Una asociación binacional

Palestina y la solución de los dos Estados

 

Según Virginia Tilley, autora de Palestina e Israel, un país, un Estado (Ed. Akal), antes de la independencia de Israel en 1948 el movimiento sionista presionó fuertemente a Gran Bretaña y Estados Unidos en favor de una solución de dos Estados, basándose en el presupuesto de que había dos pueblos asentados en un mismo territorio. Durante el proceso de Oslo, iniciado en la década del ‘90, Israel y la Autoridad Nacional Palestina mantuvieron como premisa compartida que la base para la paz era una solución de dos Estados. El Presidente de Estados Unidos, George W. Bush, en su discurso sobre la Hoja de ruta para la paz en 2002, mencionó que Israel debía liberar una porción considerable del territorio de Cisjordania, ocupado en 1967 tras la guerra, para establecer un Estado palestino viable. A pesar de estos antecedentes, Estados Unidos acaba de vetar una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU, apadrinada por Argelia en nombre del grupo árabe y de los inscritos como países no alineados, por la que numerosos países solicitaban conceder el estatus de miembro de pleno derecho a Palestina. El argumento utilizado por Robert Wood, representante de los Estados Unidos, raya en el cinismo: “Este voto no refleja la oposición [de Estados Unidos] a la estatalidad palestina. El camino más expedito hacia la estatalidad es a través de negociaciones directas entre Israel y la Autoridad Palestina con la mediación de Estados Unidos”. De este modo, el reconocimiento queda sometido a la voluntad exclusiva de Israel. Riyad Mansour, el embajador palestino, tildó de injusto el resultado de la votación. “Nuestro derecho a la autodeterminación es un derecho a vivir en nuestra patria, Palestina. Nuestro derecho es eterno, no puede retrasarse, suspenderse ni prescribir (...) No vamos a desaparecer”, declaró.

 

 

La cuestión subyacente

El plan de partición de Palestina anunciado por la ONU en 1947 fue aceptado por el movimiento sionista pero rechazado por los árabes. La negativa de los árabes era comprensible. El plan de la ONU ofrecía a 600.000 colonos judíos (43% de la población de Palestina) el 57% de las mejores tierras (la mitad de Galilea y toda la región costera central). Por otra parte, en el territorio asignado a Israel quedaba un 40% de la población árabe asentada en cientos de aldeas. Un año después de la resolución de la ONU, Israel proclamó su independencia adjudicándose el 78% de la Palestina del Mandato Británico. Para gran parte del movimiento sionista, la partición fue considera como una mera estación intermedia hasta que llegara la oportunidad de ocupar la totalidad de Eretz Israel. En 1937 Ben Gurión, al frente del Estado de Israel, escribía en su diario: “Establezcamos de una vez un Estado judío aunque no sea en todo el territorio (…) El resto llegará con el tiempo. Tiene que llegar”. En 1967, luego de la Guerra de los seis días, Israel ocupó la totalidad del territorio del Mandato, desconociendo luego las resoluciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que le obligaban a retirarse de las zonas ocupadas militarmente. De nada sirvió que en 1988 la OLP aceptara la solución de dos Estados, reconociendo a Israel y optando por un Estado palestino en Cisjordania y la Franja de Gaza. La voluntad de apropiación paulatina de la totalidad del territorio palestino queda de manifiesto con la política de asentamientos de colonos en Cisjordania, que no cesó aún después de firmados los acuerdos de Oslo. Si en el año 2005 se registraban 141 asentamientos con 230.000 colonos, en la actualidad se estima que hay 300 asentamientos que albergan a 700.000 colonos. La mayoría pertenecen a movimientos extremistas ultra-religiosos que consideran que están recuperando las tierras bíblicas de Judea y Samaria, otorgada a los judíos por Dios.

No parece factible que pueda armarse un Estado palestino en las zonas fragmentadas de Cisjordania, dividida en pequeños batustanes. Por otra parte, ninguno de los actuales defensores de la solución de dos Estados tiene una respuesta frente al interrogante de cómo conseguir la evacuación de Cisjordania de los colonos ultra-religiosos, armados hasta los dientes. En opinión de Virginia Tilley, “una retirada israelí de Cisjordania que permitiera un Estado palestino viable ya no es imaginable, porque la malla de los asentamientos se ha hecho igualmente inamovible, lastrada por su colosal peso demográfico, financiero e ideológico”. Tampoco la solución de los ultra-ortodoxos judíos, que reclaman el traslado forzoso en masa de la población palestina de Cisjordania a otros países árabes, parece una opción factible y aceptable para la comunidad internacional. El horror que se vive actualmente en la Franja de Gaza es una muestra avanzada de lo que sería aplicar esa solución en Cisjordania. De modo que lentamente se abre paso la idea de una asociación binacional, es decir un Estado democrático que abarque el territorio del Mandato Británico en Palestina, compartido por judíos y palestinos sin diferencias. En momentos en que arrecia la brutal violencia que sufren los civiles en la Franja de Gaza y los enfrentamientos con los colonos en Cisjordania son cada vez más violentos, parece que esta propuesta es irrealizable. Sin embargo, si recordamos cómo se produjo el proceso que acabó con el régimen de apartheid en Sudáfrica, no estamos ante un panorama demasiado diferente. La mayor distancia la marca, sin duda, el apoyo militar que Israel recibe de Estados Unidos y que la alienta a resolver los conflictos por la vía militar, donde tiene un claro predominio. Sin embargo, algo se está moviendo en la sociedad norteamericana donde los jóvenes estudiantes, horrorizados por los miles de niños abatidos en la Franja de Gaza, reclaman un cambio radical de la política de apoyo incondicional a Israel.

Los esfuerzos diplomáticos dirigidos a concretar la solución de dos Estados no son incompatibles con reclamar, al mismo tiempo, la desaparición del régimen de apartheid que actualmente rige en Israel. Son dos reclamaciones que deberían utilizarse conjuntamente para forzar la búsqueda de una solución política, que inevitablemente pasa por alcanzar en la región una democracia plena, es decir no basada en la permanencia de una discriminación a los palestinos. Si bien Israel acude permanentemente a la acusación de antisemitismo para caracterizar a quienes cuestionan las políticas supremacistas del Estado judío, lo cierto es que quien ejerce una práctica inequívocamente racista es Israel. La prueba elocuente es el terrible castigo colectivo que viene infligiendo al pueblo palestino residente en la Franja de Gaza. Con su política de bombardeos indiscriminados no sólo ha asesinado a más de 23.000 mujeres y niños, sino que lleva a cabo una labor sistemática de destrucción de la infraestructura económica, política, cultural y religiosa para convertir esa región en un área inhabitable. La señal más elocuente de que esta política de exterminio ha terminado por conmover las bases de la sociedad israelí es el artículo publicado por el reconocido escritor e historiador israelí Yuval Harari –autor de obras tan conocidas como Sapiens, de animales a dioses y Homo Deus–, quien en una nota publicada en el diario Haaretz ha reclamado “la dimisión inmediata de Netanyahu”, señalando que “ha fracasado, provocando por venganza una catástrofe humanitaria en Gaza que ha aislado a Israel, poniéndolo en peligro existencial”.

 

Yuval Harari.

 

Harari afirma que “las generaciones más jóvenes de todo el mundo ven ahora a Israel como un país racista y violento que expulsa a millones de sus hogares, mata de hambre a poblaciones enteras y mata a muchos miles de civiles sin mejor motivo que la venganza. Los resultados se sentirán no sólo en los próximos días y meses, sino durante décadas en el futuro”. La acusación de racismo, proveniente del intelectual israelí más conocido en el mundo por la difusión de sus obras, es una voz de alerta no sólo para los israelíes: “Durante muchos años, Netanyahu y sus socios políticos cultivaron una visión del mundo racista que acostumbró a demasiados israelíes a ignorar el valor de las vidas palestinas”. De allí que reclame “establecer un nuevo gobierno, uno que se guíe por una brújula moral diferente, que ponga fin a la crisis humanitaria en Gaza y comience a reconstruir nuestra posición internacional”. Sobre esas premisas morales, la idea de que en el territorio de Palestina surja una democracia binacional, que brinde amparo por igual a judíos y palestinos, no parece una idea descabellada. Formaba parte del ideario de Hannah Arendt ya en los años ‘50.

 

 

 

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