplan 10 años huérfanos de Néstor.

 

 

El Expreso Imaginario, rumbo a la Plaza.

 

 

El 17 fue el día en que nuestra gente transformó la Plaza en escenario de una promesa con mucho de sagrado, y selló el sentido de esa topografía para siempre; desde entonces es lo más parecido que tenemos a un Sinaí criollo. (¿Será por eso que los neo-colonialistas anti-todo ni se le acercan cuando protestan: porque le tienen miedo atávico, porque temen lo que les ocurriría si la hollasen?) Sin palabras —simplemente acudiendo, en el espíritu de quien espera algo mejor no para sí sino para todos—, el pueblo dijo que, de ahí en adelante, estaría allí y en las calles del país entero cada vez que hiciese falta apoyar al hombre y la mujer que se jugasen por su felicidad. Y así ha sido desde entonces. Nuestros mayores pusieron el cuerpo por Perón. Nosotros pusimos el cuerpo por Néstor. Y acá estamos nuevamente, escribiendo con cuerpos el apoyo a quienes se rompen el culo a diario —está a la vista, es ostensible— para devolvernos la vida digna que habíamos saboreado y queremos recuperar. Mi abuela decía: malagradecido es maleducado. Y este pueblo nuestro está educado que es un primor, nunca abandona a aquellos que le hicieron bien.

Pregúntenle al Diego. Pregúntenle al Indio. Pregúntenle a Cristina.

 

 

La Plaza, nuestro monte Sinaí.

 

 

Siempre creí que estaba hecho para la soledad. Es mi hábitat, me muevo en ella como pez en el agua. Pero la vida me dio tiempo de descubrir que existía algo más, que valía la pena asomar la cabeza y respirar una atmósfera nueva. Cuando pienso en momentos bellos e intensos, los primeros que recuerdo no son placeres individuales sino compartidos con otros, momentos que crearon comunidad. El rugido con el cual recibimos al Indio cuando asomó al escenario de Olavarría. La emoción de caminar con la pendejada de La Cámpora cada 24 de marzo, entre la ex ESMA y la Plaza. La alegría y el amor que ligué de rebote pero a los que me abracé igual, cuando la gente se los profesaba a Cristina allí donde presentó su libro.

Cada vez que me reúno con alguien en esa clave de ánimo —cada vez que se junta pueblo que sonríe, que celebra sin hacer diferencias, que no ansía el mal de nadie sino el bien de todos y pone su cuerpo como pagaré—, siento que participamos del espíritu del 17 original, que interpretamos esa partitura, que estamos tocando su canción. Por un lado es inexplicable, y por el otro estoy seguro de que me entienden. Los músicos virtuosos gozan cuando llega el momento de interpretar su solo, pero nunca disfrutan más que cuando se amalgaman con la orquesta y tocan como si fuese obvio que el todo es más que la suma de las partes.

En toda la historia de la humanidad, nunca fue más tentador aislarse que hoy. La pandemia lo recomienda, la tecnología lo facilita. Pero somos millones los que sentimos que el momento llama a otra cosa. No es que lo entendamos del todo, no somos más lúcidos que el morochaje del '45. Lo único indiscutible es que nuestros cuerpos reclaman que volvamos a hacer música.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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