Mi vida como madre pájara (tercera entrega)

10 a 25 de diciembre

 

Se me aflojaban las piernas mientras abría el recipiente de plástico lleno de aserrín y de formas reptantes que había comprado para alimentar a Chipi en su configuración de ave carnívora. Mi amigo veterinario me había dicho que para saber si era un tordo bastaba con mostrarle un gusano vivo. Si se lo comía sin remilgos podía confirmar su identidad y dejar de atosigarlo con mi harina de maíz y mis semillas hippie-veganas.

Con una pinza quirúrgica perseguí a través del aserrín a uno de los animálculos hasta atraparlo. Temblando de repugnancia lo vi debatirse durante la escasa décima de segundo que tardó Chipi en lanzarle un picotazo letal como un rayo y hacerlo desaparecer en su gaznate. Era un tordo. Para terminar de confirmarlo subí sus fotos a la web y recibí una avalancha de respuestas muy precisas. La más contundente fue la del padre de una amiga mía, médico como yo y practicante de esa disciplina llamada birdwatching, que consiste en transmutar en planta y quedarse inmóvil durante días enteros para observar, identificar y fotografiar pájaros en su hábitat natural. Ese hombre extraordinario que lleva siempre en el baúl de su auto un disfraz de ligustrina me mandó un mensaje muy escueto: es un tordo renegrido hembra. Googleé esas tres palabras y apareció Chipi en diversas etapas de su desarrollo, una pajarita parda y desapercibida, ni fu ni fa. En cambio el macho posaba como un metrosexual del aire, con su plumaje de una negrura profunda con brillos azules tornasolados. Leí que los individuos de la especie son casi exclusivamente carnívoros y que tienen un hábito curioso: no se toman la molestia de construir nidos; usurpan uno ajeno y ponen allí sus huevos. Si hay otros, los rompen para que sus hijos no tengan competencia y se van cantando bajito. Cuando los huevos okupas no son parecidos a los legítimos, el fraude se descubre y los propietarios del nido los hacen rodar hasta hacerlos caer. Quienes siempre se dejan engañar son los horneros, porque sus huevos y los de tordo se parecen mucho; entonces la pareja los empolla y cría a los pichones advenedizos como propios. Al leer esto recordé la indiferencia de Chipi ante el canto de otros pájaros y su reacción de placer al escuchar el del hornero. ¿Se debía a que le hacía recordar a sus padres adoptivos?

Abandoné muy pronto la pinza de acero porque no alcanzaba a capturar los gusanos con el ritmo frenético con que Chipi los devoraba. Opté por poner en un platito quince o veinte que ella cazaba y engullía en no más de quince segundos. Los cien modelo Mini que había comprado para iniciarla en el carnivorismo fueron los maníes de un aperitivo que no duró más de cuatro días. Era muy notable lo bien que le estaban haciendo las proteínas. Cualquiera que fuera capaz de observarla podía advertir la complejidad creciente del intelecto y la afectividad de Chipi. En cuanto yo abría la puerta de la biblioteca enfundada en un guardapolvo viejo, ella volaba hacia mí y se posaba en mis hombros o en mi cabeza y me daba picotazos suaves en la cara a modo de saludo. Francamente yo prefería que se posara en mis hombros porque es más fácil lavar un guardapolvo que una cabeza, pero a veces la dejaba picotear un rato entre el pelo porque era una sensación deliciosa. Cuando me quedaba leyendo un rato largo se quedaba amodorrada contra mi cuello y se paraba en el borde de la compu cuando escribía.

Entretenida hablando de Chipi no he comentado nada acerca de quienes convivíamos con ella. Para ser breve diré que a pesar de los cuidados y los inconvenientes a los que su presencia nos obligaba (mantener las ventanas cerradas, cocinar encerrados en la cocina, no prender velas, no dejar agua en la bañadera, no dejar la puerta de calle abierta, limpiar las huellas de su presencia en toda la casa y respirar el omnipresente olor a gallinero), todos presenciaban fascinados su evolución y admiraban su espíritu valiente. Les asombraba que recorriera toda la casa posada sobre mí con tanta confianza como si sus genes la hubieran programado para vivir en un departamento habitado por humanos. La verdad es que a Chipi no le daba lo mismo una persona que otra. Sin dudas yo era su favorita y me trataba como si fuéramos dos tordas o tal vez dos mujeres. Su otra persona favorita era L., mi nieto mayor que había cumplido siete años ese verano.  Desde el primer día él le habló con naturalidad, extendió la mano y Chipi se subió tan tranquilamente como a la mía. Se quedaba durante horas desordenando los lápices con el pico mientras L. dibujaba monstruos y gigantes y parada en su tablet intervenía en los juegos picoteando la pantalla. También a él se le subía a la cabeza y le gustaba picotearle el cuello y las orejitas.

 

 

Mientras tanto mi relación con las vendedoras de alimento vivo se iba afianzando. Era evidente que para Chipi los gusanos Mini eran insuficientes, así que por consejo de ellas nos salteamos la categoría Medium y pasamos directamente a los Premium, animales de color carne con un par de ojitos negros, más gordos y torpes que los Mini, que intentaban en vano escapar del pico de Chipi saltando por encima del borde de su platito. Los cien ejemplares de la variedad Premium duraban unos días más que los Mini, pero a la vez excitaban tanto su avidez y su espíritu predador que me obligaba a comprar cantidades mayores en cada visita. Finalmente las proveedoras me propusieron darme las instrucciones para establecer mi propio criadero de gusanos y larvas, pero me rehusé amablemente.

En un momento dado tuve una epifanía: Chipi era autosuficiente y debía volver a su vida de pájara. Comía por sus propios medios. Sabía detectar y cazar los gusanos que necesitaba. Estaba sana y fuerte. Ya no había razones para que viviera conmigo. La entrené para hacer vuelos de resistencia: la dejaba en una punta de la casa, la llamaba desde el otro extremo y ella volaba sin dificultad trayectos de seis o siete metros hasta mi mano. A veces me daba inquietud entrar a la biblioteca. Las paredes y los muebles cubiertos por sábanas, el aleteo brusco que surgía de un rincón inesperado y su amor exclusivo y prepotente me hacían sentir como en Birds y algo atávico se erizaba a lo largo de mi columna vertebral.

Sin embargo no podía dejar de pensar en lo complicado que iba a ser el regreso a su vida natural. Los pájaros son marcadamente territoriales. Reconocen el sitio, el árbol, la rama donde nacieron aunque los hayan alejado siendo pichones, y reconocen también para siempre a las personas con las que tuvieron contacto estrecho. Recuerdan a quien los cuidó y a quien los maltrató y conservan ese amor y ese odio para toda la vida. Quien piensa que los pájaros revolotean sin objeto de un lado a otro del cielo como muchachones aburridos un domingo, es alguien que nunca ha conocido a un pájaro.

(CONTINUARÁ)

 

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