Una Mafalda (más) moderna

¿Cómo sería una Mafalda actual, que tuviese 6 años en 2025?

 

Mi cabeza es peculiar, ya lo saben. No voy a pedir disculpas a esta altura. Por esa razón, qué duda cabe, durante esta semana hubo muchos signos que se alinearon en la misma dirección. El lunes pesqué un posteo de Ediciones de la Flor, donde lamentaban la pérdida de los derechos de la obra de Quino —incluyendo las tiras de Mafalda—, después de haberla publicado durante 55 años. Al rato abrí la nueva edición de la revista New Yorker, y descubrí que incluía un artículo sobre Mafalda, celebrando su edición en los Estados Unidos. (Traducida además por Frank Wynne, quien volcó mi novela Kamchatka al inglés.) Al día siguiente tuve una reunión en una productora a la que nunca había ido. ¿Y a quién vi, apenas abrieron la puerta? A Mafalda. (Una efigie de Mafalda a escala más o menos natural, quiero decir, sentada sobre un banco de plaza.) Cuando me fui, caminé unas cuadras y en un momento me cayó la ficha: estaba atravesando la plaza de Colegiales llamada... Mafalda. No me quedó otra que cerrar los ojos, visualizar al personaje más celebrado de Quino y decirle mentalmente: "Qué pasa, nena. ¿Qué estás tratando de decirme?"

Poco después confirmé que la obra de Quino había sido adquirida por Penguin Random House Mondadori. Vi también que circulaban quejas, por el hecho de que ese tesoro dejase de pertenecer a una tradicional editorial argentina para pasar a manos de un conglomerado internacional. Pero no voy a meterme en ese berenjenal. Primero, porque no se me ocurre cómo cuestionar los derechos legales que asisten a los herederos de Quino. (Sobrinos nietos, tengo entendido.) Y después, porque Random House es la editorial que publica mis ficciones, lo cual afectaría cualquier pretensión de objetividad de mi parte. Así que cederé esa discusión a quien se sienta preparado/a para darla, y me abocaré a aquello que me inquietaba desde el lunes, a saber: ¿por qué Mafalda parecía estar lanzando señales en mi dirección? ¿Acaso pretendía expresar algo por mi intermedio, justo en estos días, que de pacíficos y de amigables con la cultura argentina tienen poco?

 

 

El artículo del New Yorker está firmado por Daniel Alarcón, que no es cualquiera. Se trata de un escritor peruano-estadounidense muy interesante, autor de novelas como Lost City Radio (2007), que recibió la beca McArthur al Genio en el año 2021, enseña periodismo radial en la Universidad de Columbia y colabora con el New Yorker hablando sobre temas latinoamericanos. Su texto es preciso y criterioso. Se llama La historieta argentina que galvanizó a una generación, usa el desembarco de Mafalda en los Estados Unidos como excusa y se cuestiona no sólo el fenómeno que produjo la tira entre 1964 y 1973, sino las razones de su vigencia y su popularidad, que exceden las fronteras de nuestro país. "Mafalda ha sido traducida a veinticinco lenguajes —dice Alarcón—, y ha vendido decenas de millones de ejemplares tan sólo en español, lo cual la convierte en el cómic latinoamericano más vendido de todos los tiempos".

¿Hay alguien en la sala que desconozca la historia del personaje? Alarcón recuerda que, en 1963, una agencia de publicidad le pidió a Joaquín Lavado —Quino, para el mundo— una tira que publicitase los electrodomésticos Mansfield. Debía presentar a una familia tipo, en la que todos los integrantes tuviesen nombres que arrancasen con la letra M. La tira no se usó nunca, pero el apelativo de la niña —que había registrado al ver la película Dar la cara, de José A. Martínez Suárez, donde se llama así a un bebé— se le quedó pegado. Al año siguiente lo contrataron para amenizar la revista Primera Plana, y propuso una tira protagonizada por Mafalda.

 

Quino y la nena.

 

El género de la obra no era novedoso. Existen infinidad de tiras que cuentan historias de niños en un mundo de adultos. En este sentido, Mafalda dialoga de igual a igual con las mejores del rubro, que para mí son Peanuts de Charles M. Schulz (1950-2000) y Calvin & Hobbes de Bill Watterson (1985-1995). Todas protagonizadas por criaturas de alrededor de seis años —el Charlie Brown de Schulz arrancó con cuatro en el '50 y llegó a los ocho en los '80, pero tuvo seis entre 1957 y 1979—, que aprenden a sobrevivir en un mundo que les queda grande pero al que iluminan, mediante la reflexión humorística y la pincelada poética. Y cada una tiene sus particularidades. En Peanuts los adultos no se ven, suelen estar fuera de cuadro. En Calvin & Hobbes, la cosa gira en torno a la relación del protagonista con su tigre de peluche, que funge de amigo imaginario. ¿Y Mafalda? Los niños que la rodean son más bien prototípicos: Felipe el soñador, Miguelito el ingenuo, Manolito el práctico, Susanita la aseñorada, versión hecha carne del mandato machista. Pero si la creación de Schulz puede ser interpretada como "una lectura de Freud a través de Charlie Brown", la creación de Quino —según sugirió Umberto Eco— presentaría a Mafalda como un puente hacia el Che Guevara.

Porque esa niña no tenía nada de prototípica. Era precoz, estaba al tanto de todo lo que ocurría en el mundo y no conocía la sumisión. Por supuesto, también tenía rasgos propios de su edad, como el fanatismo por Los Beatles —exclusivamente juvenil, a mediados de los '60— y su aversión por la sopa. ¡En una tira se pregunta cómo puede ser posible que todavía no le hayan dado un Oscar a El pájaro loco! Pero en términos esenciales, Mafalda era un adulto en frasco chico. No tenía un pelo de frívola, nada le preocupaba más que el triste estado del mundo y de su país. Se la veía mejor plantada que sus progenitores, desde que su padre era un niño-adolescente que no había madurado nunca y su madre vivía consumida por su deber ser de buena alumna, sólo que en versión ama de casa. Ahora que lo pienso, Mafalda rondaba por mi cabeza desde la semana anterior, cuando me pregunté vía Twitter cómo habrá sido Cristina cuando niña. Me la imagino como una Mafalda platense, coqueta, exigente e indomable. ¡Pagaría a cambio de anécdotas de esa niñez!

 

Los personajes de "Peanuts", de Charles M. Schulz.

 

Como le dijo el artista Liniers a Daniel Alarcón: "Mafalda no te enseñaba a comportarte, a respetar a tus mayores y a evitar la confrontación con tu hermano. Mafalda te enseñaba a cuestionar el mundo".

Pero claro, por entonces —volvemos a hablar de los utópicos '60, como durante las últimas semanas— criticar la realidad era sensato y sensible. Como yo, Mafalda creció en un país tutelado por militares, con políticos cuya inconsistencia parecía justificar la tutela. Pero al mismo tiempo, y en especial si comparamos con las cosas que ocurrieron después, no era un lugar tan terrible. Alarcón describe aquella Buenos Aires como "una de las capitales culturales del mundo hispano-parlante de entonces, cuyas librerías seguían abiertas de noche, con audiencias que hacían fila en los cines para ver la nueva de Ingmar Bergman y revistas y diarios que competían por la atención y el dinero de la creciente clase media argentina". Pero la sofisticación cultural no disimulaba la inmadurez política, que dificultaba que la máquina democrática terminase de arrancar y emprendiese viaje. (El desarrollo trunco de los padres de Mafalda sugiere que la república tutelada era casi inevitable.) Aun así, la sociedad era regenteada por milicos que ladraban mucho pero mordían poco. Lo peor que podía hacerte un policía era "abollarte la ideología" con su macana. En ese contexto, criticar no sólo era sensato y sensible: era posible.

 

Los protagonistas de "Calvin & Hobbes".

 

Quino decidió que Mafalda hiciese mutis por el foro en junio del '73, días después del retorno definitivo de Perón. El mundo del que hablaba la tira ya no tenía puntos de contacto con la turbulenta democracia que se alumbraba. Y en marzo del '76 —el mes del golpe de Estado—, Quino dejó el país, para convertirse en un exiliado más.

Años más tarde le preguntaron cómo imaginaba a Mafalda adulta. Respondió que nunca habría llegado a esa edad, que Mafalda se habría convertido en una más de los 30.000 desaparecidos.

Aun así, en el final del artículo Alarcón cree adivinar lo que pensaría Mafalda de personajes como Trump y Milei. ("Ambos Presidentes —dice— intentaron reformatear la crueldad como si se tratase de una nueva y potente variedad del patriotismo".) Pero yo prefiero no contradecir la intuición de Quino. Ya sabemos qué solía ocurrirle a las pibas que en el '76 hacían gala de conciencia política y militaban en las calles. Recuerden a las hijas de Oesterheld. Por eso mismo, antes de imaginar qué pensaría hoy una Mafalda adulta, prefiero preguntarme cuán plausible sería hoy una Mafalda de seis años, en este desangelado mundo nuestro.

 

 

 

 

Rebelde con causa

Los protagonistas de ese tipo de tiras solían ser tipos, varoncitos, sostenidos por muletas como perros imaginativos —el Snoopy de Charlie Brown— o tigres imaginarios como el Hobbes de Calvin. La predecesora más relevante de Mafalda fue La pequeña Lulú, creada en 1935 por Marjorie Henderson Buell. Lulú era una anomalía por partida doble: no sólo competía con los pibitos del Club de Tobi, demostrando que ella era tanto o más hábil y lista que ellos, sino que además era fruto de la imaginación de una mujer. Que Quino, un ejemplar del género masculino como Schulz y Watterson, haya preferido una protagonista, es la primera indicación de la fina sintonía con su tiempo que a partir de entonces desplegaría. A comienzos de la revolución cultural y política que supusieron los '60, Mafalda tenía una doble motivación para ser rebelde: porque era lo que correspondía, ante un mundo de mierda, pero además porque era mujer. ¿Quién podía tener mejores razones para protestar?

 

"La pequeña Lulú".

 

En ese sentido, cuesta poco y nada imaginar una Mafalda de seis años en el 2025. Las niñas de hoy son un avión supersónico, infinitamente más despiertas y curiosas e inquietas que sus contrapartes masculinas. (Una de las razones por las cuales me cuesta poco visualizar a una neo-Mafalda es que tengo hijas grandes, ya de treintaipico, que exhiben distintos grados de mafaldización. A una de ellas en particular, lo único que le falta para ser Mafalda hecha y derecha es el casco de pelo negro de la original.)

 

 

A esta neo-Mafalda conjetural no le costaría mucho mantenerse informada, dado que las fuentes se multiplicaron en cantidad y en tipo de coberturas, excediendo la radio y los diarios de los que la original dependía. Así como la niña de los '60 adoraba la TV, aun cuando se la bardeaba como antítesis de la cultura, juraría que la Mafalda de hoy estaría híper-conectada. Si no dispusiese todavía de un celular propio, metería en quilombos a sus padres al twittear desde las cuentas de sus mayores. (Muchas de las twitteras que sigo deben haber sido Mafalditas, cuando niñas.) Y como el menú evolucionó y la sopa dejó de ser un plato obligatorio, la imagino encarajinándose con las verduras y las frutas que hoy encarnan la corrección política en términos alimenticios.

Algunas de las obsesiones de la Mafalda original siguen vigentes. Aquel era un mundo embarcado en guerras vergonzosas, y este de hoy sigue siéndolo. Ha empeorado, incluso. No se me ocurre cómo lidiaría Mafalda con el espanto del genocidio de Gaza, que oblitera toda posibilidad humorística. Aquel era un mundo jodido pero alentaba el pensamiento utópico, era casi mandatorio pensar constantemente en un futuro mejor. Pero nuestro presente es intolerable, y además se especializa en negar, ocultar o nublar cualquier perspectiva de mejora, de superación para la humanidad en su conjunto. Las usinas culturales que responden al tecnofeudalismo nos convencieron de que todo empeorará, de que resignarse es lo más sensato. (Mark Fisher llamaba a esto "depresión deliberadamente cultivada", como recordé la semana pasada.) En consecuencia, el dolor y la impotencia que sentiría una niña de hoy sería mucho más grande que el de personaje de Quino. Debería, pues, ser más cáustica, más escéptica, más amarga. Más parecida a la Daria de la serie animada homónima. Una niña a la que sonreír le costaría tanto como a la Merlina (Wednesday) que Alfred Gough, Miles Millar y Tim Burton concibieron para Netflix, a partir del personaje de Los locos Addams.

 

 

La Mafalda de Quino tenía poca fe en una clase política que no hacía frente a nuestros preceptores de uniforme. (Verde, en este caso.) La de hoy no tendría a los dirigentes en mejor concepto. Hasta el momento, la iniciativa de la ultra-derecha mundial no se ha topado con una oposición que resista a su brutalidad, y mucho menos que la desactive. Los demócratas de los Estados Unidos no han frenado la avanzada autocrática del Rey Donald. El laborismo inglés no tiene de laborismo más que la etiqueta. Y acá, entre nosotros, los únicos que ejercen como oposición real son los kirchneristas y parte de la izquierda; el resto, empezando por el radicalismo y el mainstream del sindicalismo, se especializa en la tarea de dar vergüenza.

Como la mayoría de los jóvenes de su época, la Mafalda de Quino abominaba de la hipocresía de la sociedad que le tocó en suerte. Vibraba con las ondas de amor y paz que emanaban del hippismo, pero a diferencia de ese movimiento, no era políticamente ingenua. Aquella Mafalda no soñaba con irse al campo y crear una comunidad ludista, anti-tecnológica: quería modificar la sociedad de la que se sabía parte. (Encuesta imposible: ¿cuántos de los jóvenes desaparecidos habrán crecido leyendo Mafalda desde el '64? Muchas de esas chicas gloriosas deben haber sido Mafalditas, de crías.) Pero aquella sociedad argentina todavía conservaba su humanidad. Aún no había cruzado el Rubicón de la pérdida de una generación, ni de la oscuridad que sobreviene cuando impactan las complicidades, por acción u omisión, con el genocidio de los '70.

 

 

¿Qué diría una Mafalda de seis años ante la sociedad argentina de hoy, donde parecen primar la crueldad y el individualismo? Durante los '60 y los '70, la aspiración al ascenso social, conectadísima con el sueño universitario, estaba en su apogeo. Mafalda criticaba a su propia vieja, que había renunciado a la superación personal para contentarse con ser esposa y madre, y a su padre por falta de ambiciones. Para ser coherentes con la tira de Quino, los padres de una Mafalda actual deberían ser de esos que se pretenden clase media pero están al borde del abismo. (Unos pelagatoz, como dice Guille, el hermanito menor.) En consecuencia, es tentador pensar que figurarían entre los votantes de Milei que se deslumbraron ante la perspectiva de ganar, y ahorrar, en dólares.

La Mafalda original imaginaba un futuro como profesional: por ejemplo, intérprete en las Naciones Unidas. ¿Qué pensaría la Mafalda modelo 2025 del combate de este régimen contra la cultura y la ciencia? ¿Y respecto de tantos de los jóvenes actuales, que no pretenden más que zafar? (Días atrás supe de la existencia de chicas adolescentes cuyo único proyecto de futuro es convertirse en amas de casa. ¡Susanitas redivivas!) ¿Cómo reaccionaría la neo-Mafalda ante el triste modelo de mujer que presentan las Lemoines, las Juliana Santillán, las Karinas y las Pato Bullshits? ¿Y cómo ante la violencia verbal —esta versión de Mafalda debería incluir puteadas, me temo—, y también ante la violencia literal de la persecución política y de la represión que, por ejemplo, descarriló la vida del fotógrafo Pablo Grillo?

 

 

Tal vez eso explique por qué, entre otras razones, no existe hoy un personaje que ocupe un lugar equivalente. Aquella niña podía darse el lujo de ser rebelde, en el marco de un capitalismo que regía con mano suave, que prefería engatusar a dar latigazos. Pero a una niña actual con conciencia de la realidad no le quedarían muchas opciones. En el mundo de hoy, de transitoria victoria ante las concepciones épicas y utópicas de la vida, debería ser una piba ácida hasta la misantropía, exiliada del mundo por decisión propia y quizás hasta medicada... o bien una anarquista en frasco chico, la revolucionaria del aula, terror de sus padres y de sus maestros.

Una mini-Eva Perón, bah.

 

 

 

The Mafaldix Reloaded

Por supuesto, esta sociedad nuestra no salió de un repollo. Algunos de sus rasgos constaban en Mafalda, sólo que en estado germinal. El sector de la juventud al que sólo le interesa ganar guita debería tener a Manolito por patriarca. En una tira, Mafalda lo encuentra leyendo la cotización del mercado de valores en un diario y le pregunta, haciendo gala de ironía, si se refiere a los valores morales, espirituales, artísticos o humanos. A lo cual Manolito le responde, imperturbable: "A los que sirven". Todo el credo del mileísmo cabe en esa respuesta.

 

 

El sector de la clase media que no tolera que los pobres se le arrimen tendría a Susanita por matriarca. En una tira le dice a Mafalda que pronto se irá de veraneo y que por eso no le interesa hablar de otra cosa. Entonces Mafalda le dice que ella también se irá de vacaciones. Y Susanita cambia al toque de tema de conversación, porque desde que dejaron de servirle para sentirse superior a Mafalda, las vacaciones perdieron su interés.

En algún sentido, la Mafalda original —que se plasmó entre el '64 y el '73, lo refresco— expresa a la perfección la Argentina de la proscripción del peronismo. En sus páginas existen los laburantes y la clase trabajadora, pero no su expresión política más natural. En ese sentido, Quino adscribía a la pretensión de que existía una Argentina posible con el peronismo prohibido, expulsado más allá de los límites del cuadro. (O del cuadrito, en este caso comiqueril.) Por supuesto que lamentaba la tutoría militar y la debilidad de la clase política formal, cuyo centro ocupaban el radicalismo y sus desgajamientos. Pero se cuidó mucho de sugerir que la proscripción era, como lo fue, un problema esencial, inescapable, de ese período.

Se podría pensar que, de algún modo, el credo republicano de Quino —hijo de exiliados españoles— prefiguró al alfonsinismo. (No es extraño que obras ficcionales anticipen movimientos políticos. Yo tengo mis ideas respecto de algunas que podrían haber prefigurado al kirchnerismo, sin ir más lejos. Me gustaría creer que puedo haber tenido algo que ver con una de ellas.) Pero la confesión de Quino respecto del destino de Mafalda como desaparecida sugiere que entendió la centralidad de aquello que, siguiendo los deseos del poder, había marginado entre el '64 y el '73. La irrupción del personaje llamado Libertad en las orillas del '70 revela que advertió que se venía otra cosa, más demandante que la rebeldía de Mafalda.

 

 

La pequeña Libertad era más Mafalda que Mafalda. Empezando por sus padres, que daban envidia a la original: un padre que no dejaba de ser un pelagatos pero al menos tenía una postura política —se revindicaba socialista— y una madre traductora de francés. Donde Mafalda era rebelde, Libertad era revolucionaria. Representaba para Mafalda la posibilidad de radicalizarse. Era lo que hasta entonces había creído imposible, dado que estaba rodeada de gente conservadora o políticamente neutra: ¡alguien más extremista que ella misma!

Una vez que la perspectiva histórica jugó en su favor, Quino asumió que a Mafalda —criada por padres políticamente ñoños, que nunca movieron un dedo para que la sociedad mejorase y por ende consintieron el estado de las cosas— , no le iba a quedar otra que evolucionar hasta sumarse a alguna expresión de la izquierda peronista, para terminar compartiendo su suerte aciaga. Nada describiría mejor nuestro presente que una historieta con los personajes adultos en la Argentina de hoy: Manolito el empresario, Susanita casada con un millonario (hasta considero la posibilidad de que haya desposado a Manolito, miren lo que les digo: la plata tira), Miguelito y Felipe jubilados (aunque tengo mis dudas respecto de la salud del corazón de Felipe), y todos orbitando alrededor de las ausencias de Mafalda y Libertad, las desaparecidas. Así estamos. Eso somos.

 

 

Voy a proponer un ejercicio incómodo, pero necesario. Imaginar a la Mafalda joven detenida o secuestrada, torturada, violada y finalmente asesinada, mediante tiro a quemarropa o arrojada de un avión. La tensión insoportable entre todas las cosas buenas y tiernas que inspira la Mafalda dibujada y los horrores que hubiese sufrido de ser de carne y hueso sirve para dimensionar lo perpetrado sobre los 30.000 Mafaldas y Mafaldos reales. Lo que resulta intolerable al ser proyectado sobre un personaje de tinta y papel se vuelve imperdonable, francamente, cuando se considera que es lo que le hicieron a tantas personas físicas, sin mostrar arrepentimiento ni pedir perdón durante medio siglo.

La Mafalda que tuviese seis años en 2025 debería ser distinta de la de Quino, porque sería una Mafalda concebida después de nuestro Auschwitz, y por ende no podría permitirse las ingenuidades del original. La célebre admonición de Theodor Adorno planteaba la dificultad de escribir poesía después de la experiencia nazi; lo complicado, para la Mafalda actual, sería hacer humor en un contexto tan trágico como el presente. Pero, así como encontramos formas de seguir poetizando más allá de los campos de concentración, no dudo de que un Quino moderno encontraría cómo hacernos reír, aun cuando se tratase de una risa dolorosa.

 

 

Por lo pronto, a la neo-Mafalda no le quedaría otra que ser más zarpada. Si la original criticaba la indiferencia de los ahítos ante los pobres, ¿cuánto más diría ahora, cuando además de hambreárselos se los apalea, se los endeuda hasta la verija, se los despoja de medicamentos y de cuidados y hasta de gas para calentarse en invierno? Si el personaje original repudiaba la hipocresía y la vulgaridad, ¿cuánto más diría ahora, ante el espectáculo degradante de los majules y los gordodanes? Si el personaje original clamaba por la paz mundial, ¿cuánto más diría ahora, cuando ciertos países invaden y masacran como en el siglo XX, pero sin dar otra justificación que lo hago porque puedo y me conviene?

Supongo que, en último término, ese sería el sentido del ejercicio especulativo al que me conminó mi Mafalda imaginaria. Llegar a la conclusión de que, además de seguir disfrutando de la obra original, llena de ideas aún vigentes (además de las reediciones, vendrá también una versión animada, concebida por Juan José Campanella), es preciso entender cuánta falta nos hace un personaje que cumpla un rol parecido al que Mafalda desempeña desde hace 61 años — pero hoy.

Seguramente no saldría de una tira gráfica, porque los diarios y las revistas no tienen el ascendiente y la popularidad de otrora. Tal vez nacería animada digitalmente, o evolucionaría hacia allí a partir de memes o gifs. Siendo quien soy y pensando como pienso, la visualizo como una cría —porque seguiría siendo una niña, o incluso un personaje que escapase de la hétero-norma— que se convertiría en el terror de los fachitos actuales. Con el cagazo que le tienen a la concha y a asumir sus ambigüedades sexuales, una niña segura de sí misma, culta y de réplicas filosas sería la encarnación de todas sus pesadillas. Una Mafaldita así encarando a un símil Laje sería para alquilar balcones. Algo similar presenciamos, ya, a través de ciertas intervenciones de Ofelia, de Male Pichot, de Mariana Enríquez —la Mafalda neo-gótica— y de Isabel González, la presidenta del Centro de Estudiantes de Filo que dejó balbuceando al pelele libertario Iñaki Gutiérrez: las sobrevuela un espíritu mafaldesco, sin duda alguna.

 

 

Ojalá a alguna creadora o creador argento se le ocurra ir por ese lado. Un personaje de esa estirpe respondería a nuestra necesidad de que resuene algo que debe ser dicho pero sigue amordazado, asordinado por los fuegos artificiales del show virtual. Si Mafalda tocaba un nervio en los '60, cuando tantas cosas estaban mejor que ahora, mucho más lo tocaría su heredera, en tiempos de lisa y llana emergencia. En aquel entonces, la creación de Quino funcionó como la variante argenta del personajito de un cuento de Andersen: el niño que, mientras la sociedad fingía demencia, levantó el dedito para señalar lo obvio, que el emperador estaba desnudo. Hoy necesitamos más que nunca que alguien alce la voz para que se oiga alto y claro que esto que experimentamos no es normal, que no se puede seguir así, que no estamos viviendo en democracia sino siendo víctimas de terrorismo de Estado de baja intensidad y, por ende, reducidos a la condición de prisioneros domiciliarios o exiliados en nuestra propia tierra.

Mafalda era esa niña que, antes que jugar con muñecas, prefería tratar al globo terráqueo como si fuese un bebé necesitado de cuidado constante. Eso es lo que nos está faltando: la sensibilidad de entender que urge volver a cuidar al mundo como la criatura delicada que es, en vez de seguir tratándolo como a los jubilados a quien Pato Bullet faja los miércoles.

 

 

 

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