Violencia y desorganización social

Límites y nuevos desafíos de las organizaciones

 

En las notas anteriores para El Cohete a la Luna nos detuvimos a reflexionar sobre las violencias en los grandes conglomerados urbanos del país. La pobreza y la marginación, pero también los contrastes sociales abruptos en contextos muy próximos, son la escenografía de violencias inéditas que circulan de lo público hacia lo privado y viceversa. Para algunos autores se trata de violencias encadenadas (Auyero-Berti), para otros de violencias acumuladas (Misse). Como sea, son violencias que descolocan y desbordan a los referentes sociales.

Hablamos de violencias negativas, pero también productivas, que fueron adquiriendo un estatus regulador. Si no hay justicia, habrá escraches, linchamientos, justicia por mano propia, quemas intencionadas de viviendas y deportación de grupos familiares enteros de los barrios. Si hay rabia o resentimiento, la violencia interpersonal agregada al delito callejero o predatorio se transforma en otro dato de rigor. Y cuando los mercados ilegales necesitan de la clandestinidad para valorizarse, la violencia policial se transforma en su componente regulador. Caso contrario, cuando la policía se vuelve impotente, la violencia tenderá a autonomizarse y puede escalar hacia los extremos. Son violencias muy distintas entre sí, pero todas conviven en las mismas áreas urbanas.

Pero al lado de esas experiencias violentas existen otras experiencias sociales que deben lidiar con las violencias. En esta nota le vamos a pasar la palabra a las organizaciones sociales. Dialogamos con referentes sociales de distintas organizaciones con diferente despliegue en el territorio y con distintos criterios de organización. Dirigentes con una inscripción barrial, que siguen de cerca el pulso de las conflictividades en el territorio. A todos ellos le hicimos una misma pregunta sencilla que demandará respuestas llenas de rodeos: ¿Qué papel tienen la desorganización social en la expansión de las violencias sociales? ¿Dónde falta organización avanzan las violencias? ¿Existe una relación entre la ausencia o debilitamiento de las organizaciones en el barrio y la expansión de violencias entre jóvenes y otros vecinos?

 

 

Desorganización y consumo

Primero hablamos con el rosarino Luciano Vigoni, referente del Partido Socialista en la provincia de Santa Fe. Luciano fue en la gestión anterior el director de “Nuevas Oportunidades”, un programa que estaba destinado a jóvenes y articulaba al Estado con distintas organizaciones sociales y religiosas en el territorio, acaso uno de los programas más importantes, en cuanto a despliegue y envergadura, que se desarrolló en el país en los últimos años. Luciano propone leer la desorganización social al lado de las lógicas que impuso el capitalismo global y financiero en los territorios. Lógicas que fueron desautorizando y vaciando de sentido la participación comunitaria en un sindicato, el club, el partido o cualquier otra asociación. Esa lógica devaluó el tiempo que implica construir colectivamente en función de un interés solidario, con el bien común, con pensar un mundo más igualitario. “Por eso –dice Vigoni– sería muy injusto atribuir las violencias a las organizaciones, a la falta de iniciativa o la incapacidad para interpelar que puedan tener las organizaciones”. “Incluso el Estado nacional y popular no ha podido pensar en políticas públicas por fuera de las políticas hegemónicas, por fuera de la mera transferencia de recursos que, si bien mejora las condiciones materiales de vida de las personas, no aporta herramientas que tengan que ver con el bien común, con la solidaridad, con el apoyo mutuo; no genera espacios de participación para pensar la vida colectivamente”. Para Vigoni las gestiones, más allá del color partidario, siguen cautivas de recetas y criterios que les impiden pensar en políticas de solidaridad de largo aliento, no pueden rellenar lo que el capitalismo ha vaciado o desenlazado, y son impotentes a la hora de cuestionar y desandar las lógicas individualistas que impone la cultura del consumo. Porque “a diferencia de los jóvenes de sectores medios que tienen no solo la posibilidad de morfar y estudiar, de encontrar herramientas y espacios para cuestionar esas lógicas individualistas, para entender que el consumo no puede ser la única herramienta de inclusión, los jóvenes de los sectores populares de las grandes barriadas en las grandes ciudades están muy solos, tienen menos herramientas, cuentan con menos espacios para cuestionar el consumo”. En otras palabras, para Vigoni, si el consumo se les presenta como la única salida, un consumo que no pueden cuestionar, un consumo, además, celebrado por el Estado, los irá empujando hacia experiencias violentas toda vez que la violencia se convierte en un recurso individual para adecuarse a los valores que llegan con el consumo encantado. “Lo que quiero decirte es que si el Estado no ocupa un lugar central en la generación de espacios para elaborar herramientas colectivas que les permitan a los más jóvenes cuestionar esas lógicas, difícilmente se vaya a resolver el problema de la violencia en los barrios. Porque lo que está detrás de la violencia no es la desorganización sino el consumismo y un Estado que celebra el consumo”.

 

 

 

Desorganización y mercados criminales

Leonardo Grosso, diputado nacional y referente del Movimiento Evita en el Partido de San Martín, uno de los distritos más conflictivos del Conurbano bonaerense, nos cuenta que la violencia que atraviesa al piberío y los barrios en general está vinculada a la desarticulación social y, por tanto, a la falta de organización de esos sectores. “Y eso es algo que podés chequear en su camino inverso: cuando nosotros empezamos a organizar un barrio, cuando avanza la organización comunitaria, y se reconstruyen o apuntalan los lazos comunitarios y la participación de los vecinos y las vecinas, no solo baja la violencia sino los negocios ilegales más organizados, que son, dicho sea de paso, los que llenan de armas el barrio y disparan las violencias extremas”. Las organizaciones populares le disputan el territorio al narcomenudeo y a las banditas que organizan otros negocios ilegales, pero lo hacen en desigualdad de condiciones. Para Grosso, no basta la organización, hay otro problema objetivo y concreto vinculado a las ofertas que determinados mercados hacen a ese piberío: “No creo que haya solamente un déficit en las organizaciones sociales a la hora de interpelar al piberío, de organizar a los sectores más juveniles”. “Nosotros, como organización, no podemos competir con las organizaciones criminales, porque los planes sociales le ofrecen al pibe 12 o 15 lucas por mes que es lo que le ofrece el transa al pibe por semana y solo por pararse en la esquina y custodiar, porque si vende la guita puede ser el doble. Entonces, más allá de que nosotros interpretemos o no a los pibes, ellos terminan arrastrados en ese esquema, porque esas organizaciones les ofrecen la guita que sostiene la capacidad de consumo que les reclama el mercado para acceder a él”. No sólo ofrecen más dinero, sino que ese dinero es la vía de acceso para adecuarse a estilos de vidas con los que suelen identificarse.

 

 

Desorganización y competencia por el reconocimiento

Para Cristóbal “Toto” Marcioni, dirigente popular de Corriente Pueblo Unido en la ciudad de La Plata, existe una relación directa entre la desorganización y la violencia. Allí donde hay desorganización o la organización es endeble, las violencias se convierten en una opción. Ahora bien, la violencia es un recurso entre otros, por eso Marcioni propone leerla al lado de la organización. Hay una competencia entre la organización y la violencia por la sencilla razón que una de las finalidades –tanto de la organización como la violencia– es la misma: la obtención de reconocimiento entre la gente en el barrio. “Tanto la violencia como la participación en una organización, otorgan poder y jerarquía social”. De modo que, a mayor organización popular en un barrio menor es el margen que tienen las violencias para producir reconocimiento: “Cuando hay organización comunitaria, la violencia nunca es un medio aceptado entre los vecinos. Por lo tanto, cuanto más extendida la organización comunitaria, el uso de la violencia puede ser repudiado”. En otras palabras: la ausencia de organizaciones comunitarias robustas, esto es, de instituciones y redes de participación comunitaria articuladas entre sí, habilitan las violencias o las amenazas de las violencias, como forma de reconocimiento. Eso no significa que las organizaciones estén para reemplazar al Estado. Al contrario, la retirada o ausencia del Estado de las mediaciones sociales en los barrios, en cualquiera de sus formatos (policía, escuela, desarrollo, salud, justicia), contribuye a expandir las violencias. Por eso es muy común escuchar en los barrios decir –agrega Marcioni– “para que voy a enfrentar a un vecino o una bandita violenta, si después viene la venganza y nadie te va a defender”.

 

 

Desorganización y limitaciones

Matías Molle es un cuadro de La Cámpora, diputado provincial y militante social en el Partido de San Fernando. A Molle la pregunta no le parece tan sencilla. Por un lado, tiende a pensar que “cuando no hay organización social, las violencias sociales tienen un terreno fértil para crecer”, pero por el otro se pregunta de qué hablamos cuando hablamos de organización: “¿Qué es la organización social? Mejor dicho, ¿qué es hoy la organización social? ¿Cuándo empieza a haber organización social? ¿Cuáles son las características necesarias a partir de las cuales podemos decir que hay organización?” Más aún: “¿Es la organización social en nuestros días lo suficientemente fuerte o compacta como para evitar la existencia de la violencia? ¿La pensamos como un paliativo?” Molle se hace estas preguntas porque sospecha que no basta con la organización: “¿La organización social necesita al Estado como actor central? Es decir, si el Estado no participa de ese entramado de vínculos organizados socialmente, ya sea como promotor, mediador, reglador, gestionador o lo que fuere, ¿podríamos decir que hay organización social?” Puede ser, entonces, que donde falte organización social avance la violencia, pero… ¿están en condiciones las organizaciones hoy día para hacer frente a las violencias contemporáneas? De la misma manera que las organizaciones no se organizaron siempre de la misma forma, tampoco las violencias son siempre las mismas violencias. Y estas nuevas violencias le quedan grandes a las organizaciones actuales. Para Molle la organización es una palabra que supo hacer historia en el país, pero ahora no alcanza. Organizar a la comunidad demanda un Estado más activo porque los conflictos son cada vez más complejos.

 

 

Desorganización y Estado ambivalente

Mariana Chaves, referente de Casa Joven, una pequeña organización en periferia de la ciudad de La Plata, distingue entre las organizaciones que hacen y no hacen territorio, que lo sobrevuelan, sin anclar en sus problemas. Estas últimas no siempre pueden y saben cómo interpelar al piberío. Eso no significa que las otras sean exitosas. Sin embargo, al estar cerca de ellos pueden seguirles mejor el pulso a sus trayectorias. Dice Cháves: “Cada barrio es una trama, con sostén, pero también llena de agujeros, una malla abierta. Hay hilos... partes más anudadas y muchas sueltas”. “Agujeros que después se llenan de tele, plata, de individuos en su casa, de afectos, de falta de laburo y mucho más”. Las organizaciones más grandes, como pueden ser los movimientos sociales más amplios, tienen propuestas para todos los días, y para casi todos los sectores, pero también muchos frentes abiertos que hace que a veces no pueden atajar con acompañamiento personalizado y constante. Las organizaciones comunitarias más pequeñas, como Casa Joven de la Obra de Cajade, “suelen tener pretensiones solo sobre un sector social, y en ello centrarse más en los pibes, desarrollando actividades para todos los días, articulando con el Estado para que accedan a derechos. Nos centramos en que vivan digno el momento que viven como pibe o joven”. Para Chaves, entonces, el Estado es ambivalente: “Hay un Estado que cuida, que llega con políticas públicas, que a veces llegan en balde y otras veces en gotero”, pero también un Estado que “avasalla los derechos de los pibes (y no solo pensando en policía)”. Ese Estado también es un problema para las organizaciones.

 

 

Desorganización y mutaciones

Por último, dialogamos con Neka Jara, militante de zona sur del Conurbano bonaerense, una referente social con mucha trayectoria en los movimientos de desocupados en Solano. Hoy milita en Enramada, un centro de salud comunitaria en el partido de Quilmes. Dice Jara: “Yo creo que hace un poco más de diez años la vida en los territorios viene demostrándonos que la violencia se estructura y organiza en torno a nuevos conflictos, que se problematizan de una manera diferente, es decir, formas de vida que mutan permanentemente”. “Hace tiempo que venimos viendo que si seguimos en la lógica de los que fueron los MTD en la década del ‘90 es imposible sostener una organización territorial. Hoy día, con los nuevos conflictos, es impensable hacer una asamblea con 300 o 400 personas, como en aquel momento; resulta muy difícil que las personas se paren una frente a otra”. Por eso se pregunta Jara: “¿Cómo pararnos ante estas situaciones nuevas, ante relaciones tan descompuestas, tan enemistadas entre vecines, jóvenes? ¿Cómo construir organizaciones sociales que propongan experiencias transformadoras para construir la vida con dignidad?” Cuando Jara dice “nuevas conflictividades” no solo está pensando en el universo transa o las redes narcos, sino también en los negociados inmobiliarios sobre la tierra y los asentamientos, es decir “nuevas tramas sociales que son nuevas formas que tienen las familias de ganarse el mango”, emprendimientos organizados por gente de distintos barrios, que cuentan con la habilitación de sectores del Estado, sean policías o fiscales. Jara habla por experiencia propia: hace unos años, unos transas le incendiaron la casa donde vivía con su pareja por estar trabajando con pibes. Les costó mucho encontrar el amparo, la protección y esclarecimiento por parte del Estado. “En algunos estamentos del Estado hubo acompañamiento, pero en otros hubo mucha complicidad, connivencia”. Por eso, dice Jara, “mirar la violencia hoy es preguntarnos cómo seguir siendo nosotros mismos, cambiando permanentemente ante la mutación también del sistema”. Hoy las organizaciones tienen nuevos desafíos, se miden con nuevas preguntas y deben abrirse a la búsqueda de nuevos paradigmas a la hora de pensar la producción de la vida en común. Para Jara, no hay que construir organización comunitaria para combatir la violencia sino pararnos en la búsqueda de nuevas formas de vida para desestructurar las violencias.

 

 

El tamaño de los problemas

Las organizaciones sociales hacen lo que pueden, lo que está a su alcance, en muchos casos aferradas a formas de organización que la realidad se encargó de pasar por encima. Los conflictos han ido mutando, la violencia descoloca, los lleva a andar con mucho cuidado, corriendo siempre detrás de la emergencia. La gente no quiere exponerse, se siente más vulnerable, desprotegida, se va aislando. Los compromisos pueden costarles caro, saben que el tamaño de los problemas excede a las organizaciones del barrio. Más aun cuando el Estado sigue interviniendo de manera contradictoria, llega tarde y de forma discontinua. Ya no basta la voluntad de la militancia para amortiguar todos los conflictos. Estos barrios están implosionando en cámara lenta. Encima las capacidades del Estado ya no son las mismas. No hay políticas públicas de largo aliento y hay mucha inercia burocrática. Sigue habiendo mucho bacheo electoral, mucho gazebo. El Estado deambula con sus casillas rodantes sin hacer pie en ningún lado. Falta iniciativa, imaginación, ideas nuevas y presupuesto. No es un problema de este gobierno. Las violencias son la expresión de una desidia de larga duración. Pero de todo esto hablaremos en nuestra próxima nota. Mientras tanto los barrios se siguen caldeando y la violencia se descontrola.

 

 

 

 

* El autor es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.
** Los dibujos son del artista platense Diego Fernández: IG diego_fernandezbarrey.

 

 

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