Un silencio mexicano

La vida de Juan Rulfo y su reducida, pero imponente obra

 

Señor Rulfo, ¿por qué lleva tantos años sin escribir nada?

Es que se me murió el tío Celerino, que era el que me contaba las historias.

 

Obra breve, legado inagotable. “El silencio de Juan Rulfo puede ser visto como la extraordinaria caja de resonancia que sirve para darle realce a sus dos obras”, dice Juan Villoro sobre su famoso y definitivo parate después de la publicación de sus libros, la novela “Pedro Páramo” (1955) y el volumen de cuentos “El llano en llamas” (1953).

Una presencia absoluta en la literatura, a partir de una ausencia sin retorno, de la cual, sin embargo, surgen siempre novedades por su impronta de clásico: en octubre de este año, por caso, murió su esposa y gran amor, Clara Aparicio; se cumplieron 70 años de “El llano en llamas” con una celebración de la Fundación Rulfo, que también publicó últimamente dos textos inéditos; y se anunció una pronta versión cinematográfica de “Pedro Páramo” con música de Gustavo Santaolalla.

Con sólo dos títulos más otros escritos como “El gallo de oro” y “Las cartas a Clara”, además de su pequeña obra como fotógrafo, lo cierto es que el mexicano Juan Rulfo (1917-1986) se convirtió en uno de los autores más representativos de la literatura latinoamericana contemporánea. Más que reflejar reinventó una realidad, al decir de Villoro, la de los campesinos pobres y un pueblo opresivo, Comala, donde hasta los muertos murmullan, legado que se expande en el presente en múltiples referencias. Todo ese mundo de enigmas, silencios y purgatorios a ras de suelo vuelven a salir a la luz con la reedición de “Juan Rulfo, las mañas del zorro” (Mil Botellas), la biografía no autorizada de la argentina Reina Roffé, obra esencial para conocer la vida, obra y circunstancias del notable escritor mexicano.

“Para mí el ideal no consiste en reflejar la realidad tal como es, ni mucho menos la realidad —que la estamos viviendo, leyendo en la prensa, viendo en la televisión, sintiéndola en nuestro mundo—, no, no podemos ponernos a repetir lo que está diciéndose. Comparto esa idea que tenía (José María) Arguedas, de que al autor, al escritor, hay que dejarle el mundo de los sueños, ya que no puede tomar el mundo de la realidad”, decía Juan Rulfo sobre la creación narrativa, dueño de un estilo tan seco como filoso.

Sobre el silencio de Rulfo escribió Augusto Monterroso una fábula, “El zorro más sabio”. En ella se habla de un Zorro que escribió dos libros de éxito y luego nada más. Los demás comenzaron a murmurar, y cuando lo encontraban en los cócteles se le acercaban a preguntarle. “Pero si ya he publicado dos libros”, decía con cansancio el Zorro. “Y muy buenos”, le contestaban, “por eso mismo tienes que publicar otro”. El Zorro no lo decía, pero pensaba que en realidad lo que la gente quería era que publicara un libro malo. Y como era el Zorro, no lo hizo.

Desde que lo leyera por primera vez siendo una joven estudiante, Reina Roffé quedó prendada de Juan Rulfo, de sus libros y de su misterio. A partir de ahí, empezó a escribir sobre él, publicó “Autobiografía armada” en 1973, lo entrevistó luego, dio a conocer “Las mañas del zorro” en 2003 y luego “Juan Rulfo. Biografía no autorizada”, donde amplió lo anterior. Allí habita Rulfo y la maestría de su oído para capturar a sus personajes arrojados del paraíso, donde la dicha casi no tiene lugar. De cómo a partir de una realidad auténtica, la de los campesinos, construyó el prodigio de la invención literaria.

Roffé cuenta de qué manera críticos y periodistas reclamaron durante años nuevas publicaciones. Rulfo, que era de por sí un hombre parco y de pocas palabras, cuando le preguntaban por qué no había escrito más, rehusaba dar explicaciones, citaba lo de su tío Celerino o decía, árido y burlón: “No tengo tiempo”. Para volver a refugiarse, de inmediato, en su tenaz silencio.

“Tal vez lo más extraordinario de Rulfo se halle en su economía verbal, en la ausencia de retórica, en el lenguaje poético-campesino de su prosa y en cómo, con tan poco, podía decir y revelar tanto. Que el zorro se diera por satisfecho y siguiera con sus mañas hasta el último momento nunca fue un problema para sus lectores. Bastan sus dos libros memorables”, dice Roffé, que en su biografía recogió testimonios de amigos y familiares, documentos y análisis de colegas en una tarea titánica, de casi una vida.

 

Tapa de la biografía de Juan Rulfo editada por Mil Botellas.

 

Aparece, en un principio, un México convulsionado, entregado al desencanto por el fracaso de la utopía y la pervivencia del caciquismo. Luego retrata la bohemia en Guadalajara, su perfil bajo y la timidez, la extraña personalidad y su melancolía, su negativa a seguir publicando que lo llevaba a escaparse de la prensa como Salinger, la cadencia de un ser frágil, incluso en la construcción consciente de su mito. La escritora y crítica Reina Roffé repasa las líneas principales de su infancia con una familia acomodada y su condición huérfana después de la muerte temprana de sus padres, de su pueblo, de la Revolución mexicana, de la revuelta cristera; de cómo desde allí, desde su aldea, elaboró su narrativa hacia lo universal: la muerte, la pobreza, la tierra y la violencia, las luchas políticas, la familia campesina y lo patriarcal, lo pagano y lo religioso.

Dice Roffé que era un hombre que llevaba en su rostro una pena enorme, una marca que arrastró desde su infancia en un orfanato —“lo único que me dejó fue una depresión de por vida”, solía expresar Rulfo—. Tenía editores y lectores reclamándole más libros, contaba con una crítica que lo ponderaba, algo con lo que sueñan todos los escritores; y, sin embargo, no podía, por retraimiento o exigencia desmesurada, escribir nada que él considerara apto para su publicación. Y entonces, se dedicó a construir su mito: cambió su fecha y lugar de nacimiento varias veces, maquilló su infancia, contó historias distintas sobre cómo había ocurrido el asesinato de su padre, mintió sobre los estudios que había cursado, ocultó hasta el final, cuando ya no era necesario hacerlo, que había sido seminarista. Juró y perjuró que estaba escribiendo libros que, finalmente, nunca publicó.

Rulfo era una persona que pedía mucho de sí mismo. En eso ocultaba su dificultad de vivir, el refugio en el amor de Clara ante su magnánima soledad, los trabajos temporarios que no le duraban demasiado, sus frecuentes enfermedades, sus charlas mínimas en sociedad, el intento frustrado de su paso por la universidad y cómo conoció a sus mentores y amigos literarios. En su singularidad había que leer —escribe Roffé— la “mexicanidad” y sus múltiples trabas: la imposibilidad de decir “no, no sé”, y su aspecto insondable, que se cubría de elementos imaginarios, incluso melodramáticos o de humor, a veces agudo y otras francamente ácido, para desdibujar o edulcorar cierta verdad que no podía nombrar.

“Por obra de su propia voz y la escritura de otros, su historia personal se hizo ficción para emerger como pieza literaria —dice la biógrafa, haciendo un paralelo entre vida y obra—. La figura, a fuerza de ser pública, se adecuó a lo público con un sello atrayente que concitó inmediata atención. Todos querían saber por qué no había escrito más este Rimbaud de la campiña jalisciense, adscripto a la sede mexicana de los autores del “no”, realmente extraño, casi anacrónico para la sociedad contemporánea: mercantil, devota del éxito, mediática, que promueve el espectáculo y la masificación de los productos culturales, y palpita a la caza y captura de lo diferente, que siempre fascina”.

Nunca, sin embargo, se llegó a dilucidar el misterio de por qué “prefirió no hacerlo”, como el escribiente Bartleby de Melville, no escribir más, interrogante del que todavía se pretende extraer una revelación acabada. La muerte voluntaria o el suicidio creativo son actos que se preparan, como señala Camus en “El mito de Sísifo”, en “el silencio del corazón”, escribe Roffé.

Maestro de la brevedad, eximio narrador de la oralidad y cultor de un estilo a base de una atmosférica y refinada construcción de un lenguaje singular, Juan Rulfo se concentró en un tiempo circular, el que diseñó detalladamente para sus personajes. Porque, como explica Juan Villoro, sus obras son de un pasado actual: los hechos que se narran continúan ocurriendo en el doloroso patio interno de Latinoamérica. Y en ese tiempo circular, la búsqueda del origen constituye un centro gravitatorio, como el célebre comienzo de “Pedro Páramo”: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”.

 

 

 

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