Una vacuna contra la pobreza

Con el fin de erradicarla deberíamos garantizarle un ingreso básico a quienes viven en la indigencia

 

Cuando tenía apenas seis años el mundo padeció una pandemia de poliomielitis que, en nuestro país, afectó a más de seis mil niños, sea dejándoles una seria discapacidad o directamente llevándolos a la muerte. Al poco tiempo, la ciencia puso a disposición la vacuna Salk con la cual fueron vacunados rápidamente todos los niños, atemperando los riesgos de contraer la enfermedad. Los operativos de vacunación, en general, se realizaban en las escuelas. Un tiempo más tarde vio la luz la vacuna ideada por el polaco Albert Sabin, con una metodología de aplicación diferente a la tradicional vacuna inyectable: se administró por vía oral, por lo que todos la conocimos como la “Sabin oral”. Eran unas gotitas que nos ponían debajo de la lengua y, el método resultó tan sencillo que, las maestras o algún profesor cumplían esa función sin ningún inconveniente.

Ese fue mi primer contacto con las mágicas vacunas que nos garantizaban la ausencia de la enfermedad en nuestras vidas, así que si bien no entendíamos bien de qué se trataba, impulsados por nuestros padres y maestros, abríamos la boca sin emitir queja alguna. Luego de la Sabin oral, recuerdo que el siguiente contacto con una vacuna correspondió a la antivariólica, cuya aplicación era un poquito más dolorosa y dejaba una marca indeleble en el brazo. A partir de estas experiencias, fueron las escuelas las encargadas de repartir una especie de calendario de vacunación, en el cual se indicaba a los padres la necesidad de vacunar a todos sus hijos y las edades en que convenía hacerlo. En un principio el proceso era totalmente voluntario, un poco desordenado, y conseguir las vacunas era una odisea.

En el marco de la pandemia de Covid-19 que nos tiene a mal traer desde el verano, la ciencia se aboco rápidamente a desarrollar una vacuna que permita afrontar el virus. Y en ese camino, el equipo conformado por los laboratorios Pfizer y BioNTech acordó con el gobierno realizar la Fase III de prueba de la vacuna que están desarrollando con voluntarios argentinos, para la cual completé mi formulario de inscripción, lo envié y afortunadamente fui seleccionado. A partir de ese momento, se comunicaron conmigo para explicarme todo el proceso y acordar que la primera dosis de la vacuna me sería administrada el pasado 20 de agosto, mientras que la segunda lo será el 8 de setiembre. Obviamente, desconozco si efectivamente me administraron la vacuna o el placebo, pero debo confesar que el día que me inyectaron tuve unas líneas de fiebre, no sé si es porque efectivamente la vacuna me fue suministrada, o por el deseo de que así sea.

Pero más allá de mi experiencia, creo que no existe hoy persona alguna en el mundo que no espere, con verdaderas ansias, la llegada de la vacuna contra el Covid-19, más allá de su situación económica o social. Si bien esto ha sucedido con otras enfermedades a lo largo de la historia, ya que la muerte no distingue ni posición social, ni raza, ni credo, ni ideología, ni ninguna de las tantas cosas que la miserabilidad humana utiliza para discriminar al otro, esta vez es diferente porque la globalización del mundo la convierte en universal y geográficamente simultánea.

A medida que los científicos fueron descubriendo las vacunas para las enfermedades que las sociedades padecieron en las distintas épocas, el proceso de vacunación se transformó en una poderosa herramienta de prevención sanitaria. Y esa prevención sólo podía ser llevada a cabo de manera universal, gratuita y eficiente si quien la implementaba era el Estado.

El primer Calendario de Vacunación obligatoria y gratuita, con cuatro vacunas, tuvo lugar en el año 1978 al cobrar forma el Programa Ampliado de Inmunizaciones. Y a partir de la ley 22.909 sobre el Régimen general para la vacunación contra las enfermedades prevenibles, promulgada en 1983, se aseguró la provisión de las vacunas a todos los habitantes del territorio argentino, con oportunidad y suficiencia. Nacía, entonces, lo que hoy se conoce como el “Calendario Nacional de Vacunación”.

Esa ley fue modificada en 1992 y en 2015, por las Leyes 24.151 y 26.796 respectivamente, y también por 18 Resoluciones del Ministerio de Salud de la Nación, normativas que hicieron factible que, a marzo de 2015, Argentina contara con un calendario de vacunación obligatorio de 19 vacunas.

Lo interesante de traer a cuento el calendario de vacunación es que, como dije antes, siendo la enfermedad  —y consecuentemente la muerte— algo que no distingue entre ricos y pobres, tanto unos como otros tienen derecho a vacunarse. Y además, pueden hacerlo gratuitamente en un hospital público, sin otro requisito que habitar el suelo argentino.

Sin embargo, quizás pocas personas sepan que la vacunación es una típica prestación de la seguridad social. Y ese desconocimiento tiene su origen en la falsa y distorsionada idea respecto de que la seguridad social solo se trata de jubilaciones y pensiones, idea reforzada por los jueces federales de la seguridad social y, sobre todo, por la Corte Suprema de Justicia de la Nación, y además potenciada por los medios de comunicación masivos, que por interés o por ignorancia mantienen en el imaginario colectivo esta idea errónea.

Algo similar sucede con el Ingreso Básico Universal. Son muchos los que critican esta política activa de seguridad social, porque quienes la defendemos con el fin de erradicar la pobreza sostenemos que, al igual que el calendario de vacunación, debe comenzar por un universo acotado, para luego extenderse a todos aquellos que quieran habitar el suelo argentino. La realidad, que siempre supera a la ficción, y sobre todo en materia de conjeturas, me lleva a hacer un paralelismo entre lo que sucede con los pobres y los ricos en el sistema de vacunación, y lo que sucedería con el IBU.

Ahora bien, como en el ejemplo de las vacunas, el IBU es un ingreso base que pretende terminar con la merma de la dignidad humana que acarrea la pobreza. Erradicar, de una vez y para siempre, un flagelo que condena a millones de argentinos y argentinas a vivir en los márgenes de la sociedad, padeciendo la miseria y la exclusión. A partir de ese ingreso base, los ingresos que el beneficiario en cuestión pueda percibir como producto de su trabajo, le ayudarán a acceder a un mejor nivel de vida, pero es el IBU el que le asegurará la dignidad humana requerida para una vida en sociedad. De manera similar a lo que sucede con quienes no requieren del hospital para vacunar a sus hijos porque pueden pagar un vacunatorio, o porque cuentan con una obra social o una empresa de medicina prepaga que cubra ese servicio.

Tal cual manifesté en varias notas publicadas en El Cohete a la Luna, a medida que pasa el tiempo de la pandemia va desvaneciéndose la idea de implementar el IBU. Esto es producto de la presión constante de los organismos internacionales de crédito, que siempre imaginaron un paliativo por un tiempo determinado que sirva para mantener la economía funcionando, para que cuando el problema termine todo vuelve a ser como antes. Imagino que al Ministro de Economía se le hace extremadamente difícil negociar la deuda con el FMI y aplicar una política como el IBU puertas adentro. Cuando se dice que la pandemia cambió el mundo, creo que en verdad debe haber cambiado muchas cosas, pero lo que seguramente no hará es cambiar la distribución del ingreso. Es más, tengo el convencimiento que se ha transformado en una oportunidad para el capital concentrado, para profundizar la desigualdad y la injusticia. Por ello, uno a uno, han ido cayendo los soldados de la epopeya de la igualdad, y cuando se habla del Ingreso Universal muchos miran para otro lado, o simplemente no contestan. Finalmente, esta semana fuimos testigos de la claudicación final de la iniciativa cuando el Ministro de Desarrollo Social anunció que "no hay condiciones fiscales para dar un ingreso universal". Con estos dichos, pareciera que se aleja inexorablemente aquello de empezar con los que menos tienen, quienes deberán seguir esperando otra oportunidad. Una vez más se cumple el dicho de Gabriel García Márquez: “El día que la mierda tenga algún valor, los pobres nacerán sin culo”.

Parece absurdo, pero creo que a pesar de tanta desazón aun queda una oportunidad de que se pueda hacer algo, y ese algo es parecido a lo que ocurrió con las vacunas, empezar con un pequeño grupo, por ejemplo los que están debajo de la línea de la indigencia y sacarlos de esa situación. El INDEC indica que en 2019 Argentina registraba 12.17 millones de hogares, de los cuales 5,7% se encontraban bajo la línea de indigencia, es decir, 685.000 hogares indigentes. Si se les diera una prestación equivalente a un salario mínimo por hogar, la erogación insumiría unos $138.712 millones anuales, lo cual, en verdad, no creo que sea una cifra que destruya ningún presupuesto nacional. Y luego sería posible, todos los años, sumar más gente en situación de pobreza al programa, hasta lograr que ningún hogar quede debajo de la línea de pobreza. Haciendo un paralelo con el tema de las vacunas que inspiró esta nota, empecemos por la vacuna Salk, logremos armar un calendario aunque sea de las 4 vacunas iniciales, asumiendo que algún día llegaremos a las 19 vacunas de 2015 brindadas mientras gobernaba Cristina Fernández de Kirchner. Lo importante es empezar, porque si empezamos hoy, algún día llegaremos, mientras que si no arrancamos en un momento dado, es seguro que nunca llegaremos a ningún lugar.

Supo decir Agustín Tosco en un momento: “Lo fundamental es que todos los que tenemos un concepto de justicia y equidad, debemos luchar para construir una nueva sociedad que permita al hombre salir de la enajenación a que lo conduce este sistema que afecta hasta el derecho de vivir”.

 

 

 

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