Usemos la lógica

Si la derecha piensa que el gobierno cometerá gruesos errores de política económica puede esperar sentada.

 

 

 

Sintonía gruesa y sintonía fina

“¿Usted cree que estoy loco?”- le dijo el Presidente Alberto Fernández al operador Luis Majul, cuando insistía sobre el supuesto congelamiento jubilatorio que estaría implementando el actual gobierno. Si la derecha mediática piensa que va a encontrar al gobierno realizando gruesos errores de política económica o de economía política, puede esperar sentada.

El “volver mejores” de este gobierno, es no reiterar errores, ni entrar en trampas en las que cayó el gobierno kirchnerista precedente. Por supuesto que sería del agrado del macrismo residual que el gobierno del Alberto tuviera desde el primer día serios traspiés, realizara emisiones descontroladas, intentara aumentos salariales tan grandes como irreales, promoviera descontroles de precios y otras variables, generara disparadas del dólar incontenibles, que dieran lugares a remarcaciones más incontenibles aún o ampliara el déficit estatal a niveles estrafalarios. Que se olviden. No va a pasar.

En el gobierno hay mucha gente pensando, calculando y articulando medidas. Ya no se trata de un funcionariado que arriba por primera vez al estado, y que se encuentra aún bajo la sombra intelectual de un neoliberalismo que, a pesar de su fracaso reiterado, gozaba de alta estima en buena parte de la población. Hay experiencia acumulada, tanto en la lectura de los errores que se produjeron durante la gestión progresista del kirchnerismo, como de los horrores y bestialidades económicas producidas durante el macrismo.

Las primeras medidas, como la Ley de Solidaridad y Reactivación Productiva son sólo el comienzo de numerosas otras leyes, disposiciones y acciones públicas cuyo objetivo es relanzar la economía nacional con sentido inclusivo. En la maraña de problemas de todo orden que ha dejado Cambiemos, el gobierno de Alberto Fernández empieza a aplicar disposiciones iniciales, que forman parte de un despliegue mucho mayor que aún no ha comenzado, y que se realizará en diversas etapas. El gobierno se tomará 180 días para evaluar temas densos, como el cuadro tarifario, el valor del transporte, la fórmula de ajuste jubilatorio o las formas de la relaciones laborales.

No hay verso, ni mentira descarada como en el macrismo. Lo que sí hay es novedad en el enfoque sumamente cauto de implementación de los cambios. Se está aprendiendo a hacer política económica progresista, que sea al mismo tiempo políticamente viable y macroeconómicamente sostenible.

Eso se puede observar en una serie de medidas: las retenciones se aplicarán de forma tal que diversos segmentos rurales tengan una carga tributaria diferente.

En el Impuesto Inmobiliario, tanto urbano como rural, se están introduciendo escalas claramente progresivas.

Se afloja la situación impositiva en las provincias para desinflar situaciones de tensión social.

El gobierno no va a ofrecer el flanco de la emisión de dinero en forma desmesurada, sino acompasada con la recuperación del crecimiento.

No va a atacar el ingreso de los jubilados y pensionados, sino que se desenganchará de una fórmula explosiva establecida por el macrismo estafador, que generó 55% de inflación. La fórmula llevaba al estallido del sistema previsional, situación harto funcional para el conjunto de poderosos intereses financieros que están reclamando su privatización. El gobierno necesita controlar el gasto y al mismo tiempo sostener las jubilaciones reales, e incrementar las más bajas. No piensa hacer, ni le sirve, reducir las jubilaciones reales por dos razones:

  1. parte de su estrategia de reactivación económica, de expansión de la demanda con la cual está profundamente comprometido, se basa en incrementar los ingresos de los sectores más débiles de la economía, incluidos los jubilados, y
  2. porque la reforma jubilatoria privatista que hizo el menemismo en los ´90 le produjo al Estado un boquete fiscal que superó varias años el 1% del PBI. En aquella época, los financistas y banqueros festejaban por partida doble: el Estado les cedió un negocio rentístico formidable, administrar los aportes de la gente joven y cobrarles abultadas comisiones durante décadas, y encima le prestaban a ese mismo Estado idiota, para cubrir el agujero que le había producido la reforma jubilatoria. El actual tratamiento cuidadoso y sensato de las cuentas públicas, choca con la idea aventurera de desfinanciar al estado privatizando el régimen jubilatorio.

El tipo de avance que está mostrando la actual gestión puede desconcertar a quienes esperaban desde el primer momento gestos “populares” espectaculares. La violenta campaña desatada por la derecha y también la izquierda abstracta en sus medios y en las redes ha logrado preocupar a sectores pertenecientes al propio espacio político oficial.

Pero las dudas se despejan cuando se compara cual es la base social del gobierno, y por lo tanto sus compromisos económicos, que es totalmente distinta a la de Cambiemos. En el macrismo convergieron sectores concentrados del capital agrario, financiero, industrial y de servicios, del país y del exterior. En el Gobierno Fernández Fernández convergen todas y todos los que no participaron en el negocio macrista, y se están acercando de a poco muchos a los cuales la apuesta al macrismo les salió pésimamente mal.

Dilemas norteamericanos

Todos sabemos que el frente externo dejado por Macri y sus ministros financieros tiene problemas gravísimos. Argentina no entra en default ya, porque aún no se produjeron los vencimientos mensuales de deuda más grandes. No tiene cómo pagar los compromisos externos, de acuerdo a la irresponsable y dañina estructura temporal que generó perversamente la gestión anterior.

Este gobierno está negociando en diversos planos, con una muy clara idea de la importancia de la sostenibilidad de los pagos, y de que no representen una sangría de fondos públicos tal que condene al país al estancamiento o peor aún, a profundizar más el ajuste empobrecedor del macrismo.

En todos esos planos, directa o indirectamente, en los fondos privados basados en Norteamérica, o en el FMI, aparece la influencia del gobierno de los Estados Unidos. La situación pone a ese país en un lugar clave de las decisiones estratégicas en relación al futuro cercano de Argentina.

En una hipótesis de extrema hostilidad de la administración norteamericana hacia el gobierno argentino, le bastaría a Trump o al Departamento de Estado con volver inaceptables las condiciones de la negociación para poner a Alberto Fernández y a Cristina Kirchner frente a decisiones muy complejas. Todo observador serio, puede ver que ya lleva años la ofensiva no sólo diplomática de Estados Unidos para reconducir a toda la región sudamericana a su redil político. El actual gobierno argentino representa una dificultad inesperada, y un mal ejemplo de políticas alternativas frente al neoliberalismo subdesarrollante al que apoya en toda la región. En el actual gobierno argentino se referencian todas las fuerzas y figuras progresistas de la región, incluso México.

El dilema norteamericano es si embestir brutalmente para tratar de dañar ésta experiencia que  está dando sus primeros pasos, usando el arma financiera y el endeudamiento para crear severas dificultades económicas, o permite que el gobierno argentino vaya sacando al país a flote. Porque el otro gran problema, no regional sino global que tiene Estados Unidos es China. La creciente influencia asiática en la región preocupa severamente a los norteamericanos, que evalúan seguramente los costos de acorralar a la Argentina y llevarla a la desesperación, tratándose de un gobierno independiente, con una conducción no colonizada por la unipolaridad pro-americana, y con una sociedad que exhibe un alto nivel de desconfianza hasta la potencia imperial.

¿Avanzar como una aplanadora para imponer una dominación endeble pero extendida en la región, evitando sinergias progresistas, o buscar puntos de acuerdo para evitar disrupciones sociales y alianzas extraregionales no deseadas?

Por el lado local, para la administración albertista, está el antecedente del gobierno de Raúl Alfonsín en cuanto al manejo de una enorme deuda externa. El líder radical fue consciente del problema gravísimo del pago de los servicios anuales de la deuda, del peso tremendo en el presupuesto nacional de esos intereses, e intentó eludirlo buscando alianzas internacionales que no logró. Primero forcejeó para renegociar la deuda, pero luego cedió y firmó con el FMI. Las condiciones internacionales, por otra parte, eran muy malas. El deterioro económico y político generado por la inviable tarea de pagar la deuda fue severo, y determinó el fracaso de su gobierno. Quizás si Alfonsín hubiera estado dispuesto a defaultear para forzar una negociación real, hubiera logrado condiciones mejores que le dieran más aire a su gestión. No lo sabemos. Pero en esa trampa no tiene que caer hoy la Argentina. No se deben negociar condiciones incumplibles, y mucho menos disimular de dónde vienen los problemas. Eso parece estar claro, y el tema de compromisos externos compatibles con la viabilidad económica interna ha sido reiterado por el Presidente de la Nación.

Hoy las condiciones externas no parecen ser tan malas como en los ´80, porque las tasas están muy bajas (salvo las que les cobran a los países altamente endeudados como la Argentina), y los precios de los exportables argentinos no están tan por el piso como en los años alfonsinistas.

Pero el cuadro global no es promisorio. Tanto porque las señales del mundo real están en declinación (demanda mundial, crecimiento chino, balances de las corporaciones, proteccionismo), como por la endeblez del cuadro financiero norteamericano.

El índice CAPE (Cyclically Adjusted Price to Earnings), desarrollado por el premio Nobel de economía Robert Schiller ha mostrado eficacia para captar situaciones de inestabilidad bursátil. Por ejemplo, en agosto de 1929, antes del derrumbe de la Bolsa de Nueva York, el índice CAPE se sitúa en el elevadísimo valor de 31, predictor de crisis. En diciembre de 1999, pocas semanas antes de que estallara la burbuja de las empresas “punto.com” llegó a 44. Ahora, en noviembre de 2019, el índice CAPE está en 29,8, nivel casi idéntico al que mostró antes de la gigantesca crisis de los créditos hipotecarios de 2008…

Bien haríamos en pensar los efectos de un crash bursátil sobre la economía nacional y las medidas que el Estado debería tomar inmediatamente para reducir los daños de la timba global sobre nuestro país. En todo caso, el cuadro externo no es benigno, y la apuesta a un mundo sediento de exportaciones argentinas a cambio de montañas de dólares no parece del todo realista.

Minería y desarrollo nacional

La sed de dólares no debe llevarnos a decisiones equivocadas. Tanto el negocio energético (gas y petróleo de arenas bituminosas) como el minero pueden provocar alucinaciones de grandes sumas de dinero ingresando a nuestro país en relativamente corto plazo (3-4 años).

Detengámonos a pensar, idealmente, qué pretende una gran empresa dedicada a la megaminería global: extraer todo tipo de minerales para el mundo dinámico, que usa esos materiales para sus manufacturas, pagar cero impuestos locales, contratar mano de obra barata, y luego dejar el desastre ecológico (contaminación del agua y la tierra, población enferma, paisaje depredado, especies extintas) sin pagar por él.

Así expuesta, la megaminería no nos serviría absolutamente para nada, salvo para generar unos cientos de puestos de trabajo, a cambio de graves daños y contaminaciones permanentes. ¿Qué impediría que ese sea el cuadro, si el gobierno receptor –para no asustar a los inversores- no pone ningún tipo de condición ambiental, no tiene capacidad de hacerla cumplir, no capta parte significativa de los recursos generados para promover el bienestar interno, y no utiliza parte del mineral para el propio desarrollo nacional?

Es cierto: no hay una sola forma de desarrollar la actividad minera, y ésta es necesaria para suministrar insumos críticos para la vida humana. Aunque se adopte un enfoque que cuestione el consumo desmedido y el despilfarro, la humanidad continuará apelando a la minería, que se puede hacer en condiciones mucho menos depredatorias, y económicamente más democráticas que en la actualidad.

Dicho esto, es importante no volver al pensamiento mágico argentino de que una actividad, un negocio puntual –por ejemplo, Vaca Muerta-, nos va a salvar. La desesperación por no caer en default puede conducir a ceder frente a supuestas tentaciones que encierran enorme peligros, como muy bien se pudo apreciar en estos días en Mendoza. ¿Cambiar todos los logros económicos de esa provincia, el tejido social que se pudo construir con enorme laboriosidad, por una apuesta a la lotería de la megaminería? La sociedad afortunadamente contestó que no, y se abrió un importantísimo debate a nivel nacional. ¿Cómo resguardar los derechos a la vida, a la diversidad productiva, a la salud pública, y al mismo tiempo promover la extracción responsable de minerales necesarios, tanto para la producción industrial y la construcción, como para la exportación? Gran tema que se irá contestando en los próximos años.

Sólo en un contexto de poder nacional, de planificación económica y medioambiental es posible pensar en formas de minería (necesarias) que reduzcan al mínimo la huella ecológica, que no pongan en riesgo la vida y las producción de otros bienes, y donde esté garantizado que la renta sea apropiada en parte significativa por el Estado, para promover otras actividades estratégicas, o la sustitución de importaciones futuras, como ha señalado el ministro Kulfas.

Fortalezas y debilidades

Si el gobierno de Alberto Fernández parece haber inaugurado un estilo inteligente de realizar políticas públicas, incluso a pesar del desastre recibido, deberá afinar sus estrategias comunicacionales y su protagonismo político.

Es evidente la aparición inmediata de campañas de incitación a la bronca contra el gobierno recién nacido, apelando a todas las formas discursivas, por parte de los medios tradicionales y de las redes sociales contaminadas por activistas de la regresión social. Así, diversos sectores han intentado asociar al actual gobierno con la palabra ajuste. “Ajuste” tiene una connotación histórica y específica en la Argentina: son las políticas de achicamiento del Estado, precarización popular y subdesarrollo económico que viene implementando el neoliberalismo argentino a través de sus sucesivos gobiernos. Esto que se está poniendo en marcha es opuesto a ese concepto, aunque algunos pretendan confundir algunas medidas puntuales con modelos económicos completos.

Pero es el propio gobierno y su base política quienes no se deben confundir. Así como el macrismo, con su espantosa política económica y social recibió el aval del 40% del electorado, no hay garantías de que una buena –o muy buena- gestión de lxs Fernández se traduzca en sólido apoyo popular. A veces no son las correctas medidas desde la Estado, la buena gestión, sino la lucha política, el debate, la movilización, los que definen las preferencias de las mayorías.

Ya el kirchnerismo tuvo en su momento problemas severos para comunicar medidas populares. La experiencia de la 125, o la correcta regulación cambiaria que la derecha bautizó “cepo”, son ejemplos de lo que no debe volver a repetirse.

Y no es un problema sólo de comunicación y de medios, que también lo es. Es centralmente, contar con una fuerza política que esté dispuesta a sostener la disputa política por el sentido de lo público, de lo social, en un país influido –como buena parte del planeta- por el individualismo y el adoctrinamiento neoliberal. Grandes líderes latinoamericanos, como Correa, Lula y aún Evo, sufren las consecuencias de que las tensiones de la gestión gubernamental los llevaron a despreocuparse del problema clave de la construcción política y el imprescindible acompañamiento popular.

Esa otra batalla, la del sentido de la política, también puede ganarse.

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