Volver a lo propio

Una decisión política fundamental, basada en sólidos argumentos profesionales

 

Aún recuerdo la conversación que mantuve con Néstor Kirchner el día que le llevé el proyecto de decreto para reglamentar la Ley de Defensa Nacional. El Presidente, que disfrutaba de jugar chanzas a sus interlocutores, me preguntó: ¿Estás segura Nilda de lo que me estás haciendo firmar, no? Era su manera pícara de descontracturar momentos y decisiones que sabía trascendentes. A nadie sorprendo si digo que Kirchner fue un Presidente obsesivo, un trabajador incansable, que conocía en detalle las decisiones que impulsaba cada Ministerio. No era esta una excepción. Néstor conocía en profundidad la importancia del paso que estábamos dando. Ese día, su pregunta daba un marco de calidez a una decisión que saldaba una deuda pendiente de la democracia. Tras 18 años de injustificable postergación, le imprimíamos operatividad a la Ley de Defensa Nacional.

Con la emisión del Decreto 571/2020, el Presidente Alberto Fernández y su ministro de Defensa, Agustín Rossi, han reinstalado una serie de aspectos virtuosos de las gestiones en Defensa Nacional de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, poniendo un punto final a los retrocesos experimentados bajo la administración Macri. La decisión adoptada no se limita a recuperar la reglamentación de la Ley de Defensa Nacional en su versión de 2006, sino que reinstala otro decreto fundamental sancionado ese mismo año (el 1691/2006, denominado “Directiva sobre Organización y Funcionamiento de las Fuerzas Armadas”). Este último fijaba parámetros y criterios centrales para el sector Defensa, entre los cuales destacan una muy precisa descripción de las misiones y responsabilidades del instrumento militar de la Nación –tanto de su misión principal como de las subsidiarias–, a la vez que ponía énfasis en la importancia del accionar militar conjunto de las tres Fuerzas Armadas. La norma, finalmente, deroga la Directiva de Política de Defensa Nacional (Decreto 703/2018) sancionada durante el gobierno de Macri –plagada de apreciaciones que contravienen el espíritu de las leyes de Defensa Nacional, Seguridad Interior e Inteligencia Nacional–, a la vez que instruye al Ministerio de Defensa a elaborar, en el plazo de seis meses, una nueva Directiva de Política de Defensa Nacional. Hasta tanto, la referencia transitoria en materia de apreciación estratégica nacional vuelve a fijarse en las dos directivas sancionadas durante los gobiernos de Cristina: el Decreto 1714/2009 –elevado durante mi gestión como responsable del área– y el 2645/2014 –formulado durante la primera gestión de Agustín Rossi como ministro del sector–.

Me propongo en los próximos párrafos tres cosas:

  1. ampliar muy sucintamente los aspectos técnico-normativos de lo que se deroga y de lo que se reinstaura con el Decreto 571/2020;
  2. efectuar un conjunto de consideraciones de orden político en respuesta a algunas críticas –en mi opinión carentes de sustento– que se profirieron sobre la medida adoptada por el Presidente Alberto Fernández; y
  3. plasmar algunas consideraciones de orden técnico-profesional acerca de la conveniencia de la medida adoptada, las que se basan no sólo en mi experiencia como ministra de Defensa (2005-2010) y de Seguridad (2010-2013), sino en la opinión de múltiples profesionales –civiles, militares y policiales– que han contribuido a forjar estas opiniones a través del tiempo.

De este modo, se busca dejar en claro que la decisión, lejos de estar teñida de un sesgo estrictamente político-ideológico, se funda en muy sólidas razones técnico-profesionales.

 

 

Los aspectos técnico-normativos

El Decreto 683/2018 de Mauricio Macri modificó la voluntad del legislador y el espíritu de la Ley de Defensa Nacional, al eliminar lo dispuesto en la redacción original del Decreto 727/2006, el que sostenía que debía entenderse el término “agresión de origen externo”, expresada en el artículo 2º de la Ley Nº 23.554, como “uso de la fuerza armada por un Estado contra la soberanía, la integridad territorial o la independencia política de nuestro país, o en cualquier otra forma que sea incompatible con la Carta de las Naciones Unidas”. Esta definición de “agresión de origen externo” se apoya indubitablemente en la Resolución N° 3314 (XXIX) de la Asamblea General de las Naciones Unidas del año 1974 [1].

Alterando ostensiblemente el criterio demarcatorio que separa la Defensa Nacional de la Seguridad Interior, el decreto 683/2018 omitió que la escisión de estos campos deviene del tipo y/o naturaleza de la amenaza, concluyendo que, como consecuencia de la evolución del entorno de Seguridad y Defensa, resultaba necesario establecer nuevos roles y funciones para cada una de estas instancias. De este modo, el gobierno de Cambiemos contravino el sólido consenso normativo y doctrinario alcanzado desde la recuperación de la democracia en 1983, corriendo la frontera entre seguridad y defensa; y buscando habilitar el empleo de las Fuerzas Armadas en la lucha contra las denominadas “nuevas amenazas” (narcotráfico, terrorismo, piratería, trata de personas, etc.).

Un aspecto menos conocido del Decreto 683/2018 del gobierno de Macri fue la supresión del Decreto 1691/2006 (“Directiva de Organización y Funcionamiento de las Fuerzas Armadas”), lo que implicó –entre otras relevantes cuestiones– el debilitamiento del accionar militar conjunto del instrumento militar y la eliminación de la misión subsidiaria “Participación de las Fuerzas Armadas en la construcción de un Sistema de Defensa Subregional”, responsabilidad por medio de la cual las Fuerzas Armadas contribuían a la articulación de la política de defensa nacional con la política exterior con un claro sentido integracionista. Esta decisión de Macri es completamente coherente con la posterior decisión de salir de la Unasur, disolver el Consejo de Defensa Suramericano (CDS) y alinearse de modo irrestricto con los Estados Unidos, poniéndose en los temas de Defensa en manos de las instancias hemisféricas (Organización de Estados Americanos –OEA–, Junta Interamericana de Defensa –JID–, Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca –TIAR–).

Por su parte, el Decreto 703/2018, en abierta contradicción con lo prescrito por la Ley de Defensa Nacional, la Ley de Seguridad Interior y la Ley de Inteligencia Nacional, estableció al universo de las “nuevas amenazas” como hipótesis de empleo del instrumento militar, al fijar en su Capítulo II, punto d, que las Fuerzas Armadas podrían ser empleadas en apoyo de estrategias tendientes a enfrentar problemáticas como “la desarticulación de redes delictivas vinculadas al narcotráfico, la piratería, la trata de personas y el contrabando”, así como para “prevenir la expansión del terrorismo transnacional”.

 

 

Nada de atraso: sólidas razones políticas y técnico-profesionales

Las primeras expresiones de la oposición política a la medida adoptada por Alberto Fernández llegaron –como era previsible– de la mano del diario Clarín (que recogió solamente la opinión de ex funcionarios del macrismo), del tres veces ex ministro de Defensa, Horacio Jaunarena, y de los integrantes de la Comisión de Defensa Nacional del interbloque de Juntos por el Cambio de la Cámara de Diputados de la Nación.

El ex ministro Jaunarena afirmó en el diario La Nación: “Volvemos, corregidas y aumentadas, a las disposiciones fijadas por nuestra ley de Defensa que eran justificadas y razonables en un mundo que existía hace treinta años pero que ya no existe más. Para esta lectura de nuestra realidad, no existió el atentado a la Embajada de Israel, la voladura de la AMIA, el crecimiento exponencial del narcotráfico, la pérdida del control de nuestras fronteras, el crecimiento de la inseguridad en nuestra población”. Cada uno de los ejemplos citados por el dirigente radical remite a problemáticas del campo de la seguridad pública o transnacional, cuya prevención, conjuración o investigación debe ser objeto de otras agencias del Estado y no de las Fuerzas Armadas. Igual tenor, aunque con el agregado de una década, ha tenido el comunicado de los diputados cambiemitas, quienes afirman que “la tajante separación existente en nuestro marco normativo entre defensa y seguridad interior es el producto de un contexto nacional y latinoamericano propio de la situación imperante hace 40 años”. Estas expresiones se hallan anudadas por la muy lineal suposición de que, tras el Decreto 571/2020, existen simplemente argumentos político-ideológicos asociados a otro tiempo histórico para delimitar la misión principal de las Fuerzas Armadas argentinas.

No son prejuicios ideológicos los que se hallan en la base de una postura refractaria al empleo de las fuerzas armadas en la lucha contra las "nuevas amenazas” sino, por el contrario, argumentos técnico-militares los que desaconsejan hacer del tráfico de drogas, del terrorismo o de la seguridad ciudadana un asunto de incumbencia prioritaria de las fuerzas armadas. En otras palabras, la defensa nacional no debe quedar entrampada en una agenda que no le es propia ni específica.

Como parte del aparato estatal, las Fuerzas Armadas pueden colaborar en políticas que atiendan estos desafíos (y de hecho así está regulado por las leyes vigentes, por ejemplo, en materia de apoyo logístico). Pero estos riesgos y amenazas no son los asuntos medulares del sector. Para atenderlos existen otras instituciones de seguridad e inteligencia, específicamente diseñadas, especializadas y mantenidas a tales efectos. El marco normativo y doctrinario vigente permite perfectamente atender las necesidades de apoyo al Sistema de Seguridad Interior. Los fenómenos asociados a la criminalidad organizada, de grave impacto para la estabilidad y la robustez del tejido social, no pueden ser elevados a misión principal de las fuerzas militares sin gravosas consecuencias institucionales.

La línea expresada por la oposición política, lejos de atender los desafíos ligados a la criminalidad organizada, busca adentrarse en un camino cuyo final anunciado es la desnaturalización del rol de las Fuerzas Armadas. Para hacer frente al delito y la violencia, el Estado argentino cuenta fuerzas policiales y de seguridad en cantidad suficiente (según los datos más actualizados de Naciones Unidas, Argentina cuenta con una tasa de 810 policías cada 100.000 habitantes, por encima de Uruguay -680-, Colombia -386-, Perú -359-, México -333-, Brasil -266-, Paraguay -242, etc.) [2]. Otro elemento que no puede ser obviado es la inadecuación de las Fuerzas Armadas como instrumento para combatir al narcotráfico en su estadio actual de desarrollo. Las organizaciones dedicadas al tráfico de drogas en la Argentina no emplean en la fase actual sistemas de armas mayores ni tácticas militares como en Brasil, Colombia o México. Y aún en el hipotético caso de que algo así sucediera en el largo plazo, la Argentina contaría para lidiar con ello con fuerzas intermedias o militarizadas, como son la Gendarmería Nacional (GNA) o la Prefectura Naval (PNA).

En la actualidad se requiere, ante todo, expertise en materia de inteligencia criminal e investigación compleja para desarticular a las bandas que operan en el territorio nacional. Cualquier análisis perspicaz de la cuestión arrojará, por ejemplo, que lavado de activos y narcotráfico marchan en tándem. Por este motivo, es difícil ponderar cuál sería la efectividad de emplear el máximo poder de fuego del Estado (las Fuerzas Armadas) en una materia que requiere ante todo capacidad investigativa. Los cuerpos policiales reciben una preparación adecuada para actuar como auxiliares de la Justicia, lo que implica la adquisición de capacidades imprescindibles en materia de colaboración con juzgados y ministerios públicos fiscales. Cualquier lectura atenta de los programas de estudio de los oficiales de las Fuerzas Armadas revela la ausencia de materias relativas a estas competencias. En consecuencia, existe una desvinculación entre los programas de estudios de quienes se forman para ser profesionales de la guerra y los saberes específicos requeridos por los expertos en la lucha contra la criminalidad compleja.

Tras décadas de auge del enfoque de la “guerra contra las drogas” –que ubica en el centro a la militarización de la seguridad pública–, los países latinoamericanos más consustanciados con esta concepción estratégica (Colombia y México) han comenzado a replantear sus posturas. El aumento de los niveles de violencia en los conflictos internos, las violaciones a los derechos humanos y el incremento de hechos de corrupción por parte de las Fuerzas Armadas resultan signos evidentes de agotamiento de este curso de acción. Al recibir el Premio Nobel de la Paz, el ex Presidente y ex ministro de Defensa colombiano Juan Manuel Santos –no justamente un hombre del progresismo– dijo: «No puedo dejar pasar la oportunidad de reiterar un llamado que he hecho al mundo desde la Cumbre de las Américas de Cartagena (…) Me refiero a la urgente necesidad de replantear la Guerra Mundial Contra las Drogas (…) La Guerra Contra las Drogas no se ha ganado, ni se está ganando (…) Es hora de cambiar nuestra estrategia».

Por otra parte, es un dato cierto –como sostienen los diputados de Cambiemos– que el país no enfrenta en la actualidad un horizonte de guerra o conflictos que pueda demandar el uso inmediato del poder militar efectivo. Sin embargo, el escenario global se ha tornado más pugnante e inestable que hace una década. La posibilidad de escalamiento de conflictos, por el acceso a recursos naturales o por el control de áreas y vías de comunicación estratégicas, no puede descartarse. En este sentido, sobre el territorio de la Argentina convergen componentes que deben ingresar en el diagnóstico de competencia estratégica: la sobreexplotación de recursos ictícolas alrededor de la milla 201, la cercanía inmediata con la zona de acceso hacia la Antártida y la posesión de significativas reservas de alimentos y recursos energéticos en nuestra plataforma continental. Estas cuestiones pueden ser fuente de conflictos en el futuro y deberían ser ponderadas en nuestra ecuación de defensa nacional. En consecuencia, la preparación de las Fuerzas Armadas para cumplir con su misión primaria debería continuar siendo el eje ordenador del desarrollo de capacidades militares, más allá de la conveniencia de mantener las misiones secundarias, que tradicionalmente se han desempeñado con eficacia y profesionalismo (como puede observarse con el operativo actual ante la pandemia Covid-19).

 

 

Haz como ellos hacen, no como ellos dicen

Con respecto a Venezuela y a la preocupación por la situación de la región, cabe recordarle a los diputados de Juntos por el Cambio que fue el gobierno de Cambiemos el que abandonó la UNASUR, instancia regional que en procesos anteriores había permitido el acercamiento entre países en disputa y evitado conflictos (por ejemplo, en su momento, entre Chávez y Uribe). Particularmente importante, en esta dirección, fue la construcción del Consejo de Defensa Suramericano (CDS), que procuraba “soluciones suramericanas para los problemas suramericanos”. Por si los diputados no lo tuvieron en cuenta al emitir el comunicado, es importante recordarles que el decreto 1691/2006 –que Macri había derogado y ahora se reinstala– vuelve a ubicar como misión secundaria de las Fuerzas Armadas la contribución a la construcción de un sistema subregional de Defensa. De este modo, se procura desandar el camino macrista de establecer como únicas instancias con injerencia regional a las pertenecientes al sistema hemisférico (OEA, JID, TIAR), acaballadas en el rol del Comando Sur de los Estados Unidos.

Como todo pasa muy rápido en estos tiempos, es conveniente recordar a quienes hoy agitan desde las tribunas opositoras que, en una manifestación de verdadero cinismo político, el ministro de Relaciones Exteriores de Macri, Jorge Faurie, justificó en abril de 2019 la salida de la Unasur esgrimiendo que tal decisión “ratificaba su vocación y voluntad integracionista”[3]. Poco después, una docena de países del hemisferio –entre ellos, la Argentina– aprobaron el 11 de septiembre de 2019 la activación del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), también conocido como Tratado de Río. Por medio de la Resolución del Consejo Permanente de la OEA N° 1137 (2245/19), el organismo incorporó la amenaza de la intervención militar a Venezuela a una batería de medidas que, hasta ese momento, se había concentrado en medidas de presión política e imposición de sanciones económicas.

En este marco, el diario Clarín –en una afirmación que encontró eco en el comunicado de los diputados de Juntos por el Cambio– señala que la “nueva doctrina militar” supone “gestos al chavismo”. Para ser completamente certeros, la doctrina de defensa argentina –que por cierto no es “nueva” sino un logro de la democracia recuperada– tiene mucho más que ver con la doctrina de defensa norteamericana (cuyo origen se remonta a la Posse Comitatus Act de 1878) que con la de la mayor parte de los países latinoamericanos (con la excepción de Chile y Uruguay, aunque estos también han experimentado retrocesos en los últimos tiempos). Esto significa que el rol de los militares en su misión principal no tiene nada que ver con las problemáticas conocidas como “nuevas amenazas” ni con la seguridad ciudadana, dado que su rol fronteras adentro se limita a las denominadas misiones secundarias (apoyo a la comunidad y apoyo logístico a las fuerzas de seguridad). Por el contrario, en la mayor parte de Latinoamérica, por izquierda o por derecha, los militares participan activamente en tareas de seguridad interior. En este punto, la Argentina tiene más que ver con cómo los Estados Unidos y la mayor parte de los países europeos organizan la división de tareas y responsabilidades entre militares y policías [4].

Un último elemento que conviene traer a la discusión –llamativamente el más olvidado– es la experiencia de la guerra de Malvinas en 1982. La Argentina es el único estado latinoamericano que durante el siglo XX enfrentó a una gran potencia (Gran Bretaña) en una guerra convencional de carácter bilateral. El conflicto del Atlántico Sur exhibió hasta qué punto la desprofesionalización castrense resultante de la politización de los organismos militares, sumado a la desnaturalización del rol principal de las fuerzas armadas como consecuencia de la denominada “guerra antisubversiva”, condujo a un rotundo fracaso en lo que hace al núcleo duro de la actividad militar [5]. Por lo tanto, interpretar la vigencia del actual entramado jurídico como resultado de la acción de una dirigencia política atada a supuestas anteojeras ideológicas, o bien como la secuela de una apreciación estratégica demodé incapaz de captar las transformaciones del escenario de seguridad global, expresa una llamativa desatención de las enseñanzas de la guerra, esencia de la profesión militar.

 

 

El riesgo de la desprofesionalización

Como lo refleja el Informe Rattenbach, la sumatoria de errores cometidos en los planos estratégico nacional, estratégico operacional y táctico en ocasión del conflicto del Atlántico Sur expresa a todas luces el resultado esperable en un conflicto convencional cuando los responsables de la conducción pierden de vista la preparación profesional para su misión principal. El instrumento militar es una estructura burocrático-profesional que se adiestra para la eventualidad de una guerra en tiempos de paz. Cualquier misión subsidiaria –por ejemplo, la contribución al sistema de seguridad interior en excepcionalísimas circunstancias– debe ser atendida con capacidades remanentes o de uso dual, y no debe atentar contra la misión primaria y esencial que es la preparación para la guerra. El impacto que tuvo la desprofesionalización castrense a lo largo del siglo XX como resultado de la politización y el adiestramiento contrainsurgente [6] podría replicarse en el siglo XXI con un instrumento militar volcado a tareas de investigación y represión policial. Las “nuevas amenazas” podrían fungir como vehículos de una renovada desprofesionalización.

Por último, aunque se trate de un asunto más de los pasillos de la política que de los temas que preocupan a los ciudadanos, conviene recordarle a la oposición –con respecto a la crítica acerca de la necesidad de menos unilateralismo y de más trabajo en conjunto– que los ministros de Defensa Julio Martínez y Oscar Aguad nunca generaron, a lo largo de cuatro años, un espacio como el que propició recientemente el ministro Agustín Rossi al conformar una comisión para discutir temas relativos a la ley de personal militar y a la ley de reestructuración de las Fuerzas Armadas. No sólo eso: esos dos ministros fueron invitados innumerables veces a la comisión de Defensa Nacional de la Cámara de Diputados mientras la presidí (2015-2019) y, en una actitud poco saludable, nunca concurrieron a rendir cuentas (cosa que sí hice en repetidas oportunidades como ministra cuando Julio Martínez era diputado y presidía la comisión de Defensa). Y que, por supuesto, el ministro Rossi viene haciendo regularmente en el contexto de la actual pandemia para exhibir el funcionamiento del sistema de defensa y el rol de los militares en apoyo a la comunidad.

Más importante todavía: ¿qué clase de discusión y de consenso propició Macri cuando modificó el Decreto 727/2006 y derogó el 1691/2006? Ninguna. Y, desde luego, se encontraba entre sus atribuciones como Jefe de Estado encarar las reformas que entendiera convenientes. Sin embargo, lo inadecuado fue alterar el espíritu de la Ley de Defensa Nacional y el sólido consenso normativo y doctrinario alcanzado en democracia. Conviene no exigir desde la tribuna de la oposición lo que no se hizo siendo gobierno.

 

 

 

[1] Este mismo espíritu fue recogido en su momento por el senador Antonio Berhongaray (UCR-La Pampa), miembro informante del radicalismo cuando se sancionó la Ley de Defensa Nacional, al sostener que debía entenderse por agresión externa: "la invasión, el ataque de las fuerzas armadas de un Estado contra el territorio de otro Estado; el bombardeo de las fuerzas armadas terrestres, navales o aéreas contra el territorio de otro Estado, o el empleo de cualquier arma por un Estado contra el territorio de otro Estado; el bloqueo de los puertos y de las costas de un Estado por las fuerzas armadas de otro; el ataque de las fuerzas armadas de un Estado contra las fuerzas armadas terrestres, navales o aéreas de otro Estado, contra su flota mercante o aérea; la utilización de fuerzas armadas de un Estado que se encuentran en el territorio de otro Estado con el acuerdo del Estado receptor en violación a las condiciones establecidas en el acuerdo o toda prolongación de su presencia en dicho territorio después de terminado el acuerdo" (HSN, Diario de Sesiones, 22 y 23 de octubre de 1986, pp. 3518 y 3519).
[2] Ver: https://dataunodc.un.org/data/crime/Police%20personnel
[3] Ver: https://www.cancilleria.gob.ar/es/actualidad/noticias/la-argentina-se-retira-de-la-unasur
[4] Vale la pena recordar el debate del año 2004 –en el programa de televisión “Oppenheimer presenta”– entre Horacio Verbitsky y quienes eran en ese momento jefe del Comando Sur y viceministro del Pentágono para América latina, el general James T. Hill y Roger Pardo Maurer. Consultar: https://www.youtube.com/watch?v=kmrnbRkeSDQ
[5] Referir a la desprofesionalización castrense no significa desconocer el notable desempeño de muchos integrantes de las Fuerzas Armadas argentinas en la Guerra del Atlántico Sur. Como describe el “Informe Rattenbach”: “Existen numerosos actos de valor extraordinario, producidos en todas las FFAA (Fuerzas Armadas) y FFSS (Fuerzas de Seguridad) en el teatro de operaciones, por quienes, sirviendo a su deber, acreditaron la vigencia de nuestras mejores tradiciones castrenses” (Comisión de Análisis y Evaluación de las Responsabilidades Políticas y Estratégico Militares en el Conflicto del Atlántico Sur 2012 [1982], p. 289.
[6] Ver: García, J. L., Ballester, H., Rattenbach, A., Gazcón, C. 1987. Fuerzas Armadas argentinas el cambio necesario. Bases políticas y técnicas para una reforma militar. Buenos Aires: Editorial Galerna.

 

 

 

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