Una sombra ominosa sobre la justicia

La causa Nisman como amenaza a la institucionalidad democrática

 

Si uno quisiera explicar hasta qué punto el funcionamiento extorsivo de un sistema judicial es capaz de producir impunidad, bastaría con acercarse al historial de despropósitos que se han producido y siguen produciéndose en torno a la investigación por el atentado a la AMIA y causas judiciales aledañas.

Al mismo tiempo que se impulsa la persecución política bajo forma de causa penal contra la ex Presidenta de la Nación y sus funcionarios —entre otros—, se ha puesto a circular la propuesta de realizar un juicio en ausencia por aquel atentado. Una justicia del “como si”.

Quienes ven fantasmas y acusan de falsa ingenuidad a quienes evaluaron mediante la intervención de dos poderes de un sistema democrático que aquel Memorándum era una vía de cooperación internacional —de difícil ejecución, pero que cabía intentar para modificar la parálisis de la causa—, dicen ahora que promoverían un juicio penal en ausencia de los acusados.

Se trata de una medida que, además de estar prohibida por la Constitución Nacional (aunque el Poder Ejecutivo Nacional y muchos jueces la ninguneen, es bueno recordar que está vigente), sólo podría ser comprendida como un acto de justicia bajo una concepción política que reduce toda intervención a la propaganda y confunde la obligación de garantizar derechos con una pintura de las cosas.

El primer juicio por el atentado empezó en 2001. Terminó un poco más de 20 años después del hecho, con todos los acusados absueltos como consecuencia de una investigación plagada de ilegalidades. Eso dio lugar a una nueva investigación para esclarecerlo y a otra causa penal por los delitos de encubrimiento, falsificación documental, peculado, coacción, privación agravada de la libertad entre otros graves delitos, contra quienes fraguaron la investigación y burlaron a las víctimas en sus narices. ¿Quiénes eran? El ex presidente de la Nación, su jefe de inteligencia, el ex ministro del interior, el entonces director de la unidad policial antiterrorista (aún así electo por Macri como su jefe de policía cuando gobernaba la Ciudad), el juez y los dos fiscales, algunos abogados defensores y un dirigente de la entidad comunitaria atacada. Aún hoy no hay sentencia en ese caso.

¿En qué está la investigación del atentado? Con ese background de impunidades y catorce años después del primer mamarracho, mientras se ignora cada dato que indica que el fiscal Natalio Alberto Nisman habría manejado con desidia la investigación, el gobierno nacional estaría impulsando un nuevo juicio en ausencia, es decir, sin la participación de los acusados. Se trata de una forma de enjuiciamiento que en nuestro país es ilegal y que tiene altas posibilidades de ser invalidada por organismos internacionales.

Es un escenario para preocuparse. No sólo por el destrato obvio a la Constitución, cuyo impacto colectivamente tardamos en reconocer, sino por el propio devenir del caso.

Fue durante el juicio oral que pudo desmantelarse la farsa montada por la investigación anterior; allí fue imposible afectar indiferencia frente a los señalamientos de las querellas que denunciaban el manoseo al que estaban siendo sometidas sus víctimas. ¿Quién va a garantizar la calidad del juicio si los acusados no están presentes ni se defienden? Deberíamos recordar que en el juicio anterior terminaron acusados hasta los abogados defensores. ¿Qué tipo de verdad se alcanza en un juicio sin versiones en confrontación? De prosperar, ese gesto demagógico de juzgar en ausencia pondría a las víctimas frente a la posibilidad concreta de tener, veinticuatro años después del atentado, su segundo enjuiciamiento fraudulento.

Un juicio es una controversia entre distintas versiones y quien decide lo hace sobre la base de la información que allí se produce. Las pruebas tienen o no peso según el grado de confrontación que cada parte soporte frente a los cuestionamientos de su adversario. Una acusación sin contraparte, además de no permitir a las personas ejercer su derecho a defenderse, no conduce a una condena judicial sino a un relato, a una versión unilateral sin apoyo en pruebas “más allá de toda duda”, a fuerza de confrontación. Para parodias de juicio están los programas de televisión. Justicia es otra cosa.

La otra noticia que circula se relaciona con la investigación por la muerte de Nisman, que debe ser mirada para mapear adecuadamente cómo sobrevuela la impunidad. La querella de las hijas del entonces Fiscal General Nisman solicitaría que la investigación por la muerte del fiscal sea calificada como delito de lesa humanidad.

Si no fuera por la funcionalidad extorsiva que ostentan muchos procesos judiciales en la Argentina hoy y por la laxitud con que las reglas se han tomado a lo largo de toda la investigación del caso, estaríamos apenas frente a un absurdo jurídico, sencillamente rebatible.

Claro que se trata de un caso en que la inexistencia de argumentos de peso jurisprudencial, doctrinario, mucho menos legal y constitucional para decidir, no sería una novedad. Así ocurrió, por ejemplo, con la difusa decisión según la cual se decidió que el caso tramite en el fuero federal.

Volviendo al planteo de lesa humanidad: si se resolviera conforme a la ley y los precedentes jurisprudenciales vigentes, la solicitud no prosperaría porque ese encuadre no forma parte de un delivery judicial. Para calificar como tal habría que cumplir con ciertos requisitos.

En primer lugar, aún no está totalmente saldado que se haya cometido un homicidio. El mayor descrédito al respecto proviene de lo cuestionable que es el peritaje que sostiene esa hipótesis, descrédito que se apoya en la rala pericia de quienes lo realizaron, médicos que integran la Gendarmería Nacional. No se trata de una desconfianza por la desconfianza misma. El amplio y diverso cuerpo de médicos de reconocida trayectoria que tuvo a su cargo el primer peritaje sostuvo que ese informe —aquel que se está usando para sostener la hipótesis del homicidio— tiene errores que no permitirían aprobar un examen a estudiantes de primer año de medicina.

Pero aún si no quisiéramos discutir eso y seguir con el ejercicio de asumir la hipótesis del homicidio, no alcanzaría con que un hecho se confirme como tal para que califique como delito de lesa humanidad. Harían falta, entre otros elementos, que el hecho hubiese sido cometido en el marco de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil: parte de una agresión que incluyese otros asesinatos, esclavitud, desapariciones forzadas, violaciones, torturas, etc.

Ya aquí, a poco de andar y por más que quisiéramos, el ejercicio se vuelve estéril pues una sencilla interpretación despejaría esa posibilidad. También es cierto que en los últimos tiempos el peso del argumento jurídico-legal —del Estado democrático de derecho en general— está en decadencia.

Un artículo de Clarín sugirió que las querellas tratarían de conectar la muerte de Nisman con el atentado. De ser cierto, no sólo seguiría sin esclarecerse aquel hecho sino que se profundizarían los niveles de impunidad que desde hace más de dos décadas padecen las víctimas de la AMIA.

No hay que ser muy versado en derecho para comprender que no estamos ante un caso de lesa humanidad. Lo importante sería entonces preguntarse por qué aparece este planteo en una escena que se juega en ese expediente pero irradia mucho más allá; un movimiento a todas luces instrumental, que excedería el caso en sus implicancias.

La impresión de que ese planteo y sus efectos no se agotan en un movimiento individual de quienes se consideran víctimas se ve fortalecida por las declaraciones de Claudio Avruj, durante el curso de un reportaje radial reciente.

A su juicio, el caso podría ser considerado de lesa humanidad porque “está implicada una figura pública (SIC)”. Eso está tan lejos de toda consistencia jurídica que hasta cuesta refutarlo. Quizás resida allí la eficacia de una intervención política tan absurda.

Esas declaraciones son además didácticas para comprender que el funcionario practica aquello de “haz lo que yo digo, mas no lo que yo hago”. En el mismo reportaje, Avruj critica las declaraciones públicas de funcionarios del gobierno anterior sobre el caso pero ofrece las suyas, que se vinculan con una cuestión sobre la que sólo la justicia debería pronunciarse.

No es sólo el problema de ver siempre vigas en el ojo ajeno y nunca paja en el propio. Además, Avruj se contradice a sí mismo. Aquí opina brutalmente sobre el encuadre jurídico de un caso en el que su Secretaría no tiene intervención. Pero cuando lo consultaron por las responsabilidades internacionales del Estado en relación con la privación ilegítima de la libertad de Milagro Sala —que sí es un asunto de su exclusiva competencia—, acude a mantras tales como: “Debemos respetar la independencia de la justicia”.

Volvamos a las preguntas sobre las consecuencias de la declaración de lesa humanidad, que solo sería posible desconociendo leyes, la Constitución y los tratados internacionales.

La propia nota de Clarín refiere al efecto que tendría esa declaración en la causa de la muerte del fiscal: dejaría de sujetar la actividad judicial a plazos de ningún tipo, al volver el caso imprescriptible.

La imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad respondió a la necesidad histórica de impedir que el propio Estado, o quienes ocuparan posiciones de dominio en aparatos de poder con capacidad de frustrar investigaciones, se procuraran impunidad por el mero transcurso de un tiempo que ellos mismos burlaban. Así fue en los casos cometidos durante el imperio del terror de Estado clerical-cívico-militar.

Pero aquí, con una república que proclaman saludable aunque apesta por causa de las prisiones ilegales, represiones policiales y decretos de necesidad y urgencia, con una investigación abierta y en curso: ¿qué necesidad habría de declarar imprescriptible el hecho? ¿Por qué en este contexto de persecuciones judicializadas deberíamos descartar el riesgo de que esa declaración, más allá de su burla a toda legalidad, lleve el caso a una especie de limbo donde desplegar eternamente la hipótesis persecutoria de turno?

Este papelón jurídico sería útil para reintroducir en el campo judicial el negacionismo del Terror de Estado. ¿No tendríamos acaso que preguntarnos qué pasaría si se diera rienda suelta a la grosería jurídica de enmarcar el caso como un delito de lesa humanidad? ¿Habrá que considerarlo al calor de la cada vez más densa judicialización de expresiones políticas disidentes?

 

Ileana Arduino es abogada, e integra el INCECIP. Fue Secretaria en el Ministerio de Seguridad y Directora de Derechos Humanos en el de Defensa.

 

 

 

 

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