Única billetera abierta

Aumento estructural de los costos y no el de la masa monetaria tras el alza de los precios

 

Hasta ahora, uno de los aportes novedosos del Presidente electo —y ya proclamado por la asamblea legislativa— al andamiaje institucional argentino es el Ministerio del Capital Humano. Cuando no se los ve a los peces y a los pájaros, la sabiduría popular establece que para identificarlos a los primeros se lo conoce por como pican y a los segundos por como cantan. Esto último dicho así para no caer en la escatología tan afín al gobierno que viene. Mutatis mutandis, del futuro Ministerio de Capital Humano, es menester —en la coyuntura— sentir como muerde el anzuelo y oír como trina. Estas dos acciones confluyen para tomarle el pulso de lo que implica conceptualmente, en el ámbito del desarrollo de las fuerzas productivas, esa nueva estructura funcional para el oficialismo que está al caer, de cara al porvenir inmediato inflacionario y de retroceso y estancamiento, conforme lo expresado por el mandatario proclamado mediante el vocablo estanflación.

Mateo, el publicano, relata en su Evangelio (19, 23-30) que “en aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: ‘Yo les aseguro que un rico difícilmente entrará en el reino de los cielos. Se lo repito: es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de los cielos’”. En el parafraseo que provoca la enrevesada coyuntura argentina, se puede colegir que es posible enhebrar un ungulado, pero imposible que un monetarista controle la inflación. Los inútiles no tienen una teoría válida para hacerlo y, por lo general, —y dicho sin ningún prejuicio— son unos políticos animales en vez animales políticos, que vendría a ser la irremplazable raza de seres humanos para capear estos temporales.

Para entrar en algunos detalles de la esterilidad monetarista, vale recordar que desde el Rodrigazo (junio de 1975) hasta la entrada en vigencia de la convertibilidad (abril de 1991) y desde 2016, los monetaristas —que durante esos larguísimos 16 años, siempre estuvieron al frente de la política económica y monetaria— nunca lograron controlar los precios en el seno del sistema monetario fiduciario. ¿Por qué ahora sería diferente? Bien al contrario, la inflación se les iba de las manos muy lejos hacia arriba, cada dos por tres. Y se les seguirá yendo mientras crean —contra toda evidencia y haciendo gala de una fe inconmovible— que es la masa monetaria la que determina el nivel de precios. Ergo: si por decisiones de política monetaria se baja la masa monetaria, los precios se aquietan. Ahora, el control sobre esa masa que dicen poder ejercer es un simple mito y de los más tenaces. Como son los precios los que aumentan y la masa monetaria le sigue, la masa monetaria es incontrolable.

 

 

El concepto es claro

Dejemos a un lado los efectos deletéreos de una devaluación homérica, en tanto rumor que corre sobre las primeras cosas que hará el nuevo gobierno cuando asuma. Aun si no sucediera, ¿funcionaría la cosa? Desde el propio concepto de inflación se atisba que la política antiinflacionaria que dice va a ensayar el nuevo gobierno tenga como más probable resultado el de ponérsela de frente y a gran velocidad. Considérese una situación en que los precios de producción (o precios de equilibrio: aquellos a los que se pagan a los factores de producción de acuerdo a las tasas establecidas) son alterados por la creación de un poder de compra ficticio. La consecuencia lógica es que la demanda supere a la oferta. La subida de los precios no es sino una consecuencia de la inflación (se inflaron ficticiamente los ingresos), y es esa alza la que restablece el equilibrio al anularla.

¿Qué pasa cuando los precios se van bien para arriba porque subieron el precio de los insumos (por ejemplo, en su momento, el shock del petróleo) y entonces se alzaron los precios de los bienes finales para pagar esos mayores costos y tiene lugar una caída de la producción, lo que agrava el cuadro por efecto de los costos al alza por menor uso y mismo gasto de la capacidad instalada? En ese caso, claramente, la demanda y —entonces— la inflación no son el problema. De hecho, por más que se hable tupido en casos como el de los shocks petroleros de inflación de costos, resulta una contradicción en los términos.

Pero los monetaristas, sean o no gorilas, son coherentes en su incoherencia: no dudan en acusar a los costos como causa de la inflación cuando se trata de la remuneración de los trabajadores. Ese retruécano pasa rápidamente al olvido y vuelve a asentar sus reales dogmas neoclásicos de determinación de los precios por el nivel de la demanda cuando se trata de costos diferentes al de los salarios. Y como hicieron siempre —y van a seguir haciendo ahora— quieren —con el objetivo de no emitir— quitarle presión a la demanda. Y si hay que enfriar la demanda hay que subir los precios, no bajarlos. Un periodista de un medio del macrismo, para tratar de salir de la encerrona del absurdo, postuló la extravagante dicotomía de inflación “buena” versus “mala”. Buena significa que los precios se aquietan en razón de un enorme desempleo.

Obran el milagro absurdo de aumentar los precios para darle una batalla heroica a la inflación, las tarifas en las nubes de todos los servicios públicos liberados de los subsidios, los salarios que quedan estancados o retroceden y la tasa de interés bien arriba. Esto para las empresas tomadoras de crédito y los usuarios de tarjeta, pero no para los depositantes. Tal ambivalencia de la tasa de interés es un asunto muy curioso, que por culpa de los absurdos neoclásicos-monetaristas tiene a muy mal traer al pobre boludómetro.

Ocurre que la mayor tasa de interés que pagan las empresas —a causa de las regulaciones que le impone el Banco Central, que se supone que sigue sin ser demolido ni cerrado— la pasan a precios, los que suben en lugar de bajar. Para los plazos fijos se establece una tasa baja respecto a la inflación para reducir la masa monetaria. ¿Bajar la circulación monetaria así? Incluso si esa baja en la circulación tuviera sentido antiinflacionario (que no lo tiene en absoluto), no estaría menos que faltando a la meta que manifiestan buscar, puesto que para que los plazos fijos impulsen un aumento de la circulación es necesario que los retiros superen a los depósitos. Pero si subir por encima de la inflación la tasa de interés lleva a depositar a plazo fijo, establecerla por debajo incita a retirar fondos. Pobre boludómetro víctima del absurdo más absoluto.

Tratar de “desinflar” la demanda, a la par que se reconoce que se trata de precios inflados por los costos, es el colmo del extravío. Pero ¿por qué se comportan así? Hay razones subjetivas y objetivas. En el plano subjetivo, la doctrina neoclásica los aprisiona. Al postular que los precios se forman por en el recorrido que hace la demanda al variar, entonces, si el peso se devalúa o el dólar global se revalúa, o hay inflación mundial, bajo este enfoque, no queda más remedio que frenar la oscilación de la demanda. Si el componente autónomo dé alza que se presenta desde arriba sigue operando, los animalitos de Dios, lejos de abandonar sus prejuicios ideológicos, continuaron palo y palo contra la demanda agregada. En el plano objetivo, mucho chamuyo en torno a libertad de mercado, pero se lo tiene a raya sobre-determinándolo. Es que los instrumentos propios de cualquier plan de austeridad —restricción del crédito, impuestos— igualmente privan al mercado de toda fuerza determinante sobre los otros elementos que juegan en la conformación de los costos. De manera que el estado de la demanda no podría influir sobre el precio de equilibrio de los bienes finales, como sí estos últimos podrían a su turno influenciar sobre los precios de los factores de la producción. Es entonces el último absurdo, intentar modificar el nivel de la demanda, con la idea de modificar los precios de los bienes finales, cuando la propia acción deliberada de los heraldos del plan de austeridad consiste en fijar el precio de los factores antes que el de los bienes finales.

Obsesionados, como están, por el fantasma de una masa monetaria que se trata de reducir a cualquier costo y la muy huidiza no se deja atrapar y sigue engordando, entonces, como son muy machos y se la bancan, recurren a medidas dictadas por el cuantitativismo más simplista y ramplón que tienen el efecto contrario del buscado, y no solamente sobre los costos, sino también, indirectamente, sobre la demanda misma. Sin ciencia hay curanderismo y todo termina inevitablemente pésimo.

 

 

Confesión de parte

A principios de semana, cuando volvió de los Estados Unidos, en declaraciones a los medios, Milei explicó: “Lo que estamos haciendo es crear mecanismos para detener la emisión de dinero para en un lapso de 18 a 24 meses terminar con la inflación. Eso es la evidencia empírica del caso argentino. La convertibilidad, que funcionó bajo esa misma regla, tardó 20 meses”. Recurrió al concepto de estanflación para informarles a los argentinos qué rasgo clave deben aguardar en el primer bienio del mandato que asume el 10 de diciembre. Su concepto de estanflación es uno que se asienta en la falsa escuadra de creer que se debe enfriar la demanda, para que en dos años, vista la caída de la circulación monetaria, corte el alza generalizada y persistente de los precios.

El verdadero sentido de estanflación es muy otro. El primer componente —estancamiento— es indiscutiblemente sinónimo de deflación, si se considera al segundo al pie de la letra, se tendría una simple contradicción en los términos: inflación pese a la deflación. Ahora bien, si uno reemplaza el segundo componente por “alza de precios”, se tiene algo perfectamente concebible: alza de precios pese a la deflación. Pero esta alza de precios no se debe al volumen creciente de la masa monetaria, como cree el futuro Presidente, sino a un aumento estructural de los costos que provienen de una variación en las tasas de remuneración de los factores a raíz del baile del dólar.

Ambas definiciones coinciden en que habrá malaria. Pero para Milei esa malaria purga las impurezas del sistema (la inflación buena), y al respecto especificó: “Cuando se haga el reordenamiento fiscal te va a impactar negativamente en la actividad económica, por eso yo digo que la única billetera que va a estar abierta es la de capital humano, para darle contención a los caídos”.

Tanto en la plataforma electoral, como en la campaña y en el debate presidencial, se hizo presente el próximo a crearse Ministerio de Capital Humano; un paquidermo que bajo su férula cobijará, para entonces ya convertidos en secretarias, a los actuales ministerios de Educación, Trabajo, Desarrollo Social y Salud. En el debate presidencial, afirmó que incentivar el capital humano fue “sumamente importante en los últimos 250 años de la historia de la humanidad”. Y para que continúe siéndolo, propone un ministerio al solo efecto.

El capital humano es un engendro conceptual neoclásico —muy tautológico— que trata de encontrarle el pelo al huevo al hecho —muy idiosincrático del sistema capitalista— de que si uno invierte en educarse puso capital y como todo capital tiene derecho a ser remunerado, cobra más. El agua evidentemente moja. Pero jamás define de qué nivel medio de la sociedad se parte y no lo puede hacer sino como hecho ex post facto. Como postulan que es la rentabilidad de la actividad económica de los seres humanos la que determina su ingreso, no se concibe que sea el ingreso lo que determine su rentabilidad. El sentido común queda satisfecho, pero eso no tiene nada que ver con la realidad. El salario es un precio político. Si en la nación A es más alto que en la nación B, todo lo que la teoría del capital humano neoclásica en que los libertarios basan su Pantagruel ministerial tiene para decir es que si un individuo se educa más que otro, va a ganar más que otro. De noche está oscuro. Pasan de largo de que en A el mismo profesional va a ganar más que en B, igual para el operario calificado.

Así es como la lógica de estas políticas en pos de aumentar el capital humano se basan en la proposición de que el ingreso de una persona en una economía de mercado refleja la cantidad de recursos que la persona controla y el valor de esos recursos. Las personas que son permanentemente pobres tienen menos capacitación y también calificaciones laborales menos valiosas que los que no son pobres. Por lo tanto, una política atractiva para ayudar a eliminar la pobreza es darles más y mejores recursos a través de la educación y la capacitación. Pero, si en el mismo momento, estas bellas almas abren la economía, como se han juramentado en hacer, estarán capacitando trabajadores para que emigren y con buenas perspectivas porque son baratos. Esta es una de las tantas formas que adopta el capital humano como coartada reaccionaria.

El verdadero problema a resolver para impulsar el desarrollo de las fuerzas productivas es el de la composición orgánica del trabajo (cot). Arghiri Emmanuel puntualiza al respecto que “a un nivel tecnológico mundial determinado, las diferentes ramas de producción difieren entre ellas no sólo por la intensidad de la composición orgánica del capital, sino también por lo que podría llamarse la composición orgánica del trabajo, y que es la relación del número de trabajadores vivos con la cantidad de trabajo social a la cual se reducen sus trabajos específicos”. Si en una obra en construcción hay 100 albañiles y en una petroquímica hay 100 operarios, a tasa general de salarios iguales, los químicos cobran más en función del porcentaje más elevado de trabajadores calificados y especializados.

La igualación de salarios no significa salario igual a igual tiempo de trabajo, sino salario por unidad de tiempo igual con calificación igual. Por eso —extremando y ficcionalizando la comparación— no es lo mismo una sociedad que haga la diferencia con el turismo (aunque se pague al personal con los más altos salarios del mundo), que otra de relojeros. Es de suponer que, en los años por venir, el descomunal avance tecnológico que está floreciendo (con pinta de ser una fase A del ciclo de Kondratieff) tenderá a igualar las composiciones orgánicas del trabajo en todas las ramas de la actividad productiva y de servicios, por lo cual botones o relojeros —siempre que sean con salarios altos— da lo mismo. Pero, de momento, implica una elección estratégica que tiene que hacer el país. La opción que hace al interés nacional debe considerar que mismo si el intercambio desigual generado por la diferencia de salarios entre países no existiera, no da lo mismo caramelos que acero, porque 100 siderúrgicos ganan mucho más que 100 de la alimenticia, en razón de las necesidades de mayor capacitación en la primera que en la segunda. En otras palabras, si los sectores que se han seleccionado poseen un nivel de composición orgánica de capital y una “composición orgánica” de trabajo relativamente débiles, el país no será tan próspero como los otros. Emmanuel advierte que esto no se debe a “un intercambio desigual sino de un desarrollo desigual. Se trata de dos cosas diferentes. Sin embargo, el intercambio desigual en razón de salarios desiguales, ahí donde estos existen, puede agravarse por una composición orgánica de trabajo desigual. Pues la desigualdad de salarios afecta, sobre todo, las bajas calificaciones del trabajo. Las categorías superiores, siendo más móviles y concurrentes, están sujetas a una cierta perecuación a escala mundial. Si un peón norteamericano gana treinta veces el salario de un peón egipcio, la diferencia del salario de ingeniero entre los Estados Unidos y Egipto es bastante menor. Como en los países subdesarrollados los bajos salarios van generalmente a la par con una baja composición orgánica del trabajo, la tasa de salarios ponderada es sensiblemente más baja que la tasa de salarios media”.

Milei retoma la tradición gorila de hacer de este país una estancia ordenada y apaciguada. El cuento del capital humano es una grandilocuente y cretina operación de relaciones públicas para cubrir con bondad la idea de que dos tercios de la sociedad argentina tengan como eje existencial la ñata contra el vidrio. Esto sí que es una verdadera mierda. ¡Ay de la escatología! A veces, como en esta, deviene insustituible.

 

 

 

 

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