Un pacto para vivir

Urge organizar la esperanza sobre bases concretas

Foto: Luis Angeletti.

 

Hay momentos históricos en los que la política deja de ser, principalmente, una disputa entre programas o liderazgos, y pasa a parecerse más a una discusión elemental: qué vidas importan, bajo qué condiciones y con qué garantías colectivas. No es una pregunta nueva, pero vuelve a ponerse en primer plano cuando los consensos básicos que organizaron la vida social empiezan a resquebrajarse y lo que parecía un piso compartido se vuelve incierto.

En la Argentina, eso se ve con nitidez en la agenda legislativa que el gobierno empuja en el Congreso. No por un proyecto aislado, sino por el conjunto: reglas del trabajo, reglas del castigo, reglas del presupuesto y del ambiente. Cuando se discuten en paralelo esos planos, lo que se está tocando no es un capítulo técnico: es la manera de vivir, el modo en que se reparten cargas y protecciones, y quién queda a la intemperie cuando el sistema aprieta.

Esa orientación de fondo se resume, sin dramatizar pero sin ingenuidad, en un desplazamiento: responsabilidades que se corren del Estado hacia el individuo, mediaciones colectivas que se debilitan, riesgos que dejan de ser compartidos para volverse personales. Lo que suele presentarse como modernización o eficiencia termina siendo, en la práctica, una reorganización de poder. Y cuando el poder se reorganiza en términos regresivos, se reorganiza también la vida social, casi siempre a costa de derechos, protecciones y seguridades colectivas.

Esta tendencia no es exclusiva de la Argentina. Forma parte de una dinámica global atravesada por la crisis del capitalismo contemporáneo, con economías que concentran, trabajos que se fragmentan y Estados que pierden capacidad de integrar. En ese terreno crecen derechas radicalizadas que reconocen malestares sociales reales y los traducen políticamente. Su eficacia suele residir menos en resolver las causas de fondo que en reordenar frustraciones hacia salidas regresivas, punitivas o excluyentes.

Por eso resulta insuficiente pensar este momento histórico solo en clave económica. Lo que está en juego es algo más profundo: la promesa de bienestar, la idea de que el esfuerzo individual y colectivo puede traducirse en una vida mejor, previsible y digna. Cuando esa promesa se debilita, se deterioran los ingresos, pero también las expectativas, las pertenencias y la posibilidad misma de proyectar futuro.

Distintos enfoques críticos vienen señalando que atravesamos una transición de paradigmas: Estados con menor capacidad de integración, mercados cada vez más concentrados, trayectorias vitales inestables y subjetividades atravesadas por la incertidumbre. En ese contexto, la vida cotidiana tiende a convertirse en una variable de ajuste. Y todo esto ocurre, además, bajo restricciones materiales concretas: deuda, concentración económica, poderes que condicionan decisiones públicas. Dicho de manera sencilla, cuando la política pierde capacidad de intervenir, la economía impone sus reglas.

Este proceso impacta también en la democracia. Cuando el Estado no logra responder, la democracia —con todos sus mecanismos de participación— se vacía de contenido: se vota, se discute, se opina, pero se percibe que lo decisivo se define en otro lado. Ese vacío no queda libre por mucho tiempo, y suele ser ocupado por propuestas que prometen orden a costa de derechos.

Para el peronismo, este diagnóstico tiene un peso específico. No aparece acá como una etiqueta, sino como una experiencia histórica de derechos, de gobierno y de transformación social. Surgió como respuesta política a un tiempo en el que amplias mayorías quedaban excluidas de una vida digna, y se constituyó como una forma de organizar la comunidad frente a la lógica excluyente del mercado. Esa tradición no ofrece soluciones automáticas, pero sí conlleva una responsabilidad histórica que no podemos eludir.

Desde esa perspectiva, pensar un pacto para vivir supone asumir la necesidad de un nuevo acuerdo social. Un acuerdo capaz de dialogar con las contradicciones principales de esta etapa, de redefinir prioridades colectivas y de volver a colocar la vida en el centro de la política.

Ese pacto debería traducirse, al menos, en la construcción de un piso común irrenunciable: trabajo con derechos, protección social efectiva, acceso a la salud, la educación y el cuidado, fortaleza del movimiento obrero organizado y sus herramientas de representación, y un Estado con capacidad real de regulación e intervención. No como un inventario de demandas, sino como criterios para orientar decisiones políticas en un contexto atravesado por conflicto, desigualdad y disputa de poder.

Ahora bien, ese Estado no puede pensarse en abstracto. En los últimos tiempos, Cristina Fernández de Kirchner viene insistiendo en la necesidad de una nueva estatalidad: un Estado capaz de funcionar, de resolver y de estar a la altura de las expectativas sociales. La discusión, en ese sentido, no gira en torno a la presencia o ausencia del Estado, sino a sus capacidades, prioridades y legitimidad, y a su aptitud para coordinar, proteger y producir resultados verificables.

Los cambios en el mundo del trabajo, la consolidación de la economía popular, la digitalización y la fragmentación de trayectorias laborales exigen respuestas nuevas. Una nueva estatalidad debería expresarse en capacidades concretas: planificar, regular, cuidar, intervenir en el territorio, incorporar inteligencia técnica y tecnológica, y reconstruir presencia allí donde la vida se vuelve más frágil.

Todo esto interpela de manera directa al peronismo como tradición política viva. La fragmentación interna, las dificultades para sostener acuerdos estratégicos y la distancia entre dirigencia y experiencia cotidiana de amplios sectores sociales no son problemas menores, sino límites reales frente a un escenario que demanda inteligencia colectiva y capacidad de síntesis.

En este punto, vale detenerse en una distinción central. En contextos de retroceso de derechos, de ajuste y de incertidumbre, sobrevivir se vuelve una tarea cotidiana. Para millones de argentinas y argentinos, sobrevivir significa sostener el trabajo, llegar a fin de mes, cuidar el techo, la salud, la educación de los hijos, resistir el desgaste permanente de la vida diaria. En esos contextos, sobrevivir no es poco: es necesario, urgente y profundamente humano.

Pero quienes entendemos la política como una herramienta de transformación social, no militamos solo para sobrevivir. Militamos para vivir. El peronismo no se construyó para administrar la resistencia permanente ni para naturalizar una vida cada vez más precaria, sino para ampliar derechos, generar bienestar y ofrecer horizontes de felicidad colectiva. La diferencia no es menor: sobrevivir es aguantar; vivir es proyectar, desarrollarse, imaginar un futuro mejor. Trabajar para que el pueblo viva —y no apenas sobreviva— es, en última instancia, el sentido profundo de nuestra tradición política.

Asumir esta discusión implica también reconocer los propios límites. No desde una mirada externa ni desde una supuesta superioridad analítica, sino desde la pertenencia. Persistir en dinámicas que ya mostraron su agotamiento solo profundiza la crisis de representación. Y sin una propuesta capaz de organizar bienestar y futuro compartido, otros proyectos ocuparán ese espacio desde el miedo, el castigo y la exclusión.

Un pacto para vivir se construye en el tiempo. Requiere debate honesto, revisión de prácticas, apertura conceptual y voluntad de pensar de otro modo, sin renunciar a representar los intereses de la mayoría del pueblo argentino.

En tiempos de retrocesos y de incertidumbre, la tentación de conformarse con resistir está siempre presente. Pero si algo define al peronismo como tradición política es la convicción de que la vida no puede reducirse a la mera supervivencia. Pensar un pacto para vivir es asumir, colectivamente, que la política conserva su capacidad de transformar la realidad cuando vuelve a organizar derechos, bienestar y felicidad como horizontes materiales, y no como promesas abstractas. No se trata de ofrecer respuestas cerradas ni de proclamar verdades definitivas, sino de animarnos a una tarea común: volver a organizar la esperanza sobre bases concretas, con el pueblo como sujeto de esa transformación y la vida digna como criterio irrenunciable.

 

 

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