Una utopía (más) moderna

Dejar de pensar utópicamente equivale a entregarse

 

Al despuntar el siglo XX, Herbert George Wells era lo más parecido a Spielberg que existía en el Imperio Británico. Por entonces, el arte que permeaba la imaginación del planeta era la literatura. (Poco después, lo sabemos, esa antorcha pasaría a manos del cine.) Y Wells venía publicando novelas que entusiasmaban al mundo entero: La máquina del tiempo (1895), La isla del doctor Moreau (1896), El hombre invisible (1897), La guerra de los mundos (1898). Una seguidilla imbatible, que consagró a la ciencia ficción como género literario. A diferencia de su predecesor Julio Verne, más interesado en los avances tecnológicos que en el drama humano, Wells se adelantaba a la ciencia para plantear los dilemas éticos y morales que el futuro depararía. En 1907, por ejemplo, publicó La guerra en el aire, donde vaticinaba uno de los poderes más tremendos que el hombre desarrollaría (del cual, ay, seguimos abusando): la posibilidad de bombardear poblaciones indefensas desde las alturas.

Pero en 1905 Wells había publicado un libro diferente. Según dijo, se trataba del tercero en una serie de ensayos que venía escribiendo, como Anticipaciones (1901) y Mankind in the Making (1903). Pero Una utopía moderna rompía con esos antecedentes, al proceder como un relato. Su protagonista contaba la experiencia vivida en un planeta Tierra alternativo, donde existían dobles de la mayoría de los humanos que habitaban nuestro orbe. Ese viaje servía como excusa para describir cómo funcionaba ese lugar bajo un sistema diferente. Donde nadie poseía terreno alguno, ya que toda la superficie estaba en manos del Estado Mundial. Donde no existía el dinero como lo conocemos. Donde las máquinas habían liberado a los hombres del trabajo manual. Donde la maternidad era subsidiada por el Estado y las mujeres eran libres como los hombres. Donde no había diferencias entre las razas. Donde no se comía carne animal.

 

H. G. Wells, el de los ojos que veían muy lejos.

 

Ese sistema imaginario incluía también rasgos menos auspiciosos. Algunos molestan a mi costado más frívolo, como la prohibición de consumir bebidas alcohólicas y sustancias alucinógenas. ("Nadie es perfecto", como dice Osgood al final de Una Eva y dos Adanes.) Otros olían a peligrosa ceguera, como la negativa a considerar la diversidad sexual más allá de la hétero-norma y a hacerse cargo de la imbecilidad humana, que como le hizo notar el colega Joseph Conrad, es "pérfida y astuta". Y otros que sonaban peligrosos desde lo estrictamente político, como la existencia de un solo poder mundial, un único Estado no democrático, donde la verdad no dependía de la discusión crítica sino de la fe compartida en el sistema.

Pero lo que más me interesa hoy de esa obra olvidada es que, después de imaginar peligros derivados de tecnologías que todavía no dominábamos —como los viajes en el tiempo y los experimentos genéticos del doctor Moreau—, Wells hizo a un lado las distopías, o sea los futuros fallidos, para visualizar, o al menos intentarlo, una utopía — un mundo mejor.

 

 

De algún modo esa voluntad es lógica, viniendo de quien venía. Como el Muhammad Ali a quien mencioné la semana pasada, Wells creció en el seno de una familia de la clase trabajadora que zafaba apenas, como tantas de la Argentina actual. Su padre había sido jardinero y abrió un negocio que quebró, su madre era empleada doméstica. Por esa razón lo mandaron a laburar desde pequeño. Entre los 14 y los 17 fue aprendiz en comercios de compra y venta de ropa, a los que dedicaba trece horas de su día. Algunas de sus novelas realistas, como Las ruedas del azar (1895) y Kipps (1905), recrean el surgimiento de su conciencia respecto de la inequidad en la distribución de la riqueza. De esa experiencia surgió su adscripción al socialismo. Wells participó de la Fabian Society, organización que llamaba a la reforma democrática de la sociedad, en oposición al cambio violento que propugnaban las revoluciones. Fue candidato por el laborismo inglés en las elecciones de 1922 y 1923. Su opus Los derechos del hombre (1940) sirvió como base de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada por las Naciones Unidas en 1948, poco después de su muerte.    

Pero lo que lo convirtió en el Wells que conocemos fue un accidente. A los ocho años se rompió una pierna. Su padre lo proveyó de libros de la biblioteca local, para entretenerlo durante la convalescencia. Y así encendió un amor que duraría y transformaría su vida: amor por los mundos de los que hablaban los libros y, eventualmente, por la escritura. (Al Indio Solari le ocurrió algo parecido. Mientras jugaba a la escondida en la calle, un taxi se lo llevó puesto y le produjo una fractura expuesta de tibia y peroné. Forzado a dejar de moverse por una temporada, empezó a leer los libros de la biblioteca de su padre. El primero fue El crimen de la guerra, de Juan Bautista Alberdi. Como también vengo diciendo: cuando uno conoce las tramas que el universo ama reescribir, nunca anda a ciegas por la Historia.)

 

El joven socialista Wells.

 

Wells puso el cuerpo para sustentar sus ideas y principios; a la manera de su admirado (nuestro admirado) Dickens, militó y usó su fama para defender causas y reformas justas; y dedicó energías a la política, que entendía como la herramienta más útil de la que disponemos para transformar la sociedad. Pero previamente hizo algo más, que su amor por los libros le reveló como indispensable. Antes de lanzarse a la acción política, hay que imaginar. Pensar cómo desearíamos que fuese un mundo mejor, desde la mayor de las libertades posibles, sin preconceptos ni anteojeras ideológicas. Discutir, contrastar ideas. Y recién entonces abrirse a diseñar un plan. Por eso Una utopía moderna no es ni un libro de ficción ni un ensayo, sino un texto al que Wells quiso inscribir en la línea de los diálogos de Platón —cuya República expresa, también, una utopía— y la obra seminal de Sir Tomás Moro que acuñó el neologismo. (Utopía viene del griego, donde topos determina un lugar que el prefijo niega: la utopía supone un no lugar, o mejor aún, un lugar que no existe, no porque no deba, sino porque no se ha concretado, todavía no se lo hizo realidad.)

Esta semana me puse a buscar utopías contemporáneas, y no me quedó otra que remontarme al pasado. Lo cual desnuda un signo de estos tiempos. Que obliga a formularse preguntas, del mismo modo en que las fracturas impulsaron a dos grandes a leer: ¿cuándo fue que renunciamos a imaginar un mundo mejor? Y lo que resulta más crucial, aún: ¿por qué?

 

 

 

El nombre del mundo es Utopía

Durante el medio siglo que sucedió al libro de Wells, el pensamiento utópico desapareció casi por completo. Las ideologías que propugnaban cambios profundos lo miraban mal. (Tanto Marx como Engels lo menospreciaban, creían que se aproximaba a la teoría social de manera poco científica.) Y ambas guerras mal llamadas Mundiales alejaron de la consideración de las mayorías la búsqueda de un mundo mejor. De lo que se trató entonces fue de evitar que la situación empeorase más de lo que estaba, antes de que los Kaisers y los Führers se lanzaran a la conquista.

 

¿El mundo quiere mejorar? Desatá una guerra masiva y verás cómo recula.

 

Quienes retomaron el pensamiento utópico fueron los baby boomers, o sea los jóvenes nacidos después de la Segunda Guerra. En el contexto de la incipiente cultura rock, la nueva generación se planteó la posibilidad de que hubiesen mejores maneras de vivir. Ajenas al consumismo compulsivo; a la violencia que campeaba en guerras como Vietnam y en la segregación de la minoría afro-americana; al individualismo; a la hipocresía y las constricciones sociales; a la televisión, que era la propagandista del sistema (rol que hoy desempeñan las redes); a la esclavitud sin cadenas que supone trabajar el día entero para corporaciones. Durante un breve, brevísimo lapso —tres putos años, suele decir el Indio: entre el '67 y el '69—, todo lo que produjo esa generación: música, cine, teatro, arte visual, literatura, manifiestos, apuntó a colaborar en la construcción de un mundo mejor, menos brutal, más sabio y tolerante.

Tan pronto la explosión cultural dio paso a la organización que perseguía espesor político —cuando los soñadores cedieron la antorcha a los militantes—, el sistema reaccionó y entró a degüello. Con la excusa del combate contra las drogas y el terrorismo, se cargaron a las mejores mentes de una generación, entre las que persiguieron, procesaron y encarcelaron, las que impulsaron al exilio y las que presionaron hasta arrancarles obediencia. Y esto, sin contar las muertes por sobredosis o en circunstancias dudosas y las reputaciones arruinadas. Nunca entendimos cuán grave era la admonición que Lennon pronunció, a modo de epitafio de una era: "El sueño terminó". En los '70 ya nadie hacía música para la banda sonora de la revolución, sólo se soñaba con entrar en los charts. En el sur del continente americano la energía rebelde fue más política que cultural, pero el resultado fue el mismo. Aquí en la Argentina, el sueño terminó en el '76. Y en los ganadores de entonces —la sociedad pacata, euro-centrista, acomplejada y machista, gorila y cagona que consintió la masacre y aplaudió a los genocidas— está la semilla de la Argentina de hoy.

 

Ursula K. Le Guin, (a) la Tía Ursula.

 

Pero no quiero irme de los '70, no todavía. Por aquel entonces, aunque asordinada como estaba desde que el cine y la TV impusieron sus efectos especiales, la literatura seguía asilando a pensadores utópicos. Las nuevas utopías asomaron desde las entrañas de la ciencia ficción: si algo habían demostrado primero Wells y luego Huxley y Orwell, es que para imaginar destinos posibles para la humanidad —ya fuesen alentadores (utopía) o devastadores (distopía)—, no existía género más adecuado. Por supuesto, las distopías fueron más y resonaron fuerte, desde que a nadie con dos dedos de frente se le escapaba cuán poco confiable, cuán incorregible, era esta especie nuestra. En ese contexto, la excepción a la regla la encarnó una de las escritoras más notables de su época, más allá de las especificidades del género: Ursula K. Le Guin, la utopista más persistente y persuasiva.

Esa adscripción también es lógica, tratándose de quien se trataba. Ursula era hija de Theodora Kroeber, que además de escritora era antropóloga; y del también antropólogo Alfred Kroeber. En suma, creció en un hogar donde se hablaba constantemente de culturas diferentes, lo cual la ayudó a asumir que no existe una única manera de vivir, superior a las demás: casi todas tienen algo positivo que ofrecer y riesgos a ser aventados.

Ursula —de aquí en más la llamaré por su nombre, a esta altura la considero la tía piola que nunca tuve— sumó a ese repertorio de ofertas culturales sus lecturas predilectas (textos taoístas, Carl Jung), sus necesidades existenciales (los planteos del feminismo y la ecología, para empezar) y produjo una síntesis personal. No debe existir otro autor del siglo XX más consistenmente optimista. En muchos de sus relatos, el protagonista es un científico: alguien que, por vocación, está dispuesto a abrirse a lo que desconoce, con la intención de entender más y mejor.

 

 

Para no irme de mambo, voy a concentrarme en tres de sus novelas y un cuento. En La mano izquierda de la oscuridad (1969), Genli Ai es enviado a un planeta desconocido, llamado Gethen, para ofrecer a sus autoridades–subrayo: ofrecer, no imponer— la incorporación a la liga de planetas que representa, llamada Ekumen. Allí se ve involucrado en una interna política, y salva su vida por la intercesión de un ciudadano local, Estraven. Durante la fuga, aprenden a superar sus diferencias y a confiar el uno en el otro. Pero la diferencia que a Genli le cuesta metabolizar es el hecho de que los habitantes de ese planeta, y Estraven entre ellos, son andróginos. De apariencia general masculina, durante un breve período al mes pueden exhibir atributos físicos femeninos, y así concebir. ¿Deberíamos inferir que la ausencia de tensión entre géneros es razón, aunque sea parcial, de la ausencia de guerras en el planeta Gethen? Aunque no se trate de una sociedad perfecta, Gethen califica como utopía, porque la ambi-sexualidad de sus habitantes hace que —como escribió Harold Bloom— cada uno tenga más experiencia que los hombres y mujeres individuales.

En Los desposeídos (1974), el protagonista es un físico, Shevek. Habitante de la luna llamada Anarres, donde existe una utopía anarco-sindicalista, Shevek desarrolla una Teoría General del Tiempo que no sólo incorpora elementos matemáticos, sino también filosóficos y éticos. Pero en Anarres las condiciones de vida son extremas, y por eso el sistema compele a sus habitantes a poner las necesidades del común por encima de sus deseos individuales. Que es lo que le ocurre a Shevek: una sequía lo fuerza a postergar su investigación, para trabajar en el campo durante cuatro años. Por eso, cuando se entera de que en el planeta Urras, alrededor del cual la luna gira, le han concedido un premio, decide viajar allí, aun al precio de que en su patria lo tilden de traidor. Pero la sociedad de Urras lo repugna —es un mundo patriarcal y consumista, tensionado por dos grandes potencias, una capitalista y otra que gobierna en nombre del proletariado—, y además entiende que sólo están interesados en las aplicaciones bélicas de su teoría. (Los Kroeber eran muy amigos de Robert Oppenheimer. El padre de la bomba atómica —Ursula lo confesó— fue el modelo a partir del cual creó al protagonista de Los desposeídos.) Shevek se vincula entonces a un grupo revolucionario, participa de una protesta que es reprimida y decide retornar a Anarres, a pesar de que ignora cómo lo recibirán.

 

 

En algunos países Los desposeídos se publicó con el subtítulo Una utopía ambigua. Esa bajada de línea es innecesaria, pero precisa. En la ficción de Ursula, una utopía no es un sucedáneo del Paraíso: es un sistema vivo, lleno de claroscuros, en búsqueda de su punto ideal de equilibrio. Que aun cuando se lo alcanza puede volar por los aires, como ocurre en El nombre del mundo es Bosque (1972), donde los nativos del planeta Atshe viven en comunión con la foresta que cubre la superficie —el relato insinúa que, más que un bosque, se trata de una suerte de cerebro a escala planetaria, una conciencia—, hasta que llegan los colonizadores del planeta Terra. Los nativos terminan rebelándose y expulsándolos, pero a un precio que siembra dudas sobre la posibilidad de volver a vivir en armonía: para liberarse debieron recurrir por primera vez a la violencia, una experiencia transformadora de la que quizás ya no puedan desprenderse.

En cualquier caso, la utopía no puede ser nunca individual, sino colectiva. ("Cada uno de nosotros está solo, eso es cierto", escribió en uno de los cuentos de la colección The Wind's Twelve Quarters. "¿Pero qué puede hacer uno en la oscuridad, que no sea tender la mano?") Y además no puede ser definitiva, se la preserva o se la pierde cada día. Como dice en La rueda del Cielo: "El amor no se queda quieto ahí, como una piedra, tiene que ser hecho, como el pan; rehecho todo el tiempo, hecho nuevo".

 

 

 

Capitalismo über alles

A más de medio siglo de la publicación de esas obras, hay que decirlo con todas las letras: no hay utopías por ninguna parte. Las han desaparecido. Habrá quien lo considere un efecto colateral de la caída del Muro, que Fukuyama confundió con el fin de la Historia. Es verdad que triunfó el capitalismo: ese sistema es lo único que existe, con mínimas variantes, en todo el planeta. ¡Pero el capitalismo über alles no sirve como excusa! Una cosa es que se trate de un sistema que, teóricamente, te permite ganar cada vez más dinero, sin límite alguno. Pero ganar dinero y mejorar de verdad —convertirse en personas más plenas y felices—, no son sinónimos. Ni siquiera son equivalentes. Podés estar nadando en guita y seguir siendo un nabo con mal gusto. (Pobres venecianos, lo que tendrán que laburar para quitar la mancha de grasa que dejará a su paso Jeff Bezos.)

El deseo de prosperar económicamente no suplanta el deseo de vivir cada vez mejor. Porque ganar cada vez más no significa vivir más intensa o sabiamente. No niego que la guita compra mejores condiciones de vida. Todos preferimos tenerla a que falte. Pero una cosa es estar bien —no padecer necesidades, resolver la ecuación que garantiza la supervivencia—, y otra muy distinta es vivir en plenitud. Que es un impulso esencial a la especie: el deseo de entender cada vez más, de comunicarnos de alma a alma, de amar más y mejor, de integrarnos al fenómeno de la vida como los habitantes de Atshe sintonizan con su bosque. Así como las flores dan la cara al sol, los humanos tendemos a la felicidad. Es la energía que motoriza el desarrollo de nuestro potencial. Por eso mismo, dejar de pensar utópicamente no es bueno, sino inaceptable. Desde que nos secuestraron la utopía, circulamos por la vida con un ano mental contranatura.

 

 

Los señores tecnofeudales —financistas de la ultra-derecha— están lanzados a concretar una jugada de manual. La misma que otros señores lanzaron un siglo atrás, con mínimas diferencias. (Más tecnológicas que políticas.) Hay que recordarlo: a comienzos del siglo XX, el pensamiento utópico estaba en su apogeo. El anarquismo hacía pata ancha, se multiplicaban los proyectos revolucionarios, las vanguardias artísticas brotaban por doquier. ¿Y por qué? Porque se había alcanzado un grado razonable de bienestar, gracias a una serie de avances científicos y tecnológicos. El ser humano había ganado un margen —un diferencial— para pensar más, que aplicó sensatamente a la cuestión de cómo vivir mejor. ¿Qué sistema político nos convenía, qué arte representaría nuestras aspiraciones, qué placeres hasta hoy vedados deberíamos permitirnos?

Las dos guerrotas del siglo XX (me gusta el neologismo, porque comunica que fueron guerras grandes y al mismo tiempo sugiere musicalmente que constituyeron derrotas para la humanidad) fueron un ataque feroz contra ese período pre-revolucionario. De una semana para la otra, los europeos dejaron de pensar cómo vivir mejor y garantizar un futuro idílico para las próximas generaciones, y se lanzaron a luchar para no convertirse en esclavos del Kaiser o del Führer. (Y eso en el mejor de los casos, porque también podían convertirte en el jabón de sus baños.)

 

El poder real pretende frenar el pensamiento utópico mediante la violencia.

 

La violencia bélica hizo que la humanidad entera retrocediese en el juego, casi hasta el casillero inicial. Que es lo mismo que ocurre ahora. Nadie está pensando, discutiendo, alternativas. Nadie está imaginando maneras más sabias de vivir para el colectivo planetario. Nadie diseña y propone otros sistemas, que como mínimo desactiven la pulsión tanática del capitalismo. La agresividad de la ultra-derecha hizo que dejásemos de evaluar derechos a ser conquistados. Interrumpió el proceso evolutivo y nos puso a la defensiva. Hoy no aspiramos a la felicidad. Lo único que hacemos es regatear para que no nos quiten las migas que dejó a su paso el pan que ya nos arrebataron. Y si conservamos algunas, nos damos por satisfechos: Eh, ganamos. Y no ganamos ni mierda. Perdimos —literalmente— como en la guerra. En la actualidad, no luchamos para vivir mejor. Todo lo que hacemos es discutir las condiciones en las que seguirán violándonos. Pero la violación no se discute. Continuarán perpetrándola, mientras reclamamos minucias con la ilusión de que así dolerá un poco menos.

Yo no quiero seguir así. Aspiro a que pensemos a lo grande, a que seamos ambiciosos. Deberíamos aplicarnos a crear un paraíso sobre esta Tierra. Es lo mínimo que podemos hacer, para estar a la altura de los dones intelectuales y espirituales que también desarrolló la especie, en paralelo con su capacidad destructiva. Por debajo de eso, no deberíamos negociar nada. Lo cual no significa abandonar la lucha cotidiana para mejorar el cachito que hoy está al alcance. Esa batalla hay que seguir dándola, obvio. Pero también hay que dejar de pensar a ras del suelo, de forma rastrera. Hay que elevarse y pensar lo más lejos que se pueda, porque una vez definido ese horizonte lo que procede es implementar los pasos necesarios para llegar a él. No podés alcanzar una utopía, aunque se trate de una ambigua o imperfecta, si no la imaginaste, si no te la planteaste antes como posibilidad, como plan, como objetivo.

Dije que iba a hablar también de un cuento de la tía Ursula. Se llama Aquellos que se alejan de Omelas. En ese relato, Omelas es una ciudad utópica, casi perfecta, donde no hay reyes ni esclavos, soldados ni sacerdotes. Todo el mundo está satisfecho —a nadie le falta nada material— y parece feliz. No son gente ingenua o boba, ojo: Ursula define a los habitantes de Omelas como "maduros, inteligentes, apasionados".

 

 

Pero esa perfección está erigida sobre una trampa. Cuando niños, a los ciudadanos de Omelas se les explica que deben su bienestar a una criatura que permanece encerrada en el sótano de un edificio público de la ciudad. Esa criatura es un niño como ellos, que no nació allí sino en una casa familiar y conserva un recuerdo de su madre, pero que, desde que fue secuestrado y encerrado, no ha vuelto a ver la luz del sol. Está desnudo, sólo bebe agua y come a diario una única comida, medio bowl con maíz y grasa, lo cual explica su delgadez y su vientre prominente. "Sus nalgas y muslos —dice la tía Ursula— están llenos de llagas que supuran, porque se pasa el día sentado sobre sus excrementos".

Algunos de los críos de Omelas piden ver al prisionero, y se les concede el deseo. Siempre sienten horror y asco y preguntan si pueden hacer algo por él. Entonces se les explica que si lo dejasen salir y lo tratasen bien, toda la prosperidad de Omelas desaparecería en una hora, "se marchitaría y sería destruída". Esos son los términos, dice la tía Ursula: intercambiar la felicidad de miles por la improbable felicidad de uno. Por eso no sorprende que la mayoría pegue media vuelta y retorne a su vida, para no volver a pensar en el prisionero nunca más, ni hacer nada al respecto.

Amo a la tía Ursula porque fue una utopista, tal vez la última hasta hoy, pero sobre todo porque fue una utopista extrema. Alguien que llegó a preguntarse cuál sería el sentido de una sociedad perfecta, si para sostenerla hubiese que producir el sufrimiento de una única persona. ¿Valdría la pena preservarla, defenderla? ¿Se justificaría esa economía del padecer humano? La tía Ursula pone en el brete a todos sus lectores. ¿Qué haríamos, en el lugar de los ciudadanos de Omelas? El Shevek del final de Los desposeídos aceptaría la triste realidad, estoy seguro. Pero eso no implica desconocer que se trata de un sistema fundado sobre la crueldad, una piedra basal que desconoce el más noble de los sentimientos: la misericordia.

 

 

Por eso mismo, aunque nadie hace nada por liberar al crío, no todos permanecen en la ciudad. Algunos deciden irse. A ellos distingue la tía Ursula, dedicándoles el título del cuento. Los que se van de Omelas ya no regresan. Nada vuelve a saberse de ellos. Pero al menos, cuenta, "parecen saber dónde están yendo, aquellos que se alejan de Omelas".

Banco a la tía Ursula, porque aunque su responsabilidad la induzca —como a Shevek— a poner lo colectivo por encima de lo individual, su corazoncito está con los que se las pican, que no condonan con su presencia el sostenimiento de una injusticia. La decisión que pone a disposición de los lectores no es material, sino simbólica. No olvidemos que publicó esto en 1973, en los Estados Unidos que todavía eran la sociedad próspera y liberal surgida al calor de la posguerra — el país de los baby boomers, de los utopistas por naturaleza. Debía ser uno de los mejores lugares del mundo para vivir, sin duda. Pero, al mismo tiempo, conservaban varios críos encerrados en un sótano. Todo bien con USA, pero estaba el racismo. Todo bien con USA, pero estaba Vietnam. Por eso mismo, rajar de Omelas no significa exiliarse. Significa dar la espalda mentalmente a esas injusticias, y enfilar —proyectarse— hacia un lugar mejor.

Ese lugar es la utopía. Imaginar una forma superadora de vivir no es un lujo: es una necesidad. No habríamos evolucionado si nuestros antepasados se hubiesen conformado con vivir a la intemperie, comer siempre la misma frutita y no resistirse ante los predadores. El planteo que lanzó a la humanidad hacia el futuro es el mismo que hoy nos falta: Debe haber una forma mejor de vivir que esta. Eso es lo que deberíamos preguntarnos a diario: ¿cómo me gustaría vivir, en qué clase de sociedad querría desarrollarme, o al menos construir para mis hijos y nietos? ¿Hace cuánto que no se cuestionan así? Ya sé que la batalla por la supervivencia es imperiosa, pero si dejamos de plantearnos esas cosas, si renunciamos a pensar qué y cómo sería lo ideal, vamos a quebrarnos, a firmar la rendición definitiva. Dejar de pensar en términos utópicos es aceptar que se nos mutile una parte esencial y malvivir, de allí en más, en la tiniebla del posibilismo. ¿Es eso lo que quieren: anotarse como voluntarios para una lobotomía y seguir viviendo como idiotas, sentados sobre su mierda?

 

 

Pensar utópicamente no significa diseñar una civilización ideal. Nadie puede acometer esa tarea por sí solo. Pero todos estamos en condiciones de visualizar al menos un rasgo utópico, ideal, deseable, y conservarlo a mano, para contrastarlo con la realidad y plantearnos cuánto mejor sería todo si ese rasgo prevaleciese. Puede ser algo que parezca nimio o pueril, incluso. ¿Mejorarían las cosas si trabajásemos menos sin pasar hambre? ¿Si hubiese más árboles en la ciudad? ¿Si ya nadie sufriese frío o hambre innecesariamente? De lo que se trata es de salir de la mentalidad atascada en la pregunta: ¿Cómo podemos zafar?, para entrar en otra que se desafíe a sí misma: ¿Cómo podemos brillar? Pensar utópicamente no es reivindicarse como visionario. Es pararse en el lugar que te permite decir: Yo no tolero ni condono esto, y no considero aceptable —¡ni mucho menos negociable!— nada de lo que esta gente quiere normalizar.

Como dijo Mark Fisher en un texto llamado Bueno para nada, parte de la humanidad está sumida en "una depresión deliberadamente cultivada", resultado de un proyecto de "re-subordinación a la clase dominante". ¿Y cómo se manifiesta esa depresión? "En la aceptación de que las cosas empeorarán... y de que tenemos suerte de al menos conservar un trabajo". Entonces, ¿no hay salida de esta depresión? Claro que la hay. Ese es el rol que puede desempeñar la utopía, el reclamo por nuestro derecho a pensar utópicamente. Concluye Fisher: "Inventar nuevas formas de involucramiento político, revivir las instituciones que se volvieron decadentes, convertir la desafección privatizada en ira politizada: todo esto puede hacerse, y una vez qué ocurra, ¿quién sabe qué es posible?"

 

 

 

 

 

 

 

 

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