Vocación de volver a ser Potosí

Inversión en tecnología y grupos económicos

 

Como parte de la caracterización de los poderes fácticos en la Argentina, esto es, de las fracciones económicas, políticas y burocráticas con capacidad de disputar a favor de intereses corporativos, que divergen de los objetivos plasmados en el orden democrático y que condenan a la exclusión a más de 25 millones de ciudadanxs, hay una dimensión invisibilizada que es crucial en la discusión de un programa político.

Para construir un sendero de incremento progresivo de las capacidades productivas y la captura creciente de valor en la explotación e industrialización de los recursos naturales, la inversión privada en investigación y desarrollo (I+D) —ínfima en la Argentina— es una condición de posibilidad inexorable para que la rentabilidad empresarial sea compatible con la creación de trabajo digno, redistribución y sostenibilidad social, productiva y ambiental del sendero de desarrollo.

La ausencia del problema del cambio tecnológico en los debates electorales, o su carácter ornamental y declamatorio, es un rasgo de subdesarrollo, tanto de nuestra cultura política como de las culturas empresariales. Por supuesto que hay excepciones, pero no alcanzan.

La reticencia de los grupos económicos a invertir en I+D es la contracara de estrategias de acumulación anacrónicas, que van a contramano de un proyecto de democracia moderna con estándares mínimos de inclusión, equidad y creación de empleo digno. Además pone en evidencia el carácter subordinado de las estrategias de los grupos económicos locales a intereses ajenos al contexto socioeconómico donde realizan sus ganancias.

Desde esta perspectiva, la discusión de un programa político debe incluir propuestas para transformar culturas empresariales especulativas, cortoplacistas y predatorias en culturas productivistas, que apuesten al conocimiento y al desarrollo de capacidades tecnológicas y organizacionales propias.

 

 

 

“Qué vocación de volver a ser Potosí”

La rentabilidad de una empresa puede incrementarse ajustando salarios y precarizando el trabajo o mejorando los procesos de producción con tecnología, innovación y calificación de lxs trabajadorxs, asumidos como sujetos activos en la producción de conocimiento. Por supuesto que esta última opción no es espontánea, sino que necesita del liderazgo de un Estado inteligente, con legitimidad política, protector de los sectores más vulnerables y capaz de definir reglas de juego.

No estamos inventando nada. Una política industrial es más eficaz cuando combina medidas de apoyo al mejoramiento de la producción (protección comercial, subsidios, reestructuraciones conducidas por el Estado de empresas fallidas, promoción de las exportaciones, etcétera) con iniciativas de las propias empresas para adquirir, generar, acumular know-how y nuevas capacidades de I+D [1].

Entonces, vamos de nuevo. Comparando con economías centrales y emergentes, el siguiente gráfico muestra la excesiva inversión relativa en la Argentina —más de 80 % pública— en los nodos de producción de conocimiento más “alejados” de las actividades productivas y de las agendas de desarrollo social.

 

Gráfico 1. Inversión en I+D según tipo de actividad. Año 2019. Fuente: CEPAL.

 

 

Ahora bien, este sesgo histórico (estructural) de la inversión en I+D en la Argentina debe tener en cuenta que se compara contra economías con inversión privada en I+D mucho mayor (ver gráfico 2), lo que pone en evidencia la gravedad del problema de la ínfima o nula inversión en I+D de los grupos económicos locales, que debe ocurrir en los nodos más cercanos a —o que conectan— la producción de conocimiento con sus metas productivas.

Incluso, si se compara la Argentina con España, países que tienen un número parecido de habitantes, hay que considerar que el 0,8 % del PBI de inversión en I+D del sector empresarial español —contra el 0,2 % en la Argentina— se realiza sobre un PBI que es 2-3 veces mayor al PBI de la Argentina (la Encuesta sobre I+D del sector empresarial argentino del MINCyT puede verse acá).

Gráfico 2: Inversión en I+D ejecutada por el sector empresas en países seleccionados, como porcentaje del PBI. Año 2021. Fuente: OCDE y RICyT.

 

 

No estamos aportando ninguna novedad. Se escribieron ríos de tinta sobre estudios comparativos entre, por un lado, los casos de despegue económico de los países del este asiático y, por otro lado, los casos de industrialización inconclusa de la semi-periferia de América Latina, donde se incluye la Argentina. Y, sin embargo, cuando se habla de políticas científicas y tecnológicas, hace décadas que en nuestro país se repiten lugares comunes que cargan toda la responsabilidad sobre el sector público. Entre los prejuicios recurrentes, se dice que las universidades y el CONICET producen “ciencia básica” en exceso sin enfocarse lo suficiente en las agendas de desarrollo.

Lo cierto es que a la Argentina no le sobra ciencia básica, le falta de manera acuciante tecnología y capacidades de gestión de la tecnología, que deben venir de dos lugares: por un lado, de un esfuerzo público incremental —plasmado, por ejemplo, en la Ley 27.614 de marzo de 2021 [2]—, especialmente orientado a los sectores estratégicos y al esfuerzo de federalización del sector de ciencia, tecnología e innovación (CTI), orientación plasmada en el Plan Nacional CTI 2030 [3]; y, por otro lado, de la inversión privada en I+D, orientada a la mejora de las capacidades tecnológicas de las empresas.

El contraejemplo perfecto es la política RenovAr del macrismo, que agregó alrededor de 3.500 MW de capacidad instalada de energía renovable al sistema eléctrico, pero con tecnología importada “llave en mano” y destruyendo la industria local.

 

 

Botón de muestra: El Cronista, 5 de julio de 2016.

 

 

La Argentina no necesita MW renovables. Necesita capacidades tecnológicas para diversificar sus capacidades productivas —producir componentes electromecánicos para aerogeneradores, el reactor CAREM, ingeniería nacional en las centrales hidroeléctricas o equipos nacionales en Vaca Muerta— para agregar MW en energías de transición, energías renovables y energías limpias con trabajo calificado argentino. Para la Argentina —que no integra el club de los países que se fumaron el planeta en pipa— la transición energética no es un problema ambiental, es una oportunidad para impulsar un sendero de desarrollo con sostenibilidad social, productiva y ambiental.

Con un poco de imaginación se puede entender que, si se materializara el eslabón ausente —la inversión privada en I+D—, se transformaría el escenario de manera drástica y sistémica. Es decir, si el sector privado definiera y financiara agendas propias de I+D, quedaría claro qué tipo de desarrollos demandan las empresas. Este escenario no solo incrementaría sustancialmente la inversión del país en conocimiento, sino que, además, parte de los incentivos públicos, junto con el diseño de instrumentos específicos, se podrían orientar hacia el complemento y refuerzo de aquellas agendas a través de estrategias de asociatividad público-privada.

Esto es lo que ocurre en las economías centrales y lo que se señala como rasgo exitoso de las economías emergentes. Es decir, la inversión privada en I+D no es un favor que las empresas le harían al país, es un componente necesario para que el propio sector de grandes empresas ingrese al siglo XXI y se oriente a un proyecto de país moderno y más justo. En el acto por el 25 de mayo, Cristina sugería mirar “cómo en otras economías desarrolladas se articula una alianza entre lo público y lo privado” y exhortaba a superar la “vocación de volver a ser Potosí”.

 

 

Los grupos económicos locales y la tecnología importada

Desde la imposición del patrón de acumulación financiera con la última dictadura militar-empresarial, Basualdo y Manzanelli [4] estudian las transformaciones en las cúpulas del poder económico a partir de los privilegios que recibieron del Estado: transferencia de deuda privada, regímenes de promoción industrial, privatizaciones aceleradas de empresas y servicios públicos, etcétera. Es el Estado el que invierte a través de subsidios, políticas de promoción industrial, endeudamiento privado estatizado, renta financiera en la capitalización productiva de los grandes grupos económicos, en la mejora de sus capacidades productivas.

Estos autores encuentran que, durante los años '80, además de la renta financiera y la desindustrialización, hay evidencias de “la instalación de nuevos e importantes emprendimientos fabriles y el incremento de los activos físicos en las grandes firmas” como rasgo de “comportamientos expansivos” positivos. “Dada esta situación, cabía la posibilidad de que una parte de los beneficios obtenidos de la valorización financiera y de los subsidios estatales que habían recibido se hubiera canalizado hacia la inversión productiva con el objetivo de afianzar su presencia sectorial”, explican Basualdo y Manzanelli.

Las nuevas plantas fabriles estaban orientadas a consolidar posiciones oligopólicas en bienes intermedios (siderurgia, papel, cemento, petroquímica, insumos textiles, entre otros) sobre la base de recursos estatales transferidos vía promoción industrial. A modo de ejemplo, los autores mencionan los grupos económicos Loma Negra, Alpargatas, Bagley, Siderca, Arcor, Acindar, Celulosa Argentina, entre otros. Algunas plantas avanzaron en integración vertical de sus empresas. Solo algunos pocos grupos encararon una estrategia de diversificación.

Es decir, es el Estado el que invierte en la mejora de las capacidades productivas de los grandes grupos económicos. Y, en paralelo, es el Estado el que invierte en I+D, a través de instituciones y universidades públicas. Pero estas dos “mitades” no se tocan.

A comienzos de los años '90, cuentan Basualdo y Manzanelli, los emprendimientos industriales de los grandes grupos económicos “no implicaban la generación y/o adopción de tecnologías que enriquecían las vigentes en el medio local”, es decir, “sus requerimientos tecnológicos giraban en torno a su relación con oferentes internacionales sin encarar proyectos propios de Investigación y Desarrollo (I+D)”.

Reforzando este análisis, Alice Amsden, especialista en “industrialización tardía” y autora de un libro hoy clásico sobre el despegue de Corea del Sur, sostiene que, durante los años ‘90, mientras el sector empresarial logró imponer un régimen de flexibilización laboral como condición para mejorar la competitividad, sus empresas “no tenían profesionalizadas sus capacidades de gerenciamiento y pocas contaban con planificaciones o cadenas de mando bien definidas”. Peor aún: “Las inversiones en I+D fueron insignificantes, por lo que los trabajadores calificados no eran empleados en emprendimientos de alta tecnología” [5].

La moraleja es que la ausencia de la dimensión tecnológica en las estrategias de acumulación del sector de grandes empresas es un rasgo estructural de subdesarrollo de la cultura empresarial. La fuga de divisas al exterior completa el identikit.

 

 

Libertad para ser subdesarrollados

¿Cómo transformar culturas empresariales de poderes fácticos? ¿Hay alguna otra alternativa que crear empresas públicas y mixtas con culturas empresariales alternativas, que comprendan la necesidad de impulsar procesos de aprendizaje y acumulación de capacidades tecnológicas y productivas con grados crecientes de autonomía?

El sector nuclear argentino, hoy jaqueado por la fragmentación y las presiones de Estados Unidos, es un gran ejemplo en esta dirección. Pero no alcanza. Necesitamos fortalecer capacidades tecnológicas, organizacionales y de innovación en alimentos y semillas, gas y petróleo, medicamentos y vacunas, software y servicios informáticos, maquinaria y equipos, etcétera.

Un Estado inteligente, con capacidad de liderazgo de los sectores estratégicos, una política exterior aguerrida que defienda el incremento de complejidad productiva y tecnológica —sendero que colisiona con el interés de las corporaciones trasnacionales, sus subordinados locales y los organismos de crédito—, incentivos a la asociatividad público-privada, la construcción de complementariedades tecnológicas y productivas con Brasil y los países de la región, la transformación de los marcos regulatorios heredados de la última dictadura y los años ‘90 aparecen como condiciones de posibilidad para el disciplinamiento y el incentivo condicional a las grandes empresas locales.

El “péndulo argentino” amenaza una vez más con la profundización catastrófica del patrón de valorización financiera —que el actual gobierno heredó, intentó atenuar, pero no revirtió— y la transformación de la dimensión tecnológica en negocio financiero con tecnología extranjera “llave en mano”.

En este sentido, la persistente estigmatización del rol del Estado en el discurso de cambiemitas y libertarios navega a contracorriente de la tendencia global. El ajedrez por la disputa hegemónica vuelve a revalorizar la necesidad de un capitalismo de Estado. Dice García Linera (Página 12, 25/02/23): “Qué lejos han quedado las frasecitas de ‘eficiencia de costos’, ‘ventajas comparativas’ o ‘cero barreras arancelarias’ con las que se mundializaron las cadenas de valor. Hoy, la ‘seguridad nacional’, ‘nuestras industrias’, ‘friendshoring’, ‘subvenciones’, ‘soberanía energética’, etc., son las nuevas banderas de un neoproteccionismo emergente en las decisiones de las potencias capitalistas” [6].

A mediados del 2022, la administración Biden aprobó leyes contra la inflación y el cambio climático que movilizan 465.000 millones de dólares en subvenciones para la industria estadounidense. La Reduction Inflation Act subvenciona con 7.500 dólares a cada comprador estadounidense de vehículos eléctricos fabricados en y con componentes hechos en Estados Unidos. Y la Chips and Science Act (CHIPS) subsidia con 52.000 millones de dólares a los empresarios que instalen en suelo norteamericano fábricas de microprocesadores. Esta ley es acompañada por fuertes sanciones a la exportación de tecnología norteamericana hacia China, tanto por empresas chinas como por empresas de países aliados.

¿Y la libertad de mercado? Eso es para neoliberales y libertarios del subdesarrollo.

 

 

[1] Chang, H. y Andreoni, A. 2020. “Industrial Policy in the 21st Century”, Development and Change, vol. 51, núm. 2, pp. 324-351.
[2] La Ley 27.614 establece un cronograma de inversión pública incremental en ciencia y tecnología que se propone alcanzar el 1 % del PBI en 2032, de acuerdo con el cuadro siguiente:
[3] Producto de un proceso de planificación concertada a escala nacional, hoy, el proyecto de ley que propone la aprobación del Plan Nacional CTI 2030 cuenta con media sanción del Senado —59 votos contra 1— y se encuentra en discusión en la Comisión de Ciencia y Tecnología de la Cámara de Diputados.
[4] Basualdo, E. y Manzanelli, P. 2022. Los sectores dominantes en la Argentina. Buenos Aires: Siglo Veintiuno.
[5] Amsden, A. 2001. The Rise of “The Rest”: Challenges to the West from Late Industrializing Economies. Oxford: Oxford University Press.
[6] García Linera, A. 2023. “¿Libre comercio? ‘Al infierno con eso’”, La Razón, 26 de febrero.

 

 

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