“La economía es como un juego de Monopoly: si juegas bien, puedes ganar”.
Donald Trump
“La economía va a subir como pedo de buzo”.
Javier Milei
Como todos sabemos, la televisión se traga escenas que escupe deglutidas sin posibilidad de decodificarlas. Este es el Big Bang del vacío político o, lo que es peor, la base para la creación de una política basada en una sucesión de anécdotas y opiniones que, como los fuegos artificiales, deslumbran, impactan y se apagan sin proponer ningún significado. Lo que se le pide al espectador es que acepte el pacto de fe. Pero, ¿cómo llegamos a tanto?
Un hombre se ríe al ver al pajarraco de Plaza Sésamo, cambia de canal, mueve las manos, las junta y las separa imitando el gesto que hacen otros dos hombres en un programa político, cambia nuevamente de canal y vuelve a reírse con Patán, el perro de Los autos locos. El hombre frente al televisor no sabe leer ni escribir, pero incorporó la realidad a través de su exposición a las imágenes, por lo que el control remoto fue el dispositivo de graduación en la adquisición del lenguaje.
La escena pertenece a Desde el jardín, la adaptación de la novela de Jerzy Kosinski llevada al cine en 1979 y que todavía ilumina ciertas preguntas vigentes medio siglo después.
El hombre en cuestión se llama Chance Gardiner y trabajó durante toda su vida como jardinero, hasta que el dueño de la casa murió y le anunciaron que tenía que abandonarla. Chance saldrá a la calle por primera vez en su vida, y lo hará vestido de forma elegante, con sombrero y una valija. El Bronx de una Nueva York pre–Giuliani será testigo de la transición de jardinero a héroe. Estados Unidos es una mierda por el complejo de dios blanco, dice un grafiti desde una pared. Chance no sabe nada de Estados Unidos y todo lo que tiene es un control remoto, el arma de poder simbólico que le permite interactuar con “los otros”: Patán, Plaza Sésamo, el Superagente 86. Por eso, al principio intentará cambiar de canal frente a escenas molestas, para descubrir que el control remoto no actúa en el mundo real.
Nuestro héroe habla parsimoniosamente, separa las oraciones como si evaluara qué decir y sus modales son imitaciones de personajes televisivos. Si la experiencia más importante en la socialización se produce en el cara-a-cara, Chance es, además de un homo videns analfabeto, huérfano, “raro”, según la cocinera de la casa. En síntesis, no pudo adquirir un lenguaje capaz de reflexionar sobre lo que piensa. Pero no sólo fue el aparato el que le anuló la facultad cognitiva, “raro” es un eufemismo de su discapacidad, es como un tonto.
Lo que sigue en la película es que a Chance lo atropella un auto y la dueña del auto lo lleva a su mansión para curarlo. Ahí vive Ben, su marido multimillonario, enfermo terminal, que se hará amigo del jardinero muy rápidamente, porque le inspira “confianza”, al punto tal que lo invita a participar de una reunión con el Presidente de la Nación. En ese encuentro, los hombres le preguntan a Chance qué hacer con el destino del país. Gardiner responde desde lo que sabe y conoce: la descripción elemental de los ciclos de la naturaleza. “En la primavera se siembra, luego llega el verano, el otoño y así”, dice, como gran conocedor de todas las plantas, las flores y sus cuidados. Su rusticidad se manifiesta en la literalidad de lo que expresa, pero los hombres poderosos ven en sus palabras metáforas de un elevado lirismo.
Desde siempre, el hombre acude a oráculos en busca de respuestas trascendentales, que cuanto más enigmáticas se revelan más valor acumulan. En este caso, el discurso de un ermitaño que alude a imágenes de la naturaleza expresadas casi poéticamente despierta en sus interlocutores una perturbación que decanta en fascinación. Ben está moribundo y necesita creer, se guía por deseos más que por ideas. Pero cuando alguien dice algo absolutamente ridículo y eso que dice es tomado absolutamente en serio por quienes lo escuchan, ¿quién es el idiota?
Chance llegará muy rápido a ser parte del medio televisivo que lo civilizó, de modo inverso al personaje de La rosa púrpura del Cairo, que en la película de Woody Allen salta de la pantalla de cine a la realidad. De observador a observado, el jardinero-héroe pasa a ser visto por “más gente de la que ha visto teatro en los últimos cuarenta años”, así lo presentará el productor del late show. Chance Gardiner, con la ingenuidad de todo disminuido intelectual, preguntará: ¿por qué me va a mirar tanta gente? “No lo sé”, dirá el animador estallando de risa, la risa de los imbéciles, porque ¿quién puede explicar por qué la estupidez cobra magnificencia desde una pantalla? Nadie, menos los que producen el show, alfabetizadores en el camino hacia la idiotez.
Un bocado de bufón cada día es la inoculación de la estupidez por goteo, la invención de un monstruo que, si sabe aprovechar las oportunidades, podrá llegar a Presidente. Hay grandes ejemplos de ese traspaso, de cómo el bufón llega a rey, desde Ronald Reagan a Volodímir Zelenski, pasando por Giorgia Meloni y Donald Trump. Es el caso de Javier Milei, que pasó de panelista siempre dispuesto y actor de un horror-show a ser el hombre de “confianza” del círculo rojo.
¿Cuál y cómo es la esencia de la comunicación de Milei? “Basura”, “mandriles”, “parásitos”, “zurdos de mierda”, son términos concretos que utiliza como figuras cargadas de significado, produciendo un nuevo orden del lenguaje en el que se redimensiona el significado literal de las palabras. Su acervo forma parte de una sistematicidad en torno al sexo anal: “el Estado es el pedófilo en el jardín de infantes, con los nenes encadenados y bañados en vaselina”, “le rompimos el culo”, “burócratas metiendo el dedo y el brazo con vaselina a empresarios”. Palabras como Nación, Estado, soberanía, democracia y representación son conceptos abstractos que Milei sintetiza en imágenes pornográficas con escenas de sábanas y señoritas. Si el universo de Gardiner es la botánica, el universo del que parece haber salido Milei es Sodoma y Gomorra. También, como Chance, adquirió modales por imitación, pero no habla cautelosamente. El espectáculo de Milei, en cambio, se compone de gritos exacerbados, gestos obscenos, movimientos espásticos.
La pregunta es anterior al fenómeno: ¿por qué poner esperanza en un payaso? ¿Será porque, al igual que Ben, cuando Milei llegó nos sentíamos moribundos?
La metáfora madre de Milei es la motosierra, elemento que con un alto registro teatral anula el significado sustancial, atrofia la capacidad de abstracción. ¿Para qué se usan las motosierras? El diccionario la define como una máquina con dientes de sierra que se usa para cortar ramas, talar árboles, maderas, etcétera, pariente directo de la sierra quirúrgica que se usa en cirugías para cortar miembros: piernas y brazos de seres humanos que quedarán discapacitados. Cuando alguien levanta una motosierra y es festejado, ¿qué se avala? ¿De qué está hecha la esperanza en ese elemento?
Milei la pegó en TikTok, en el “territorio” de los jóvenes, una tropa nueva que no entendemos, que vieron autenticidad en un tipo despeinado y bruto en estado de rebeldía, el Sid Vicious punk que nunca vivieron.
“La democracia está sobrevalorada”, decía otro político de ficción, Frank Underwood, en House of Cards. En todo caso, a los hombres del establishment les gustan los personajes marginales porque catalizan la fantasía del titiritero: es difícil que un payaso se emancipe de los hilos que lo dirigen. Y cuanto más desconocido sea ese payaso, mejor. En la película, Gardiner no tiene documentación que registre su existencia ni antecedentes, y por eso en la escena final es presentado como el mejor candidato para suceder a Ben, cuando muere, en su rol político. Un zombie puede ser un buen comodín si hay “confianza”, esa especie de fe que practican sindicalistas, legisladores y aspirantes a funcionarios. Nietszche sostiene que las verdades, cuando son ilusiones, se convierten en metáforas gastadas y sin fuerza sensible. Los que compran ilusiones basadas en cortar/talar/reducir miembros, ¿qué grado de responsabilidad tienen en el daño social ocurrido?
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