Una cura para la anomia

Los casos de incapacidad pública para hacer cumplir la Ley se multiplican y enferman a la sociedad

 

Diversos episodios ocurridos en las últimas semanas nos muestran una creciente tendencia a la anomia –el no cumplimiento de leyes o convenciones que regulan la vida social— en diversos planos de la realidad nacional, que vuelve más difícil la convivencia en el país y realimenta nuevos impulsos en una dirección destructiva.

Los síntomas se encuentran diseminados, desde las más pequeñas acciones de la micro política hasta las más importantes cuestiones institucionales, y se dan en el contexto de una áspera lucha entre un gobierno que busca asentarse y encaminar la situación económica-pandémica y social, y un diverso abanico opositor que busca en principio evitar que tal encaminamiento se produzca.

El problema de la anomia no es una cuestión teórica, que deba preocupar exclusivamente a lxs sociólogxs o politólogxs,  de interés para ser debatida en foros académicos o conferencias internacionales.

Es un tema de primera importancia política, porque la persistencia de ese fenómeno augura días complicados para el país y nuevos sofocones políticos para el gobierno de Alberto Fernández y Cristina Kirchner. Veamos algunas situaciones recientes.

 

 

La batalla del country Ayres de Pilar

Imaginemos por un segundo estos títulos: “Una turba impide que se cumpla un fallo de la Justicia” o “Una patota violenta impide que un ciudadano pueda ingresar a su propio domicilio a pernoctar”. Serían dos títulos que generarían sorpresa y preocupación en una sociedad normal.

Sin embargo, en el distorsionado clima social argentino, estos dos hechos no sólo no merecen repudio social, sino que son considerados una victoria de la “decencia” frente a la “corrupción”. Ambos hechos son en realidad uno, y ocurrieron cuando el Tribunal Oral Federal Nº 4 decidió hacer lugar a la prisión domiciliario de Lázaro Báez, empresario convertido por obra de la publicidad mediática-macrista en emblema de la corrupción K.

Esa noche, nuestro país pudo observar por televisión cómo las fuerzas públicas encargadas de ejecutar la orden judicial fracasaban en su cumplimiento y se rendían frente a un grupo de “vecinos exaltados” que no querían permitir la concreción de la disposición de uno de los poderes del Estado.

Fue evidente la incapacidad de los oficiales a cargo de llevar adelante la decisión del Poder Judicial, y de amparar a una persona que debía seguir cumpliendo prisión en su propio domicilio.

El derecho y el poder del Estado naufragaron por televisión, como si se tratara de un espectáculo más de los que observamos cotidianamente lxs argentinxs. ¿Dónde están las causas del fracaso de ese trámite administrativo menor? ¿No están en condiciones las diversas fuerzas de seguridad de hacer cumplir una orden oficial? ¿Qué impidió que aplicaran razonablemente la fuerza en resguardo de derechos elementales, frente a un grupo que realizaba una acción ilegal?

Esa noche se expresó, una vez más, la inhibición de todo el aparato estatal frente al poder de un sector social reducido, de situación acomodada, que parece el único que detenta una ciudadanía a prueba de la Ley. Es un sector social de elevados ingresos, fuertemente derechizado, y que se muestra en una actitud de abierto desafío —en la práctica— a toda disposición que lo contraríe.

Se encuentra empoderado por una ideología individualista militante, que se viene difundiendo promovida desde los principales medios y desde la Alianza Cambiemos. Es la convicción de que ese sector de la derecha social es la única fuente de legitimidad, la única vara desde la cual se debe medir al resto de la sociedad. No se les aplica la Ley común, porque por sus méritos –expresados u objetivados en su riqueza— no corresponde que sean molestados. Serían la encarnación misma de la libertad, y por lo tanto, si se les aplicara la Ley, sería en realidad autoritarismo. Quien osase intentar aplicar la Ley a este sector social, fuertemente ideologizado y en estado de agitación activa, estaría realizando una agresión a “las libertades” y cayendo, como era de esperar, en leso chavismo.

Por lo tanto, en nuestra realidad actual, la medida de la aplicabilidad de la Ley pasaría por la furia que son capaces de desplegar los sectores más acomodados, incitados y al mismo tiempo protegidos por un poder comunicacional que los organiza y representa.

El caso del country, como veremos, es uno más entre muchos otros casos. La técnica consiste en movilizar grupos en un estado de furia irracional, por lo general con una percepción fuertemente distorsionada de la realidad, uno de cuyos ingredientes es la completa tergiversación de los objetivos de las medidas gubernamentales. Por lo general, las autoridades terminan cediendo frente al enloquecimiento promovido intencionalmente por los medios y los agitadores que responden a algún poder concentrado.

Lo novedoso de esa situación es que se trata de grupos de derecha movilizada, que fuerzan situaciones violentas, y que actúan el relato anti-gobierno, anti-Alberto y anti-k de los medios.

Todo esto está ocurriendo en forma creciente, y no aparece una clara contestación pública frente a esta “nueva forma de hacer política” que está ejercitando la derecha furiosa.

La derecha local ya hace tiempo leyó a Gramsci, y ensayó con bastante éxito un discurso –la decencia, el trabajo, el esfuerzo individual— capaz de convocar a  diversos sectores que no comparten los grandes intereses de su núcleo básico. La validez de su superioridad moral está plenamente expresada en la distancia entre las palabras de Mauricio Macri (República, transparencia, decencia) y sus acciones de gobierno.

 

 

La batalla de la Quinta de Olivos

Otra demostración de anomia fue el episodio de la rebelión policial de la semana pasada. Montados en diversas demandas legítimas del personal policial, diversos punteros macristas y personal con oscuros prontuarios acaudillaron una protesta, que sorpresivamente se extendió hasta provocar el rodeo de la Residencia Presidencial en Olivos.

En una demostración de la falta total de reglas, medidas y límites, numerosos móviles policiales y personal armado de la policía bonaerense, luego de concentrarse en el perímetro del predio, reclamaron que el Presidente de la Nación saliera a negociar con la turba policial, que carecía de representatividad alguna.

Con el correr de las horas, lo insólito de la situación empezó a hacerse sentir. La reacción oficial fue muy limitada, ya que se optó por hacer como si no pasara nada grave. No se instó a los patrulleros a retirarse inmediatamente del lugar. El Presidente actuó prefiriendo disolver gradualmente el episodio atendiendo a las razones legítimas del reclamo. A medida que pasaban las horas, factores externos al sistema político convencieron a los políticos opositores para expedirse en contra de la continuidad del asedio a la Residencia presidencial.

Los responsables del evento no pueden ser ajenos al significado político de la acción. Y los participantes, como servidores públicos, no pueden tener tal nivel de ignorancia o de indiferencia democrática. Pareciera que así como se están haciendo capacitaciones con perspectiva de género en diversos niveles de la administración pública, se debería volver a explicar a la policía bonaerense que un funcionario armado no es un pistolero, sino que tiene una enorme responsabilidad, precisamente para defender a la sociedad de los pistoleros. Que los auxiliares de la Justicia no pueden violarla. Y que los representantes del Estado no pueden andar prepoteando al representante de toda la Nación. Reglas básicas, que parecen no estar rigiendo.

Son hechos que requieren una reacción que marque con claridad que existe Ley, que la Ley debe ser cumplida, y que si no se cumple hay sanciones claras y concretas. No debe tratarse de una acción oculta, porque lo que se debe restaurar públicamente es la autoridad del Estado democrático.

 

 

Un problema viejo

Durante los gobiernos kirchneristas, también ocurrieron episodios donde el Estado no pudo hacer respetar la Ley. Un caso famoso fue el corte durante 3 años y 6 meses del puente internacional General San Martín que une la Argentina con Uruguay, por parte de numerosos vecinos de Gualeguaychú. El tema que ocasionaba la protesta era grave, porque se temía por la salud y el bienestar de ciudad a partir de la construcción de una planta procesadora de papel. Pero la forma que tomó la protesta excedió lo razonable, cerrándose un paso internacional que es de absoluta incumbencia del Estado nacional. Ningún sector particular puede disponer de parte de la frontera del país, por la razón que sea. La masividad de la protesta seguramente pesó en que no se usara la fuerza pública para abrir el paso.

En el conflicto de las entidades agropecuarias contra el gobierno nacional por la Resolución Nº 125, el sector entró en un estado semi insurreccional contra las autoridades públicas, cortando rutas y atribuyéndose la capacidad de regular quiénes pasaban y quiénes no por las carreteras de diversas regiones del territorio nacional, violando explícitamente uno de los derechos constitucionales básicos. Además de ello, se buscó conscientemente provocar el desabastecimiento en los grandes centros urbanos y el consiguiente efecto de penurias generalizadas e inflación. La derecha social hizo sentir violentamente su desapego a las leyes, su desconexión con sus compatriotas, y el precario estado de paz que reina en la Argentina cuando no se gobierna en función de sus intereses sectoriales. El gobierno optó por no reprimir.

Se puede entender que en determinada circunstancia histórica la atribución del Estado a hacer cumplir la Ley no se ejerza por atendibles razones políticas, para evitar males mayores o preservar la vida de los ciudadanos, pero esa prudencia no puede ser transformada en una práctica permanente que convalide la impunidad de los sectores privilegiados para bloquear las disposiciones que no les satisfacen.

Recientemente, cuando el Estado Nacional decidió la intervención de la empresa Vicentin, en medio de una situación delictiva de la que se conocen día a día más detalles escabrosos, se encontró con una especie de “pueblada” prefabricada por los dueños de la propia empresa, que impidió a las autoridades del Estado acceder a las instalaciones para comenzar las primeras tareas de salvaguarda del patrimonio público. Nuevamente, otra movilización furiosa en función de la defensa de una corporación que ha estafado a productores, trabajadores, bancos públicos y bancos extranjeros, recibió una bendición mediática como si encarnara el “bien común”. Otra vez el Estado actuó como si careciera de poder y los funcionarios se retiraron ante la indecisión de aplicar la Ley, aunque eso implicara ceder ante el poder movilizador de la delincuencia.

Los casos de incapacidad pública para hacer cumplir la Ley se multiplican, y enferman a la sociedad. En el ámbito de la economía, la maniobras ilegales con el dólar que crean incertidumbre y malestar, las remarcaciones ilegales de precios que observamos todos los días, los desalojos que están prohibidos pero ocurren, son formas de anomia que perjudican a la mayoría de la sociedad y develan una inhibición de los diversos niveles institucionales para ejercer el poder legal.

 

La anomia se cura con Ley

Alguien, desorientado por una postura estrictamente legalista, podría preguntar por qué no ejercer entonces la violencia legal contra los movimientos sociales y laborales que reclaman por sus derechos en la calles, infringiendo alguna norma urbana.

La respuesta es elemental: mientras los movimientos populares reclaman por derechos conculcados de facto por el funcionamiento de una economía excluyente, rentista y especulativa, lo que los movimientos violentos de derecha hacen es reclamar para cristalizar privilegios inadmisibles, despojar de derechos a otros ciudadanos o para retroceder en el ordenamiento social hacia una sociedad oligárquica y estratificada.

La furia desplegada por los sectores de derecha parecería ser un argumento suficiente para que se suspenda el orden legal y el Estado se abstenga de aplicar la Ley, por miedo a herir la sensibilidad delirante de los grupos movilizados, o a ser catalogado como “represivo” por la derecha comunicacional.

Pero el gobierno no puede aparecer intimidado por los medios de comunicación y los grupos civiles violentos que actúan en conjunción, simplemente porque estos no tienen límite y pueden empujar a un cuadro de ingobernabilidad. Debe comenzar a trazar una clara línea roja sobre lo que se puede y no se puede hacer en un sociedad civilizada.

Podría esperarse –sería lógico— que una parte de la oposición, desesperada por lo que comienza a conocerse de las irregularidades institucionales y económicas de su gestión, no vea otra alternativa que incitar a situaciones de alta conflictividad para tratar de eludir el rumbo de decadencia política en la que está sumergida. Eso no puede cambiarse.

Lo que sí conviene precisar es cómo se para el poder político frente a las manifestaciones de anomia, hoy protagonizadas por una derecha violenta, acostumbrada a la impunidad y amparada por la “opinión pública” formada por los medios opositores.

Esa revisión implica clarificar públicamente la diferencia abismal existente entre el ejercicio legítimo de la autoridad pública —que confiere la Constitución y las leyes—, con el inventado “autoritarismo oficial” por parte de quienes reclaman la inmovilidad de modelo social macrista.

Si la sociedad argentina fue capaz en su momento de comprender que las Fuerzas Armadas no tenían facultades legales para remover a ningún Presidente constitucional, también deberá comprender hoy que un Estado impotente para hacer cumplir la Ley no deja el vacío para ser llenado por la libertad de los individuos, sino por el autoritarismo al servicio de las corporaciones.

 

 

 

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