Viñas de ira y dolor necesario

Los beneficiados de siempre

 

En 1940, John Ford estrenó Viñas de ira (The Grapes of Wrath), película inspirada en la novela homónima de John Steinbeck, con Henry Fonda (Tom Joad), Jane Darwell (Ma Joad) y un gran elenco. La historia relata la odisea de los Joad, una familia de agricultores pobres de Oklahoma, expulsada de las tierras que trabajaba desde hace varias generaciones por las consecuencias de la crisis financiera de 1929 y de una sequía devastadora que parte hacia la tierra prometida de California, pero nada sale como lo esperado. En el camino mueren los abuelos, mientras la familia se aloja en míseras casas para trabajadores golondrina, padece hambre y es explotada por terratenientes inescrupulosos. El capitalismo desalmado denunciado por Steinbeck e ilustrado por Ford es representado por esos tipos poderosos que controlan a matones y policías, y disponen de un ejército de trabajadores famélicos, que incluye niños, para aplacar cualquier reclamo laboral. Casey, un antiguo clérigo que viajaba con los Joad, es asesinado al intentar convocar una huelga en demanda de mejoras salariales. Tom se enfurece y en venganza asesina a un matón, antes de huir.

La película presenta al menos dos momentos de esperanza. El primero corresponde a la llegada de la familia a un campamento administrado por el gobierno federal, un lugar en el que, para su asombro, nadie los explota. El segundo momento está dado por la escena final agregada a pedido del legendario productor Darryl F. Zanuck y que terminó filmando él mismo, ya que Ford se negó a hacerlo. Se trata del monólogo de Ma Joad, madre de Tom y pilar de la familia: “Los tipos ricos surgen y mueren, y sus hijos no sirven para nada y también mueren. Pero nosotros seguimos viniendo. Somos las personas que viven. No pueden acabar con nosotros; no pueden lamernos. Continuaremos para siempre, porque somos el pueblo”.

 

 

El campamento de la película corresponde al Programa Federal de Campos de Trabajo para Migrantes, una iniciativa establecida en el marco del New Deal, el ambicioso programa lanzado por el Presidente Franklin D. Roosevelt en los años ‘30, que incluyó grandes proyectos de obras públicas, reformas financieras y regulaciones estatales. Fue la respuesta política a la Gran Depresión generada por la crisis de 1929 y tuvo un éxito duradero.

Roosevelt fue Presidente de los Estados Unidos desde 1933 hasta su muerte en 1945. Frente a una inédita crisis financiera, con un desempleo del 25% y una caída histórica de la producción industrial, tomó iniciativas que hoy les parecerían descabelladas a nuestros economistas serios: reguló la economía, multiplicó el gasto público y, algo aún más atroz, aumentó los impuestos a los más ricos. La alícuota máxima del impuesto a la renta llegó al 79% (en la Argentina, la alícuota máxima del impuesto a las ganancias es del 35%). El aumento generó por supuesto la ira de los más ricos, quienes consideraron que ese gravamen era confiscatorio. Al contrario, las mayorías apoyaron las políticas de Roosevelt, ya que fue reelegido en 1935 con el 61% de los votos, a casi veinticinco puntos de su rival republicano.

Las altas tasas de impuestos a los más ricos no fueron una medida coyuntural. Entre la presidencia de Franklin D. Roosevelt y la de Ronald Reagan, es decir, durante casi medio siglo, la alícuota máxima del impuesto a la renta nunca bajó del 80% y tuvo picos de más del 90%, como ocurrió bajo la presidencia del general republicano Dwight “Ike” Eisenhower. Durante esos años de altísima presión fiscal, Estados Unidos no solo no se convirtió en un soviet, ni se empobreció —como suelen vaticinar nuestros economistas serios cada vez que alguien plantea la alocada idea de subir los impuestos a los más ricos—, sino que creció y consolidó su hegemonía política a la par que impulsó una sólida curva social ascendente.

Hace unos días, Alejandro Bulgheroni, presidente de la petrolera Pan American Energy (PAE) y uno de los hombres más ricos de la Argentina (con una fortuna, según la revista Forbes, de 4.900 millones de dólares), respaldó las medidas de ajuste del gobierno con una frase contundente: “No hay otra forma de salir que no sea con dolor”. No es el único ciudadano poderoso que lo piensa: Eduardo Eurnekian, dueño de la Corporación América, donde trabajó el Presidente (o quizás siga trabajando, vaya uno a saber); Marcos Galperin, fundador de Mercado Libre, y Paolo Rocca, CEO y dueño de Techint, apoyan las medidas con pasión y consideran inevitable el sufrimiento de casi todos. No es una idea nueva, durante los años ‘90 el entonces Presidente Carlos Menem consideraba que debía llevar adelante una cirugía mayor sin anestesia, crueldad explícita que los grandes empresarios de aquel entonces apoyaban por considerarla también tan inevitable como virtuosa.

Lo notable es que el dolor enunciado nunca es para todos: quienes lo pregonan jamás lo padecen. Del mismo modo, las cirugías sin anestesia se practican siempre sobre miembros ajenos. Bulgheroni no propone participar de ese dolor inevitable pagando más impuestos, por ejemplo, como pide el empresario norteamericano Warren Buffett, uno de los hombres más ricos del mundo: “Mientras las clases pobre y media luchan por nosotros en Afganistán y mientras la mayoría de los estadounidenses luchan por llegar a fin de mes, nosotros, los súper ricos, seguimos teniendo extraordinarias exenciones fiscales”. Nuestros súper ricos, al contrario, solo exigen más exenciones fiscales. Y las obtienen.

La semana pasada, durante la segunda edición del International Economic Forum of the Americas (IEFA), el Presidente de los Pies de Ninfa fue claro al definir quién pagará el costo de la crisis: “Vamos a dejar un mínimo de pesos en circulación y el proceso de remonetización de la economía tendrá que darse sacando plata del colchón”. Así como los entusiastas de la motosierra consideran una violación cobrarle más impuestos al 0,1% más rico, ya que eso atentaría contra la santidad de la propiedad privada, también consideran legítimo apropiarse de los ahorros de la clase media. Al parecer, el patrimonio sólo se considera propiedad privada cuando se cuenta en miles de millones de dólares. Unos pocos miles guardados en un costurero o debajo del colchón no califican como tal.

Vistos desde la óptica de los súper ricos que apoyan al gobierno y, sobre todo, desde las alucinaciones más o menos austríacas del propio Presidente, tanto John Ford como Franklin D. Roosevelt serían zurdos, colectivistas o incluso chavistas. Fueron, en realidad, defensores del sistema capitalista contra lo que hoy llamaríamos anarcocapitalismo financiero, retomando las palabras de CFK en la cumbre del G20 de noviembre del 2011: “Nadie puede tener seguridad alimentaria si no tiene un trabajo que le proporcione la posibilidad de obtenerlos. El empleo también tiene que ver con volver a un verdadero capitalismo. Hoy estamos viviendo una suerte de capitalismo anárquico o anarcocapitalismo financiero (…) Propongo volver a un capitalismo en serio”.

El Presidente nos propone un New Deal al revés: las familias empobrecidas como los Joad deben financiar a los ricos como Bulgheroni, quienes a cambio les explican la inevitabilidad de su dolor.

No hay nada nuevo en esa miseria planificada. Como escribió el economista Federico Glodowsky en relación con el modelo económico impuesto por José Alfredo Martínez de Hoz, mandante de la última dictadura cívico-militar: “Finalmente, en diciembre de 1982, mediante el decreto 1603 el Banco Central se hizo cargo de la deuda externa del sector privado, asumiendo 17.000 millones de dólares de grandes empresas, como Alpargatas, Grupo Macri, Banco Francés del Río de la Plata, Banco de Galicia, Bunge y Born, Grafa, Molinos Río de la Plata, Loma Negra, Ledesma, Pérez Companc, Acindar e Ingenio Ledesma. Contraintuitivamente, el Estado no estuvo ausente, sino que direccionó en favor de minorías privilegiadas”.

Imaginemos cuál sería el destino de la Argentina sin el peso de las cíclicas nacionalizaciones de deudas privadas, sin exenciones a los súper ricos y con una presión fiscal similar a la de los Estados Unidos entre Franklin D. Roosevelt y Ronald Reagan.

Ocurre que, con o sin crisis, el Estado nunca deja de repartir: el debate es a quién beneficia.

 

 

 

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