Un mar de irrelevancia

Gran parte de los argentinos no percibe el peligro que los acecha

Foto: Luis Angeletti.

 

En diciembre del 2021, apenas dos años después del inicio de la pandemia de Covid, se estrenó No miren arriba (Don't Look Up), una sátira dirigida por Adam McKay, quien también escribió el guion y produjo la película. El elenco es el sueño de cualquier director: Leonardo DiCaprio y Jennifer Lawrence interpretan a dos astrónomos que descubren la inminente colisión de un cometa contra la Tierra e intentan alertar al resto de la población, con éxito dispar. Meryl Streep es la Presidenta de los Estados Unidos, una especie de versión femenina de Donald Trump, secundada por su hijo (interpretado por Jonah Hill), un joven inútil y, accesoriamente, jefe de Gabinete. Cate Blanchett brilla como una presentadora televisiva tan ambiciosa como vacua, que junto a su colega (el excelente Tyler Perry) conduce uno de esos programas de noticias en los que el entretenimiento reemplaza a la información.

La historia, fiel reflejo del terraplanismo surgido en la pandemia, es una denuncia del capitalismo salvaje –la dictadura del capital, diría Amado Boudou– que impulsa su propia extinción. Si bien la trama no prescinde de subrayados y de cierta complacencia antipolítica, hay varias escenas antológicas. En una de ellas, DiCaprio logra que lo inviten al muy popular programa de Blanchet, donde espera por fin ser escuchado en referencia a la urgente necesidad de tomar medidas para evitar la destrucción del planeta. El resultado no es el esperado, los presentadores actúan como si el científico fuera un lunático e intentan tranquilizar a la audiencia con el clásico estilo liso y amable de la televisión, y niegan cualquier peligro.

 

 

Una conjunción de factores –pereza intelectual, estupidez e incluso voluntad de lucro (un poderoso personaje, inspirado en Elon Musk, busca enriquecerse con el meteorito) – impide que las advertencias de ambos astrónomos sean escuchadas y sus consejos puestos en práctica. La escena final es una oda a la estupidez colectiva.

Un siglo y medio antes, en 1865, Lev Tolstói publicó Guerra y Paz, su novela más famosa. En ella, el escritor retrata la invasión napoleónica a Rusia en 1812, a través del derrotero de cuatro familias nobles. En una de los capítulos describe el inicio de las hostilidades, el bombardeo francés a la ciudad de Smolensk, que deja a sus habitantes perplejos. Esa perplejidad se traduce por una asombrosa indolencia, como la que describe McKay frente al peligro inminente del cometa. Los habitantes de la ciudad reaccionan ante la terrible calamidad que padecen como si fuera un espectáculo que observaran desde la platea de un teatro:

 

“–¡Vaya potencia! –dijo uno–. ¡Ha hecho añicos el tejado y el techo!

–¡Se ha hundido en la tierra como un gorrino! –exclamó otro–. ¡Qué fuerza, eso sí que le anima a uno! –añadió riendo–. ¡Suerte que has dado un salto; si no, te habría hecho papilla!

El gentío se acercó a los hombres, que contaron que un proyectil había caído sobre una casa, justo al lado de ellos. Entretanto, más proyectiles, unos con un lúgubre silbido –los obuses– y otros con un agradable zumbido –las granadas– no dejaban de sobrevolarles, pero ninguno caía cerca y pasaban de largo”.

 

Las risas y los comentarios livianos, por supuesto, no duran mucho:

 

“De repente algo silbó de nuevo en el aire, pero esta vez muy cerca, como un pájaro que volara en picado; un fogonazo refulgió en medio de la calle, algo estalló y todo quedó cubierto de humo (...) Al cabo de cinco minutos ya no quedaba nadie en la calle: se habían llevado a la cocinera, que tenía la cadera desgarrada por la metralla”.

 

Neil Postman, sociólogo norteamericano, es el autor de Divertirse hasta morir. El discurso público en la era del «show business», un muy lúcido ensayo sobre la transformación de la información en espectáculo. Postman sitúa esa metamorfosis en el momento en el que la era de la televisión reemplazó a la de lo impreso, establecida allá por 1450 con la invención de la imprenta moderna de Johannes Gutenberg. El libro fue publicado en 1985, antes de la revolución digital, es decir, antes de que tuviéramos computadoras en nuestras casas, celulares en nuestro bolsillo, conectividad permanente, redes sociales y otros flagelos. Sin embargo, su análisis no pierde vigencia. Para Postman, “la televisión, como medio que debe expresar ideas principalmente a través de imágenes visuales atractivas, reduce la política, las noticias y la historia a mero entretenimiento”. Además, considera que transitamos el siglo XX en la espera de la utopía que George Orwell describió en 1984 sin percibir que la que en realidad se concretó fue la de Un mundo feliz de Aldous Huxley: “Orwell temía que la verdad nos sería ocultada por un Gran Hermano. Huxley temía que la verdad fuera ahogada en un mar de irrelevancia”. El mar de irrelevancia es una gran imagen. Nadamos a diario en esas aguas, con enormes dificultades para poder percibir aquello relevante, el dato cierto, la información importante que nos permita pensar y analizar nuestro presente para planificar nuestro futuro.

El mar de irrelevancia es uno de los factores que explican la llegada al poder de un personaje caricaturesco como Javier Milei, el Presidente de los Pies de Ninfa. El notable, aunque probablemente efímero, apoyo electoral que consiguió en las elecciones de medio término (una porción casi idéntica a la que logró Mauricio Macri en 2017) responde en gran medida a emociones antes que a un análisis racional. Es por eso que resulta tan complejo de refutar a través del discurso lógico, ese resabio virtuoso de la era de lo impreso. La violencia, la intolerancia, la persecución política, no nos llegan esta vez a través de un Gran Hermano, como ocurrió durante la última dictadura cívico-militar, por ejemplo, sino que son transportadas por las emociones –en particular un tenaz discurso de odio–, impulsadas a través del gran show mediático del poder real. Y, en ese sentido, es bueno recordar que ni Milei ni su circo ambulante controlan dicho poder. El poder real es ejercido por el 0,1% más rico del país, que –a diferencia de los terraplanistas del oficialismo– ni habla con perros muertos, ni cree que las vacunas nos transformen en imanes de cucharitas. Las élites de nuestro país cooptaron un fenómeno inesperado como el de la motosierra, impulsado durante años por los medios afines, y lo convirtieron en el vehículo de sus planes. El dilema de esas élites, como suele explicar el economista Roberto Feletti, es que no poseen un proyecto de país, ni siquiera uno conservador. Sólo tienen un objetivo de corto plazo que se resume en la captura del excedente. La burguesía nacional con la que tanto ha soñado el peronismo es, junto al Nahuelito, el Lobizón y la Luz Mala, otro de los tantos seres imaginarios de nuestro país.

Nuestras élites no hacen política, en el sentido de tratar de armonizar demandas a veces contradictorias en un mismo objetivo común, que incluya a toda la ciudadanía. No hay proyecto colectivo alguno, apenas un plan de negocios que se reduce a la captura impaciente del excedente con destino de fuga; una obstinación que, además, impide el desarrollo industrial de nuestro país. Un plan inviable que choca una y otra vez con la realidad y nos condena a crisis recurrentes, como la que padecemos hoy. La urgencia en votar leyes como la flexibilización laboral denota que esas élites perciben que no disponen de largo plazo.

 

No miren arriba.

 

Una gran parte de los argentinos transita esta realidad adversa como los presentadores televisivos de No miren arriba o como los habitantes de Smolensk en medio del bombardeo del ejército napoleónico: sin querer o sin poder percibir el peligro inminente que los acecha. Otros argentinos, como los astrónomos de la película, están azorados por esa apatía. Pero, si bien el mar de irrelevancia puede distraernos de las decisiones que tome el gobierno, no puede evitar sus consecuencias nefastas. Como hemos visto durante el gobierno de Cambiemos, con los mismos funcionarios a cargo, la realidad también juega. Más allá de las distracciones y los comentarios livianos, los obuses y la metralla terminan por hacer estragos en las calles de Smolensk.

El cometa está en camino, la gran incógnita es qué propondrá el peronismo para, una vez más, hacerse cargo del desastre social y económico que dejen nuestras élites depredadoras y, sobre todo, evitar a futuro un nuevo saqueo y su consecuencia directa: un nuevo freno al desarrollo.

 

 

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