Una segunda oportunidad

La Inspección General de Justicia vuelve a poner el ojo en las guaridas fiscales

 

El 29 de enero pasado asumí por segunda vez el cargo de Inspector General de Justicia. Ya lo había desempeñado desde septiembre de 2003 a noviembre de 2005, alejándome de tal función después de haber cumplido con los objetivos que me había impuesto al asumir. Consistían en reglamentar la ley 19550 en determinados aspectos muy controvertidos, así como cubrir las lagunas que exhibía la legislación societaria y terminar de una vez por todas con algunas desinterpretaciones “muy convenientes” para el sector empresarial, efectuadas por alguna jurisprudencia en materia de sociedades comerciales, que en coincidencia con cierta doctrina absolutamente corporativa, alentaban la utilización del negocio societario para cualquier cosa, en especial para disfrazar la actuación de una o varias personas humanas detrás de la máscara de una persona jurídica o, sencillamente, para evitar afrontar con su patrimonio personal y de cualquier manera los riesgos empresarios derivados de la actividad mercantil desarrollada por aquel.

Allá por 2003 el panorama societario era muy diferente al que exhibe la República Argentina en 2020. Por aquel entonces, las sociedades offshore aparecían en el firmamento legal como un nubarrón que anunciaba fuertes tormentas, pero constituía un fenómeno que sólo conocían algunos estudiosos o abogados especialistas en asuntos comerciales, quienes nunca pudieron olvidar las cambiantes alternativas del célebre caso “Compañía Swift de La Plata”,  acaecidos allá por fines de la década del '60 y principios de los 70, así como la aparición de grupos societarios constituidos en islas del Caribe —pero de capitales norteamericanos– que pretendieron quedarse, a través de todo tipo de artilugios legales, con un centenario y prestigioso frigorífico de la Provincia de Buenos Aires. Recordemos que dicha maniobra fue desvirtuada primero –aunque parcialmente—  por la Sala C de la  Cámara Nacional de Apelaciones en lo Comercial, para finalmente, y en forma terminante, por la esa magnífica Corte Suprema de Justicia de la Nación constituida en 1973 por el gobierno de Héctor Cámpora e integrada por juristas de la talla de Ernesto Corbalán Nanclares, Manuel Arauz Castex, Agustín Díaz Bialet, Ricardo Levene (h), Pablo Ramella y Héctor Masnatta, autora de importantísimos fallos, a cuya destacada actuación puso fin la dictadura el 24 de marzo de 1976.

Este nefasto fenómeno societario, traducido en la incorporación a la economía mundial de sociedades constituidas en guaridas fiscales, con expresa prohibición para actuar en su país de origen y pergeñadas para defraudar por lo general al fisco de su país, entre otras actuaciones no menos reprochables e ilegítimas, fue muy combatida por nuestra Inspección General de Justicia entre 2003 y 2006, prohibiendo directamente la inscripción de estas ilegítimas sociedades en el registro mercantil de la ciudad de Buenos Aires, luego de la tragedia de Cromañón. Todas estas normas fueron recopiladas en las “Nuevas Normas de la Inspección General de Justicia” en 2005  a través de la resolución general nº 7, que fuera derogada en épocas neoliberales por el gobierno macrista mediante la resolución general IGJ nº 6/2018, que borró de un plumazo todas las normas que, basadas en evidentes razones de soberanía, habían prohibido la actuación en la República Argentina de las denominadas sociedades offshore.

 

 

 

Panamá y Paradise Papers

Esta actitud de prescindir del control estatal de las personas jurídicas en nuestro país era sumamente previsible en estos últimos cuatro años, en especial ante la absurda e incomprensible reacción del gobierno nacional que, a pesar de la aparición del fenómeno de los Panamá Papers SA en 2016 y los Paradise Papers SA en 2017, nada hicieron cuando advirtieron que muchos de los funcionarios que integraban el Poder Ejecutivo de la Nación –con el por entonces Presidente de la Nación, Mauricio Macri, a la cabeza—, habían hecho y acrecentado su fortuna a través de las nunca bien ponderadas sociedades y cuentas offshore, esto es, violando cuanto menos las normas fiscales argentinas y perjudicando el patrimonio nacional. La reacción fue la que tantas satisfacciones le dio al gobierno cambiemita, pues apoyada por los grandes medios de comunicación y por un sector del Poder Judicial, procedieron a naturalizar la cuestión, esto es, a utilizar el absurdo e ilegítimo argumento de que ocultarse detrás de la máscara de sociedades constituidas en una guarida fiscal para operar comercialmente en la República Argentina era una inversión financiera como cualquier otra y no un ilícito civil y en la mayor parte, un delito de derecho criminal. Así fue que, en comparación con otros países, donde el conocimiento ciudadano de las actividades offshore por funcionarios estatales originaron su inmediata defenestración del cargo ante el clamor popular, en la República Argentina absolutamente nada sucedió, pues los medios dominantes se ocuparon de indignar hasta el paroxismo a cierta parte de nuestra ciudadanía exhibiendo infinidad de veces los bolsos del Sr. José López, con total olvido de que los dólares de esos bolsos eran simplemente monedas al lado de la enorme fuga de divisas que fue concretada por la élite gobernante a través de una transferencia girada a una cuenta bancaria de una guarida fiscal.

Para un 40% de nuestra población, los escándalos de los Panamá Papers y los Paradise Papers nunca existieron, constituyeron fenómenos que ni siquiera rozaron a la Argentina. Solo le costó el cargo a un funcionario de segunda categoría, de apellido Díaz Gilligan, pero los verdaderos operadores de sociedades y cuentas offshore continuaron con dichas prácticas, utilizando las sociedades –offshore y de las nuestras– para cualquier cosa, esto es, como titulares de casas, departamentos,  estancias o residencias en  clubes de campo, sin actividad alguna, disfrazando al verdadero dueño de esos bienes. También se utilizaron por la clase empresarial o por personas adineradas a los fines de vaciar sus empresas ante la proximidad de una quiebra; para trasvasar actividades y patrimonios de una empresa a otra; para frustrar el cumplimiento de sentencias judiciales y otros menesteres, como defraudar al régimen conyugal, societario y concursal, creando acreedores ficticios en los procesos concursales, sin la menor indignación que cabría esperar del Poder Judicial de la Nación ante maniobras como esas.

No obstante cabe destacar que gracias a la intervención de las Fiscales de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Comercial, las doctoras Alejandra Gils Carbó y Gabriela Boquín, se pudieron obtener fallos ejemplares, sancionando dichas actuaciones y poniendo las cosas en su lugar. Pero esos precedentes judiciales no fueron suficientes para obligar al gobierno anterior a la reforma de la ley de sociedades comerciales y evitar la actuación de las sociedades offshore en la Argentina, sino que sucedió exactamente lo contrario: se sancionó a través de la Inspección General de Justicia la resolución general nº 6/2018 que derogó toda prohibición y restricción a estas falsas sociedades extranjeras para actuar en el país, que pasaron a intervenir en el tráfico mercantil local con toda libertad, convirtiendo a la República Argentina en un país friendly para la actuación de estas compañías fantasmas, como acertadamente lo calificó el periodista Tomas Lukin, cuando se dictó aquella inadmisible resolución de la autoridad de control que derogó las medidas de protección que estuvieron vigentes entre  2003 y 2015. invocándose para ello, aunque parezca increíble, razones basadas en la simplificación de trámites, olvidando que detrás de todo este fenómeno existen evidentes razones de soberanía y de defensa del patrimonio nacional. Las razones que justificaron la supresión de esas restricciones constituyeron un escarnio para los intereses nacionales.

 

 

 

El sueño de la ley propia

Pero el macrismo no solo derogó las prohibiciones que la República Argentina había adoptado en otras épocas para evitar la simulación societaria, sino que además, durante 2017, creó un nuevo tipo de sociedad, con el infantil argumento de proteger al capital emprendedor, cuya regulación incorporó en la ley 27349 denominada “Ley de Apoyo al Capital Emprendedor”, sociedades que se denominaron “Sociedades por Acciones Simplificadas”, conocidas en el ambiente como SAS. Estas nuevas compañías, que se caracterizan por contar con una pésima legislación, tener un capital irrisorio, un objeto amplísimo, una opacidad majestuosa y una total falta de controles, fueron autorizadas no sólo para emprendedores, sino para cualquier persona, aún cuando jamás haya revestido tal carácter, quien puede optar, si quiere actuar en sociedad, por el molde tradicional de una sociedad anónima o una sociedad de responsabilidad limitada, o por una sociedad por acciones simplificada, cuya ley de creación no contiene ninguna norma de protección para los terceros ni para los socios minoritarios, y en la cual el dueño de la mayoría puede hacer con sus socios, su patrimonio y con los intereses de los terceros, lo que le venga estrictamente en ganas, a diferencia de lo que sucede con las demás personas jurídicas previstas en la ley 19.550 y en el Código Civil y Comercial de la Nación.

Estas sociedades por acciones simplificadas son, en definitiva, el paradigma del macrismo en materia de actuación en sociedad, esto es, sin controles, sin formalidades, y constituidas en sólo 24 horas a través de un formulario tipo, cuya existencia no implica lo que se ha dado por conocer como “brotes verdes”, sino un clara presunción de urgente insolventación por parte de su agente para violar el principio de unidad de patrimonio prevista por los artículos 242 y 743 del Código Unificado, que consagra el principio general de derecho que establece, con otras palabras, que el patrimonio del deudor constituye la garantía común de sus acreedores.

Se pretendió consolidar y coronar este sombrío panorama en materia de derecho societario que hoy impera en la República Argentina, con un promocionado proyecto de reformas a la ley de sociedades, para evitar, entre otras muchísimas cosas, que la autoridad de control –la Inspección General de Justicia– pudiera reglamentar dicha ley a contrapelo de la filosofía neoliberal que inspiró el aludido proyecto, que dejaba sin efecto todas las conquistas que, desde la doctrina laboral, civil y en menor medida comercial, vienen siendo consagradas por la jurisprudencia desde hace mas de 50 años, en especial en materia de consagración de los derechos de terceros y de las minorías. Pero —afortunadamente para el ciudadano argentino, víctima permanente de esas ilegítimas actuaciones—, se trató de un acto fallido y frustrado, pues la organización del XIV Congreso Argentino de Derecho Societario, llevado a cabo en Rosario en septiembre de 2019, para promocionar ese proyecto y la aparición de las sociedades por acciones simplificadas (SAS), se convirtió en un fracaso cuando se tomó conocimiento de que el proyectado cuerpo normativo había perdido estado legislativo. Esto provocó una gran desazón en quienes pretendían dar un espaldarazo a la sanción de un nuevo ordenamiento societario, de neto carácter corporativo, en el cual –entre otras novedades— las sociedades offshore sacaban patente de legalidad.

 

 

 

 

Dentro de este desolador panorama debí asumir por segunda vez la titularidad de la Inspección General de Justicia, encontrándome con un organismo que supo ser pionero en la protección del comercio y del tráfico mercantil, pero en el cual predominaba la desazón y pesadumbre por parte de los profesionales que allí desempeñan sus funciones, pues no debe existir nada mas frustrante que ocuparse de controlar una actividad donde está en juego el bienestar de la ciudadanía y no hacer absolutamente nada al respecto, como aconteció en los últimos cuatro años de neoliberalismo, a tal punto de escuchar de boca de alguno de los inspectores que trabajan en este organismo que estaban "hartos de inscribir basura".

En definitiva, el control de la constitución de personas jurídicas y de su funcionamiento es una cuestión de interés nacional, pues no solo permite purificar un ámbito de actuación que no se caracteriza por su transparencia, sino que evita a la gente la promoción de pleitos que demoran años en resolverse, mientras consume la vida de la víctima de las maniobras efectuadas por quienes utilizan a las sociedades como instrumentos de evasión y fraude. De allí que considero fundamental dedicar mis esfuerzos, como Inspector General de Justicia, a llevar a cabo un efectivo y eficaz control, siguiendo los lineamientos de quienes crearon la Inspección General de Justicia en 1892, que jamás identificaron al control de legalidad de los actos societarios como un trámite que requiera de simplificaciones inadmisibles, como hasta el mes de diciembre se predicó desde las más altas esferas gubernamentales y desde los medios comerciales, para los cuales tener una sociedad en 24 horas reflejaba el máximo de eficiencia de la autoridad de control. A mi juicio, es fundamental no solo controlar a las sociedades extranjeras falsas –las sociedades offshore—, sino también a las fundaciones y asociaciones civiles que traicionan el espíritu de bien público que inspira su existencia desde la sanción del Código Civil, en 1867, en beneficio de quienes se aprovechan de sus estructuras para obtener resultados indebidos, y también a las sociedades por acciones simplificadas (SAS ) y los fideicomisos –ciegos o no– que constituyen paradigmas de la opacidad, así como también poner fin a otras anomalías societarias que hoy, por falta de una legislación adecuada, están a la orden del día.

La Inspección General de Justicia no deberá estar  al exclusivo servicio de quienes realizan trámites ante dicho organismo ni la simplificación de trámites debe ser el norte de esta institución centenaria, que reconoce la razón de su existencia en un efectivo y activo control, de constitución y funcionamiento de las personas jurídicas. Actuando de esta manera, espero poder cumplir con el mandato constitucional de “afianzar la justicia”.

 

 

 

 

* Inspector General de Justicia. Profesor de la Facultad de Derecho Societario de la Universidad de Buenos Aires y de la Universidad de Avellaneda.

 

 

 

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