Violencia y desorganización social

Entre el malestar, el desorden y la fragmentación

 

Una pregunta sobrevoló varias notas escritas el año pasado para El Cohete a la Luna: ¿Cuánta de la violencia territorial está asociada a la desorganización social? ¿La ausencia de organización en general y la incapacidad de las organizaciones sociales es un factor a tener en cuenta a la hora de explicar la expansión de determinadas violencias en los barrios de las grandes ciudades? No estamos postulando una relación de determinación entre los términos, no queremos decir que la violencia es el resultado de la falta de organización ni que la desorganización es el factor determinante. Pero nos planteamos, acaso como hipótesis, que el deterioro o debilitamiento de las tramas organizacionales contribuye al avance de distintas formas de violencia en el espacio público y privado. En este artículo y los que le seguirán gustaría explorar esta cuestión, y hacerlo de la mano de algunos investigadores, referentes y militantes sociales que están en el territorio, algunos desde la investigación social y otros desde la función pública. Esta vez el lector no encontrará una respuesta definitiva sino nuevas preguntas que le devuelven más complejidad a un fenómeno cada vez más urgente y manifiesto en determinados barrios urbanos. ¿De qué hablamos cuando decimos desorganización social? ¿En qué organizaciones estamos pensando?

 

 

1. El malestar social y su conjuro moral

Emile Durkheim fue de los primeros en mostrar preocupación por el deterioro de los lazos sociales, los problemas que puede acarrear a la sociedad cuando se empobrecen o deshacen los vínculos sociales debido a la falta de integración o cohesión social. No se trata de una preocupación menor, puesto que hay que evitar que aquello que se desintegra se traduzca en un conflicto, sea un delito u otra forma de violencia que puede ir desde una huelga hasta expresiones antisemitas, pasando por la intolerancia religiosa o el suicidio. Para Durkheim no se trataba de una crisis económica sino moral, anómica. En efecto, la pregunta por la falta de integración es una pregunta por la anomia, una categoría, dicho sea de paso, que hará carrera no solo en la sociología sino también en la criminología. Sucede que para Durkheim tanto el crimen como la violencia que gira en torno a ese crimen están vinculados a un “estado de falta de regulación jurídica y moral”, a la ausencia de normas o a la incapacidad de estas para presionar y dar sentido a las relaciones sociales. El crimen nos está informando de un relajamiento de los vínculos producto de la falta o ausencia de regulación. Como nada contiene a las fuerzas sociales en presencia y no se asignan límites que estén obligadas a respetar, tienden a desenvolverse sin limitación y vienen a chocar unas con otras para rechazarse y reducirse mutuamente. La anomia, entonces, nos está informando de la “ausencia de toda disciplina”. Las pautas que norman la vida cotidiana no pueden contener las relaciones. Una regla no es solo una manera de obrar habitual, es, ante todo, una manera de obrar obligatoria, es decir una forma de sustraer al libre arbitrio individual del curso de las acciones. En ese sentido, el criminal es alguien que obra más allá de la sociedad, que se sustrae a los modos de actuar, sentir y hablar.

 

2. Desorganización social

La sociología de la Escuela de Chicago de principios de siglo XX se inaugura con esta cuestión. Sus dos palabras claves fueron “desorganización” y “control social”. La respuesta a la pregunta por el descontrol hay que buscarla en la desorganización. Ambos conceptos estaban relacionados entre sí: detrás del crimen y el resto de las conductas desviadas, había una sociedad desorganizada, donde no funcionaban o funcionaban mal los mecanismos de control social. Eso no significa que para la Escuela de Chicago la pobreza o marginación social sean datos irrelevantes, sino fenómenos que hay que leer al lado de estos otros fenómenos. La pobreza o insuficiencia radical se transforma en delito cuando fallan los mecanismos de control social, y fallan porque la sociedad se está desorganizando. Entonces, entre la pobreza y el delito, Chicago ubica a la desorganización. La pobreza genera delito en contextos de desorganización social, cuando fracasan o son impotentes los mecanismos de control social. Una carestía que no puede contenerse y se desmadra porque fallan los mecanismos de control social existentes.

La desorganización social es una categoría introducida por William Isaac Thomas y Florian Znaniecki en el libro El campesino polaco en Europa y América, publicado entre 1918 y 1920. Thomas y Znaniecki se habían propuesto estudiar a la inmigración masiva polaca en la ciudad de Chicago, el impacto que producía la gran ciudad industrial en las trayectorias de aquellos inmigrantes, ex campesinos, con otras concepciones de mundo, otras creencias y valores, otras costumbres en común. En el curso de este proceso, los individuos perdían su fusión originaria en el seno de la familia extensa. Mientras en la comunidad campesina, la pauta que normaba la familia era el respeto, en la nueva familia polaca en Estados Unidos sería el amor. A partir de ahí, la individuación, la capacidad de asimilación del individuo de la sociedad sería muy diferente.

La desorganización social es el reverso de la organización social. Si la organización es un conjunto de convenciones, actitudes y valores colectivos que se imponen a los intereses individuales de un grupo social; la desorganización pone de manifiesto el debilitamiento de los valores colectivos y un crecimiento de las prácticas individuales. Pero no hay que confundir la desorganización social con la desmoralización, que es el resultado de la desorganización individual. Hay desorganización social cuando las actitudes individuales no encuentran contención y satisfacción en las instituciones que componen la comunidad. La desorganización social alimenta la desorganización individual. El problema, entonces, lo que hay que mirar, es la desorganización social.

Hay dos tipos de desorganización social: la familiar y la comunitaria. La familia fue desorganizada por la irrupción de nuevas prácticas urbanas, entre ellas el consumo y los valores que llegan con el consumo. La comunidad se desorganiza cuando declina la solidaridad comunitaria, por la ausencia de opinión pública. La sociedad se desorganiza porque los medios de control social, basados en la familia y la comunidad, se han debilitado a causa de la heterogeneidad cultural, el anonimato, el individualismo y la competencia social. La vida en la gran ciudad ha deteriorado o desautorizado los viejos medios de control social. La familia y la comunidad ya no controlan, fracasan o tienen dificultades para controlar a sus miembros.

Pensemos, por ejemplo, en la confesión o el cotilleo rural. Cuando todos practicaban el mismo credo, iban a la misma misa y vivían en la misma comarca, la confesión y el rumor eran instituciones fundamentales para contener, procesar y evitar los malentendidos en la comunidad. Pero en la gran ciudad, cuando los vecinos ya no concurren a la misma parroquia y practican distintas religiones, entonces sus representantes tendrán serias dificultades para intervenir exitosamente en los conflictos que puedan suscitarse en la comunidad. De la misma manera, cuando los vecinos hablan distintas lenguas y sus mundos de vida son muy diferentes, la difamación chocará contra una pared, las habladurías dejarán de surtir efecto. El desmoronamiento del sistema tradicional desautoriza los controles informales, pierden eficacia y dejan de gravitar en la vida social.

Detrás de estas conclusiones se encuentra la lectura de Control social, un libro del sociólogo Edward Ross de 1901. El concepto de control no remite al Estado sino a la comunidad. Ross no estaba pensando en los controles formales sino en los controles comunitarios, informales. El control se cargaba a la cuenta de la comunidad o del propio individuo (auto-control). La vergüenza o la censura son mecanismos más efectivos de control que las distintas estrategias que pueda ensayar el Estado para encuadrar las relaciones. Al menos en las pequeñas comunidades rurales. Pero la vida en la gran ciudad ha debilitado esos controles y perdieron su antigua eficacia.

Con todo, la delincuencia urbana se explicaba en factores sociales, no individuales. Detrás del delito estaba la pobreza, pero también la desorganización social. La pobreza generaba delito si el ambiente social estaba desorganizado, es decir, si los controles sociales no encontraban un punto de apoyo común. Detrás del delito no había ninguna patología sino segregación y penuria económica, pero sobre todo mucha movilidad demográfica de poblaciones heterogéneas. Todo eso debilitaba los controles sociales, favoreciendo la delincuencia y las violencias. El disenso moral deterioraba los controles sociales y favorecía las relaciones libertinas, transitorias e impersonales. El problema no es la falta de organización social sino la desorganización, es decir la incapacidad de su propia organización social para entramarse con la estructura de la sociedad que lo rodea.

 

3. Fragmentación social

En la Argentina, los antropólogos Alejandro Isla y Daniel Míguez hace rato habían llamado la atención sobre el desorden social. La pobreza genera violencias en contextos de desorden social, es decir donde se han deteriorado los marcos de comportamientos que pautaban la vida cotidiana de relación. Esos pre-contratos sociales tallados al calor de las instituciones tradicionales (la familia nuclear, la escuela obligatoria, el trabajo estable), después de tanto neoliberalismo, inestabilidad o impotencia instituyente, se fueron desdibujado y perdieron eficacia para enmarcar y orientar a los actores en sus relaciones.

Hablaremos, entonces, de fragmentación social o de-socialización para hacer referencia a la ruptura o, mejor dicho, al debilitamiento del lazo social, la desregulación de las relaciones sociales. De esa manera estos antropólogos pretendían alejarse de las interpretaciones espasmódicas que cargaban el delito predatorio y las violencias a la cuenta de la marginación, que sugerían la siguiente secuencia: desocupación + pobreza = delito / violencia, es decir, que entendían que las transgresiones sociales son el resultado de las necesidades insatisfechas. Sin dudas, la estructura económica es una dimensión a tener presente a la hora de comprender estas situaciones problemáticas, pero ese pasaje hay que explicarlo, no se analiza con un golpe de efecto o por pura prepotencia o convicción ideológica: el desempleo, la desocupación o la precarización laboral, influyen en el delito pero a través del desorden social. La pobreza no actúa directamente sino a través del desorden. El desorden como mediación, el desorden creando condiciones para que estos eventos conflictivos, en algunos casos violentos, tengan lugar.

Ahora bien ¿qué es el desorden social? Para Míguez, el desorden tiene que ver con la “degradación de las comprensiones compartidas”, el deterioro de los consensos comunitarios sobre “las formas de llevar adelante las interacciones, las prácticas sociales”. En otras palabras, el desorden está haciendo referencia a la fragmentación social, la desnormativización de los lazos sociales y el desdibujamiento de los consensos comunitarios.

Aquellos consensos que se montaron sobre una cultura que tenía al trabajo, la educación y la vida familiar como referencia, que constituían los elementos estructurantes estables para la vida social y enmarcaban los proyectos biográficos personales, se fueron desdibujando durante las décadas de los ‘80 y ‘90. Cuando el cotidiano se experimenta bajo el signo de la amenaza, la incertidumbre será la condición novedosa de las relaciones sociales. Y cuando eso suceda los individuos estarán en serios problemas, se sentirán amenazados.

Para estos autores, entonces, la fragmentación es un proceso cultural y social de disolución (pérdida o fractura) o debilitamiento (relajamiento) de solidaridades, con cambios abruptos en las identidades sociales y, por tanto, con variaciones en la conformación de las subjetividades. Estos procesos afectan tanto a las relaciones intervecinales (o redes de solidaridad vecinal) como a las relaciones interpersonales o de parentesco (relaciones afectivas, primarias y básicas), y a las relaciones sociales conformadas por valores, normas y creencias compartidas que se juegan en cada hecho social. Dicho de otra manera: los procesos de fragmentación socavan los consensos sociales o pre-contratos, es decir aquellos acuerdos afectivos societales que anteceden a cualquier contrato social, que hacen a la socialización y conformación de la subjetividad y la persona.

La fragmentación en la Argentina y los países de la región es el resultado de un conjunto de procesos históricos que comenzaron a mediados de la década del ‘70, se intensificaron con la dictadura cívico-militar y se consolidaron con la democracia, sobre todo a partir de las reformas del Estado durante los ‘90. En efecto, tanto la desindustrialización como la desproletarización, la de-sindicalización y el desmantelamiento del Estado Social en general, produjeron no sólo transformaciones económicas estructurales sino modificaciones en las instituciones que tradicionalmente generaron socialización y modelos de identidad (nacional y popular). Estas transformaciones en el mercado laboral, fruto de la desregulación y flexibilización, producto del descompromiso y retirada del Estado, pusieron en crisis trayectorias laborales, familiares y escolares estables que normaban y daban sentido (identidad, certidumbre y perspectiva) a las relaciones sociales.

La desconfianza (en sus diferentes expresiones: resentimiento, recelo y temor) en las instituciones estatales y redes formales e informales de los barrios, y la incredulidad son dos consecuencias típicas del relajamiento de las relaciones societales.

En definitiva, el nuevo régimen de marginalidad urbana que caracterizó al neoliberalismo (el híper-desempleo estructural, la precarización del trabajo, el desmantelamiento del Estado Social, el desenganche y rotación escolar, la des-ciudadanización, la de-sindicalización, la desproletarización, etc.) provocó una serie de transformaciones estructurales y culturales de larga duración que fueron produciendo una progresiva modificación de las prácticas sociales, degradando las pautas culturales compartidas. Las depreciaciones en el mercado laboral impactaron sobre los mecanismos tradicionales de socialización primaria (familia) y secundarias (escuelas y sindicatos), generando un clima anómico o desmoralizante (desorden) que agregaría nuevas causas para el desarrollo de las actividades transgresoras que venimos estudiando.

La imposibilidad de estructurar la pertenencia social en torno al mundo del trabajo estable, con el debilitamiento del empleo, pero también con el desfondamiento o la implosión de la familia nuclear con jefatura masculina; y la impotencia instituyente de la escuela que se organizaba alrededor de la cultura del trabajo (la atención, el esfuerzo, la dedicación, el progreso, etc.), fueron desdibujando las trayectorias biográficas. No solo se deterioraron los relatos que enmarcaban las vinculaciones sociales en general, sino los rituales de paso que organizaban los diálogos entre las diferentes generaciones, entre los adultos y los jóvenes.

 

4. Reservas de solidaridad: reponiendo umbrales de tolerancia

En definitiva, la fragmentación social, que fue mellando los consensos sociales que normaban y daban sustento a la vida cotidiana, junto a la desorganización social, que fue desautorizando los antiguos mecanismos de control social en la comunidad, serían otros factores que crean condiciones para la proliferación de violencias en el territorio. Como señala Nathalie Puêx en Heridas urbanas, en este contexto de “degradación social generalizado” o “fuerte de-socialización que introduce rupturas en el lazo social” se van desarrollando una serie de eventos sociales (robos y hurtos callejeros, discriminaciones, balaceras, tomas de vivienda, agresiones sexuales, escruches, bardeos, cobro de peajes, etc.) que, con el paso del tiempo, empiezan a ser vividos como situaciones problemáticas cada vez más inseguras, que les agregan nuevas dificultades a los residentes del barrio.

En este contexto, sobre todo cuando el Estado es incapaz para canalizar y tramitar los conflictos, las policías son vistas con desconfianza y la Justicia como un mundo aparte, los vecinos pueden activar estrategias securitarias para encarar esas situaciones violentas. Estrategias que no cayeron del cielo, que forman parte de repertorios simbólicos tradicionales que adquieren nuevamente relevancia. Esas estrategias, no necesariamente conscientes para sus protagonistas, son una reserva de solidaridad al interior del barrio, a través de las cuales se quiere, sino re-elaborar el entramado moral del barrio, por lo menos reponer umbrales de tolerancia.

La pregunta que nos hacemos es si estas estrategias securitarias terminan anudando lo que se estaba o había desatado o, por el contrario, le agregan nuevas dificultades al barrio toda vez que alimenta los malentendidos y genera nuevas desconfianzas entre las generaciones y grupos de familias.

Por un lado, las estrategias securitarias desarrolladas por algunos vecinos del barrio nos sirven para matizar nuestras interpretaciones. El desorden no es total, la degradación nunca está completa. El deterioro del lazo social irá acompañado por los esfuerzos de los vecinos, a veces organizados colectivamente, para imprimirle algún tipo de certidumbre o previsibilidad a la vida cotidiana, para reponer umbrales de tolerancia. Una certidumbre que a veces está hecha con palabras filosas, y otras veces con acciones violentas (linchamientos, justicia por mano propia, escraches, quemas intencionadas de vivienda) impuestas o impulsadas por los empresarios morales del barrio que van quedando cada vez más solos, desamparados, que se van desenganchando de las tramas institucionales.

Por el otro, esas acciones, lejos de crear nuevas y mejores condiciones para el diálogo, tienden a clausurarlos, reproduciendo malentendidos que a veces pueden llegar a escalar hacia los extremos.

 

 

 

* Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.
** Los dibujos son del artista platense Diego Fernández: IG diego_fernandezbarrey.

 

 

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