Imaginemos el proyecto de la Patria Grande cumplido. De mar a mar, de la Patagonia a Colombia y Venezuela; hasta México, ya que estamos. Sueño ancestral; una monarquía constitucional igualitaria y participativa, con presencia femenina relevante. Régimen dispuesto según el modelo previo a la invasión colonial europea. Las distintas regiones administradas por los curacas y representadas en la asamblea general por los amautas, a su vez todos ellos regidos por el Inca. Centrada en el Tahuantinsuyo, con capital política en el Cuzco, tendría como idiomas oficiales el quechua, el aymara, el guaraní y el mapugundun. Una gran Nación marrón.
Bosquejado de esta manera suena a alucinación, delirio trasnochado, anacronismo extravagante. Sin embargo, en el mismísimo Congreso General Constituyente de Tucumán de 1816; ese, que declaró la independencia plena de España y de “cualquier poder extranjero”, resultó propuesto como una posibilidad cierta, próxima. La moción a los diputados corrió por cuenta de Manuel Belgrano, nada menos, en la sesión secreta de 6 de julio de ese año y con posterioridad debatido en forma abierta. Los pormenores del Plan Inca —así denominado— desataron conmoción política no menor a fuertes emociones encontradas. En carta a Rivadavia fechada en el mes de octubre, Belgrano relata: “El Congreso me llamó a una sesión secreta y me hizo varias preguntas. Yo hablé, me exalté, lloré e hice llorar a todos al considerar la situación infeliz del país. Les hablé de monarquía constitucional, con la representación soberana de la Casa de los Incas: todos adoptaron la idea”.

Dejado de lado tras un farragoso tratamiento, el imperio de los sucesos inmediatamente posteriores y los obstáculos promovidos por los intereses portuarios de Buenos Aires, las concomitancias del Plan se extienden hasta cobrar actualidad en muchos de sus aspectos. Desenreda esa madeja el historiador Ulises Bosia (Buenos Aires, 1983) en las más de doscientas páginas de El Plan Inca, el audaz proyecto de Belgrano en tiempos de la Independencia. Investigación de amena sistematicidad, avanza de las causas a los efectos, deteniéndose en los personajes y puntos de inflexión. Evita plegarse a la Historia liberal monopolizada por los Grandes Hombres, en particular la mitrista, tan próxima en la temática como influyente en sus versiones. En estos aspectos, Bosia invita a “repasar esa etapa a contrapelo, a buscar significados renovados, a interrogar al pasado con las preguntas que surgen del presente e incluso a proyectar futuros posibles que, si bien en aquel tiempo no se produjeron, no por ello dejan de ser estimulantes para ampliar la imaginación política en el siglo XXI”. A diferencia de los anhelos de ocasión, el autor alcanza sus propósitos.
A tal fin, Bosia extiende un contrato de lectura casi brechtiano: ofrece suspender todo juicio “que involucre el conocimiento que tenemos del resultado del proceso histórico”, viajar en el tiempo y comenzar por “el ciclo revolucionario tupamarista en Los Andes (…) que había sacudido el dominio colonial, algunas décadas atrás”, a partir de 1780. Acontecimientos que llegan al Congreso de Tucumán con la opción monárquica altamente viable, a punto tal que era promovida con firmeza hasta por José de San Martín y Martín Miguel de Güemes, con Belgrano como vocero, en momentos en que el proceso revolucionario se hallaba trabado. Entre las urgencias militares, cierta crisis de representatividad, el estancamiento de los otros movimientos revolucionarios en el continente y los dilemas internos, la cuestión acerca de la forma de gobierno que habría de adoptar la independencia no era el problema menor.
Reflejado en el acta de la mentada sesión secreta, el Plan Inca de Belgrano pivotea sobre tres argumentos:
1) Reponer a un representante de la nobleza Inca constituía un acto de justicia y reparación histórica ante una población indígena mayoritaria.
2) Recuperaría las instancias revolucionarias de tres décadas atrás identificadas con Túpac Amaru II.
3) Afianzaría la alianza entre los revolucionarios criollos y la mayoría aborigen.
A fin de sostener tales premisas, el autor expone con detenimiento el historial de rebeliones desatadas desde comienzos del siglo XVI, sin escatimar triunfos y derrotas salvajemente reprimidas. Entre 1708 y 1783 fueron ciento cuarenta levantamientos y revueltas, solo en el sur andino. Secuencia varias veces secular, fue forjando un mito, o acervo ideológico, de retorno a un pasado idealizado, sin llegar a conformar un programa social y político homogéneo. La figura Inca, acota Bosia, “funcionaba como un significante vacío que podía tomar diversas formas para canalizar los anhelos colectivos. En el caso de la revolución tupamara, estamos ante la mayor experiencia contrahegemónica de las luchas contra la dominación virreinal, con la particularidad de que quienes aspiraban a la unificación de un bloque social amplio ubicaban a los pueblos indígenas en un lugar preponderante, a diferencia de lo que luego va a suceder en el período de las revoluciones de las independencia, cuando se mantendrá su lugar subalterno”.
La “narrativa incaísta” se incorpora sin embargo con intensidad en la retórica revolucionaria de 1810, haciéndose presente en los documentos de Mariano Moreno, Juan José Castelli, Francisco de Miranda y Simón Bolívar, entre tantos otros. Para que arribe hasta nuestros días tal conceptualización, imposible omitir hoy la influencia del filósofo marxista Juan Carlos Mariátegui (Perú, 1894- 1930).

Una vez que el Congreso se traslada a Buenos Aires, arrecian las posiciones adversas al Plan Inca, principalmente a horcajadas de la definición de la forma de gobierno y de la ciudad capital, que el puerto de ninguna manera se encontraba dispuesto a compartir y, menos, ceder. Con las tremendas consecuencias posteriores. Sin constituir un tema secundario, emerge en forma esporádica, tornando el statu-quo en una situación de compromiso, luego institucionalizada. Detrás de todo ello, bullen desde lo profundo de la historia las incógnitas ya presentes durante el proceso emancipatorio del siglo XIX. El autor postula algunas: cómo se conforman las bases sociales que sostienen la Nación y qué relación guardan con los fundadores de los países hermanos; ¿fueron las élites o sectores más amplios con sus propias motivaciones? ¿Hubo posibilidades reales de un vínculo igualitario? Distintas respuestas fueron amagadas décadas más tarde a través de sucesivos o simultáneos proyectos de país y, agrega Bosia, “aún pueden encontrarse presentes en las narrativas identitarias que se despliegan en el siglo XXI”.
El espíritu de los Andes pervive no sólo a través de sus descendientes, lenguas y costumbres. El sol andino se hace presente en la misma bandera nacional y algunas monedas. La borla agregada al gorro frigio del escudo nacional evoca la mascaypacha de algunas autoridades incaicas. Representan manifestaciones arcaicas de soberanía nacional y se entremezclan con infinidad de rasgos mimetizados en el acervo cultural. La original alternativa de una monarquía temperada, con el aislamiento impuesto por la arbitrariedad de los vencedores, queda recluida en la faltriquera de lo bizarro, omitiendo el azote de los tiempos, la modificación de los métodos de lucha, la cambiante contundencia de las instancias políticas. Mutatis mutandis, la figura de Manuel Belgrano queda resumida a su condición de general y las calzas blancas de las estampas, así como la de José de San Martín asimilada al sable corvo, la Marcha de San Lorenzo y el cruce de los Andes en un corcel blanco que nunca existió. El Plan Inca, el libro, restituye con inusual documentación y profundidad histórica sucesos condenados a diluirse en la humedad de los archivos. Trae al presente realidades constitutivas de un país, una región, una Patria Grande cuya vigencia emerge a través de interrogantes, debates y conflictos desatados como si fueran por acto de magia. Ulises Bosia pone en su lugar una porción de estos hechos, los fundamenta y relaciona de modo ejemplar, inevitable.
FICHA TÉCNICA
El Plan Inca – El audaz proyecto de Belgrano en tiempos de la independencia
Ulises Bosia
Buenos Aires, 2025
216 páginas
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