Mi vida como madre pájara (sexta y última entrega)

5 de enero hasta hoy

 

Como esos hijos entrados en años que se quedan ajamonados en la casa de los padres, Chipi se mostraba muy conforme con su vida regalada. No parecía extrañar ni desear la libertad y seguía refugiándose en la biblioteca. Se negaba a estar en otros lugares de la casa, como si tuviera muy presente que más allá de esa puerta la esperaba un mundo hostil. Todas las mañanas y cuando bajaba el sol la llevaba con la jaula abierta al balcón y la bañaba con la lluvia suave del aspersor de la manguera. Era una delicia verla vibrando de placer mientras esponjaba las plumas bajo las gotitas.

Cuando la dejaba sola secándose con la brisa se acercaban otros pájaros haciendo vuelos acrobáticos a corta distancia. Varias veces dos horneros se posaron en la baranda del balcón y entablaron con ella una payada de trinos llenos de timbres y matices ansiosos. Ya estaba claro que Chipi no era una hornera sino una torda, pero tal vez su huevo había sido puesto en el nido de esa pareja con la que tenían tanto para decirse. ¿Ellos creían que eran los padres biológicos y la estaban invitando a irse volando con ellos? Chipi no daba la menor señal de querer salir de su jaula; parecía que la inquietaban esos seres tan poco humanos que la querían obligar a ser pájaro.

Mi nieto L. estaba muy preocupado por la situación. Como estaba de vacaciones visitaba a Chipi casi todos los días, y mientras le acariciaba la cabecita le hablaba con un tono paternal sobre las ventajas de poder volar y de vivir al aire libre. Una mañana le dije:

—Lu, esto no da para más. Chipi tiene que entender que es un pájaro y que los pájaros viven en los árboles y andan volando por ahí, pero yo no quiero obligarla a irse nunca más. Me parece que me equivoqué cuando lo hice. Pero tampoco me parece bueno que un pájaro viva encerrado en la biblioteca. ¿Qué podemos hacer?

—Yo creo que nunca le hablaste en serio. Si se lo explicamos cuando esté concentrada y nos preste atención—, dijo con gestos de psicopedagogo—,  ella lo va a entender.

Esa misma tarde L. dijo que Chipi estaba en el estado de ánimo adecuado; la pusimos en la jaula y la llevamos al balcón. Nos sentamos a contemplar el desfile de nubes que cruza el cielo todos los días al atardecer y después de ver pasar una interminable procesión de conejos, trenes, autos, narices y zapatos que se perseguían en dirección al norte, L. acercó su cara a Chipi y le dijo:

—Mirá lo que te estás perdiendo por quedarte en la casa de mi abuela. Por ahí— agitaba la manito hacia el cielo— están tus amigos y tu familia, todos volando por donde quieren, y en la tierra hay montones de bichos de los que te gusta comer. Desde acá se ve tu árbol. De un solo volido podés llegar, encontrar tu nido; pasar todo el día afuera y volver a la biblioteca a la noche si te da miedo la oscuridad. Mi abuela te deja entrar y salir cuando tengas ganas.

Chipi lo miraba atentamente, parada inmóvil en su palito. Pude ver claramente cómo tomaba la decisión: en tres o cuatro brincos salió de la jaula, recorrió la mesa, examinó con cautela el cielo durante menos de un minuto, y sin apuro voló hasta la baranda de la azotea, tres metros más arriba. Allí se quedó un buen rato mientras la mirábamos sin hablarle por temor a que entendiera nuestras voces como un llamado o una invitación a volver. Varios pájaros la rodearon alborotados y eso pareció convencerla. Se unió a ellos y juntos atravesaron el cielo varias veces delante de nuestro balcón antes de enfilar hacia el jardín del Hospital Alemán. Por un rato todavía diferenciábamos a Chipi de los otros pero de repente todos nos parecieron iguales.

A la mañana siguiente fuimos al jardín. Como una madre ansiosa yo pendulaba entre dos fantasías de igual intensidad y sentido opuesto: ¿la encontraría en el suelo asesinada por un gato? ¿O ya estaba integrada en su comunidad como la hija pródiga que regresó de una aventura extraordinaria? En cuanto pisamos el jardín ocurrió lo único que no había previsto: Chipi apareció de la nada a una velocidad de misil; se posó sobre mi cabeza, saltó a la de L., volvió a la mía y sin dejar de gritar con su destemplanza inconfundible, rebotó entre él y yo con aleteos que por primera vez me parecieron de felicidad. Nos reíamos mucho, de alegría pero también de nervios, mientras los mozos de la cafetería nos miraban con un visible matiz de reprobación en la cara.

La experiencia se repitió al día siguiente y por tres o cuatro días más. Cada vez que la visitamos Chipi apareció inmediatamente como si hubiera estado observando desde lo alto el momento exacto en que entrábamos al jardín.

Después dejamos de ir durante dos o tres semanas. Me acuerdo de mí explicando que era mejor evaporarnos de su vida para no interferir en su adaptación al mundo real, pero no estoy segura de haber sido sincera. Tal vez era sólo un pretexto porque quizás me fui de vacaciones o estuve distraída.  Una mañana volví al jardín ansiosa por verla y no apareció. Caminé un rato llamándola bajo los árboles y después en un tono más alto por si estaba lejos.

—¡Chip-Chip-Chipi!—, grité al pie de su árbol, alrededor de las palmeras y recorriendo el perímetro del jardín ante las miradas recelosas del personal del hospital y de los pacientes que tomaban el desayuno. Me fui justo antes de que me detectara el servicio de Psiquiatría pero volví al día siguiente y al otro, y varias veces a lo largo de estos doce meses, siempre con el mismo triste resultado.

A veces la llamo desde mi balcón cuando me parece oírla en algún lugar del cielo, pero nunca ocurrió lo que con L. tanto esperábamos. Nunca llegó volando ni se metió en la casa para picotearnos un rato la cabeza, ni se quedó a dormir en la biblioteca. Hace un año que no la vemos. Para conformarme pienso que sigue viva y me hago a mí misma un chiste pavo que no me hace ni sonreír: la torda se enamoró de un tordo del hospital y se fueron a vivir a otro barrio. También pienso que es mejor no volver a verla. Se sabe que la hermosura de ayer hoy tiene olor a momia, porque nada es para siempre, ni en esta historia ni en ninguna otra. En primer lugar, han talado uno de los árboles centenarios del jardín del hospital para construir un nuevo edificio, porque la superproducción mundial de enfermos reales e imaginarios requiere cada vez más espacio. Me pregunto por los pájaros que vivían en su copa; ¿se habrán ido, se habrán muerto de susto, se habrán mudado a otro árbol? ¿Chipi estaría entre ellos?

En segundo lugar, don Robertino ya no está. Seguramente se jubiló, porque al frente del puesto de flores hay ahora un joven fornido que amplió el negocio con plantas trepadoras, cactus y accesorios para jardinería. Una decisión empresarial muy inteligente, porque las nuevas normas del hospital prohíben llevarles flores a las personas internadas. Don Robertino no hubiera subsistido con sus ramitos de fresias y de jazmines que envolvía en papeles plateados y rociaba con agua fresca antes de entregarlos.

Una tercera novedad ocurrió en estos meses: hemos adoptado a una gata cachorra, una tigresa color carey que se desliza a ras del piso para caer en silencio y con una precisión aterradora sobre cualquier cosa que se mueva, sea polilla, mosquito o pelusa animada por la brisa. Hace una semana entró alborozada a la casa llevando en la boca un guiñapo sangrante que sacudió contra el piso varias veces hasta que se lo quité. Era un pichón de torcaza que había entrado desprevenido al sector del balcón que cercamos con red para que ella no se suicide.

A pesar de esos cambios que hacen irreconocible el entorno y diferente nuestra vida, a veces voy al jardín del hospital y camino un rato mirando hacia arriba llamando a Chipi. Percibo fugazmente rápidos secreteos, sonrisas compasivas y miradas de soslayo. No les pregunté a mis conocidos que trabajan allí, pero juraría que debo tener algún nombre de fantasía concerniente a la locura, a los pájaros o a ambas cosas a la vez. Los que no conocen la historia de Chipi sólo ven una lunática inofensiva que se pasea gritando bajo las palmeras y los árboles. Los que la conocen saben que es una madre pájara con el corazón desconsolado.

 

(NO CONTINUARÁ)

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