Política criminal y reforma judicial

Los límites del Derecho represivo y la meta de democratización de la Justicia

 

La política criminal es una de las políticas del Estado que diseña el ejercicio de la violencia estatal. Cómo el Estado haga uso del poder en ese ámbito es uno de los indicadores de la debilidad o de la profundidad del sistema democrático en una determinada sociedad. A su vez mostrará, o no, el grado de respeto a la dignidad de todas las personas y de tolerancia a lo diverso, que es lo que caracteriza a una verdadera sociedad democrática.

La política criminal ha variado a lo largo de la historia. El modelo autoritario subordina la libertad al principio de autoridad, por lo que el alcance de la política criminal no tiene límites. El ejemplo claro de este modelo se da en las dictaduras, pero también en democracia. El concepto de seguridad nacional, que caracterizó a las dictaduras latinoamericanas durante el pasado siglo –correspondiente a la división del mundo en dos bloques– y que identificaba al disidente político como el “enemigo interno”, dio lugar, luego del fin de la “guerra fría”, al de seguridad ciudadana. Desde esta perspectiva, los nuevos enemigos son el “narcotráfico”, el “terrorismo” y, en general, la “delincuencia”.

Se asiste entonces al reemplazo del concepto de seguridad nacional con el que se manejaron los gobiernos de facto por el de seguridad ciudadana, que permite todo y todo lo subordina a ella, predominando la idea de que el fin justifica los medios. Es lo que se conoce como “mano dura”, que propugna dejar de lado las garantías constitucionales en aras de una supuesta “eficiencia”. La cuestión de la seguridad se solucionaría agravando penas y procedimientos y otorgando más facultades a las fuerzas de seguridad y el cumplimiento de las garantías y principios constitucionales serían causantes de “ineficacia” para enfrentar al delito. En ese marco, la respuesta “automática” al problema de la seguridad sería el poder punitivo y el único método de resolver los conflictos parecería ser el sistema penal, cuánto más duro, mejor.

Precisamente el funcionamiento del sistema penal ha dado lugar a la discusión del rol que le cabe en la solución de los conflictos y a la aparición de la oposición entre eficiencia y garantías. El Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) se refiere a esta aparente dicotomía respecto de la idea de que sólo sería posible dar respuestas eficientes a los problemas de seguridad ciudadana limitando garantías constitucionales e intensificando el poder punitivo. Se trata de la concepción de que la eficiencia es incompatible con la construcción de un sistema de resolución de conflictos que trabaje básicamente en el resguardo de los derechos de las personas involucradas y no centrada en la persecución del “otro”.

Las respuestas que postulan el orden en las calles como único objetivo no sólo tienden a la restricción de los derechos de los ciudadanos, sino que son ineficaces y plantean soluciones que, en realidad, sólo pueden acarrear más violencia, riesgos e inseguridad. Y como no se llega a la “eficiencia” requerida, el fracaso de estas políticas es, paradójicamente, utilizado para evaluar como insuficiente la fuerza aplicada y solicitar “más de lo mismo”.

En cambio, el modelo democrático establece límites a la política criminal, basada en los principios de legalidad y certidumbre. Es un ejercicio racional y limitado, basado en la dignidad humana y en el respeto de los derechos fundamentales.

En las conclusiones del Seminario Internacional de Expertos sobre Política Legislativa Penal en Iberoamérica, llevado a cabo en Málaga en diciembre de 2006, profesores de Derecho Penal de universidades iberoamericanas de 14 países analizaron la evolución de la política legislativa penal en sus respectivas naciones. En primer lugar, constaron que en la mayoría de los países se produjo en los últimos años una llamativa proliferación de reformas penales que, en buena parte, se concentraban en materias concernientes a la denominada delincuencia común o clásica. El objeto de esas reformas consistió en un fuerte incremento de la reacción punitiva, en un importante recorte de garantías procesales y en la eliminación o reducción de beneficios penitenciarios.

En segundo lugar, señalaron que en países donde se habían agudizado los conflictos políticos y sociales se constataba un empleo partidista del Derecho Penal para intentar resolver de forma autoritaria problemas cuya solución exige la adopción de decisiones fruto de compromisos entre los diferentes agentes sociales. En todo el espectro político predominaba una visión simplista de cómo reducir la delincuencia, centrada en la directa intervención sobre el delincuente y en su inocuización mediante el encarcelamiento.

Destacaban que a este cambio de modelo de intervención penal han coadyuvado los medios de comunicación social, que prestan una exagerada atención al fenómeno de la delincuencia común. Esta atención no suele corresponder con su efectiva incidencia en la vida social, produciendo distorsiones importantes en las percepciones sociales sobre la frecuencia y gravedad de los comportamientos delictivos.

Nada se soluciona con el endurecimiento de las leyes o con el otorgamiento de mayores poderes a la policía, sino con el funcionamiento de la agencia policial dentro de los parámetros del Estado de Derecho y de la legalidad y resguardando los límites de la acción policial en relación con los derechos fundamentales de los ciudadanos, así como combatiendo la impunidad frente a hechos delictivos o de corrupción policial. Es necesario dotar a las agencias policiales de una serie de herramientas y de programas de formación y capacitación adecuados y rediseñar las áreas de control interno de las instituciones de seguridad, de modo tal de garantizar su efectividad y transparencia y su efectiva articulación con los mecanismos de control externo.

En el “Código de Conducta para funcionarios encargados de hacer cumplir la ley” de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) se señala “que todos los actos de los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley deben estar sujetos al escrutinio público, ya sea ejercido por una junta examinadora, un ministerio, una fiscalía, el Poder Judicial, un ombudsman, un comité de ciudadanos o cualquier otra combinación de estos, o por cualquier otro órgano examinador”. Por su parte, Amnesty señala que en América Latina referirse a la policía se asocia, muchas veces, a corrupción, clientelismo, “gatillo fácil”, impunidad, malos tratos, ejecuciones extrajudiciales y terror.

Es fundamental trabajar de manera preventiva para evitar las violaciones a los derechos humanos que implican prácticas tales como las detenciones arbitrarias, el armado de pruebas y el uso abusivo de la fuerza. La experiencia de nuestro país en causas fraguadas por la policía a personas generalmente sin recursos es suficiente para poner en alerta a todo el sistema. Los casos de lawfare, el rol de los funcionarios policiales y de inteligencia en el armado de causas falsas y las denuncias de presiones a los jueces y fiscales debe alertar a todo el sistema para producir las necesarias modificaciones.

Debe tenerse presente que, a pesar de esta realidad, los agentes policiales cumplen un rol esencial en la protección de los derechos humanos de todas las personas. La policía actúa donde más se pueden lesionar garantías individuales. En ella descansa la facultad y la responsabilidad de producir la primera reacción estatal contra el ilícito cometido o por cometerse: es la que primero interviene. La policía se encuentra, entonces, en contacto directo con las libertades fundamentales y en ese marco es en donde se genera el riesgo más fuerte de excesos.

Como ha señalado la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, el derecho a la libertad se viola a través de las facultades excesivas otorgadas a los agentes de policía para arrestar y detener personas por la comisión de contravenciones, por averiguación de antecedentes o por controles de identidad.

Como acertadamente señala Maximiliano Rusconi, se advierte que el desarrollo pragmático de la política criminal demuestra una tendencia a desplazar el eje central del poder penal del Estado a la instancia policial. Un dato fácilmente observable es que cada vez que los medios de comunicación instalan ciertas sensaciones de inseguridad ciudadana, ganan espacio los reclamos por un aumento del poder autónomo de la instancia policial en la investigación de los delitos, cuando no se vincula directamente la inseguridad con la responsabilidad jurisdiccional en el recorte de este tipo de funciones de investigación. A la vez, cuando los gobiernos deben dar respuesta a la exigencia de eficiencia político-criminal, acuden al organismo más visible para la comunidad y de mayor capacidad de despliegue territorial y mediático: la policía.

Dentro de las agencias del Estado que se ocupan del fenómeno criminal ha existido una tajante división que origina discursos en los que, en un enfoque esquizofrénico, se deslindan responsabilidades, adjudicándose los supuestos fracasos recíprocamente. Así la policía dice que la culpa la tienen los jueces porque liberan a quienes ellos detienen, omitiendo su responsabilidad en las investigaciones. Los jueces responsabilizan a la falta de medios y a la ineficacia de la policía, a la que frecuentemente no pueden controlar ni ponerle límites. Así, a menudo las decisiones judiciales fluctúan, muchas veces influidas por los medios de comunicación y no resguardando los principios constitucionales de los que son garantes los magistrados.

Los aumentos de penas o las restricciones a la libertad durante el proceso llevan a que las cárceles funcionen como “presotecas”, es decir, que la mayor parte de la población se encuentre a la espera del juicio y la menor parte sean los condenados, cuando ello debiera ser exactamente al revés.

Una política criminal democrática debe enfatizar también en la prevención, que está fuera de los alcances del Derecho represivo. La formulación de normas penales es uno de los instrumentos de la política criminal, pero no es el único. Otros son las reformas procesales, la organización de la Justicia, su rapidez, su transparencia, la prevención, la reforma policial, la articulación con otras políticas de Estado y el desarrollo de políticas sociales, una de las dimensiones a tener en cuenta al diseñar políticas de seguridad integrales. Lo que se requiere es una profunda articulación con otras políticas sociales en los diferentes niveles de gobierno (nacional, provincial y local), referida a acciones que permitan intervenir de modo concreto sobre los modos de la convivencia y proporcionar recursos para el mejoramiento de la calidad del lazo social.

En general, la comunidad sólo hace reclamos a los jueces o al Estado frente a un fenómeno como el criminal, que pertenece a la sociedad toda y en cuya solución debería involucrarse. Muchas veces la gente y los medios de comunicación reclaman a los jueces una mayor represión (“entran por una puerta y salen por otra” es la frase), desconociendo que las resoluciones deben cumplir con las garantías y con los derechos humanos y que aquel reclamo redundará en su propia desprotección. Paradójicamente, cuando hay muertos en las cárceles se indignan y también reclaman al Estado sin percibir la contradicción entre ambos reclamos porque, precisamente, las cárceles están superpobladas y no pueden resguardar ni siquiera la vida de quienes ingresan a ellas.

  

 

Debate acerca de la reforma de la Justicia

No estoy de acuerdo con quienes enfocan el problema de calificar al Poder Judicial o a la “Justicia” como si se tratara de un bloque homogéneo en su totalidad. Para centrar la discusión sobre el cambio de la Justicia debe debatirse de qué forma se modifican pautas culturales imperantes vigentes desde hace años en este poder, de modo que se adecue en su totalidad a las propias de una Justicia verdaderamente democrática y que cumpla su función de servicio público al que puedan acudir los ciudadanos que, precisamente, buscan justicia.

Debe tenerse presente, en primer lugar, que tradicionalmente el Poder Judicial ha apoyado con sus pronunciamientos los sucesivos golpes de Estado que imperaron en nuestro país desde 1930 hasta 1976, considerando que las remociones de las Cortes ante los distintos golpes y los decretos leyes eran constitucionales. Es especialmente triste el papel que la Corte Suprema cumplió durante la última dictadura al haber colaborado, aunque sea por omisión, en las reiteradas y masivas privaciones ilegítimas de la libertad que determinaron, además, el destino desconocido –es decir, la “desaparición”– de las víctimas de tales ilícitos. Quienes trabajamos durante la dictadura en organismos de derechos humanos sabemos bien la inutilidad de la presentación de habeas corpus y de denuncias que no tenían otro destino que el archivo por omitir las necesarias investigaciones a que los mismos debían dar lugar, salvo pocas excepciones.

 

Debe discutirse la modificación de pautas culturales imperantes en una Justicia que no es un bloque homogéneo.

 

 

En este sentido, no hubo discusión sobre tales circunstancias cuando sobrevino la democracia en 1983, así como tampoco se consideró que –más allá de la renovación de la Corte– subsistían en los distintos cargos quienes habían conformado la Justicia de la dictadura. Ello se evidenció cuando, a través de las investigaciones sobre la violación de los derechos humanos durante el Terrorismo de Estado, se estableció que muchos de los integrantes del Poder Judicial habían sido colaboradores civiles del proceso militar.

En realidad, el reclamo de independencia respecto del poder político demuestra que tal consideración omite que el judicial es un poder y que, como tal, debe actuar más allá de lo que opinen los integrantes de los otros poderes. Precisamente, ello ha determinado que sus pronunciamientos en épocas de crisis jurídica –como en los golpes de Estado–, haya sido seguir los ilegítimos planteos del Poder Ejecutivo y apoyar las violaciones al Estado de Derecho. Es esto lo que debe discutirse y no las supuestas “presiones” de otros poderes.

Es entonces necesario comenzar la importante y fundamental discusión sobre el concepto de independencia judicial, lo que llevará a diseñar las propuestas que comenzarán el cambio para alcanzar una Justicia democrática.

Debe reformularse el proceso, desburocratizándolo y buscando mecanismos para limitar su duración. La tarea es reorganizar el sistema de investigación en su conjunto y dotarlo de eficacia para enfrentar situaciones complejas y dinámicas. Una administración de justicia responsable debe incorporar criterios de eficiencia en el contexto de una política basada en derechos. Del mismo modo que una alta tasa de resolución de casos, la capacidad para resolverlos en un plazo razonable y de brindar respuestas a partir de las cuales víctima e imputado puedan componer –en alguna medida– su conflicto puede incidir en la sensación de seguridad y confianza en las instituciones del Estado.

Hay tres aspectos diferenciados, pero complementarios: el acceso propiamente dicho, es decir, la posibilidad de llegar al sistema judicial; la posibilidad de lograr un buen servicio de Justicia, un pronunciamiento judicial en un tiempo prudencial. Y necesariamente complementario, el conocimiento de los derechos, de los medios para ejercerlos y específicamente la conciencia del acceso a la Justicia como un derecho, además de la consiguiente obligación del Estado de brindarlo y promoverlo.

Resulta importante la inclusión de los mecanismos administrativos toda vez que muchos conflictos podrían solucionarse con un adecuado reclamo en esa instancia, sin la necesidad de judicializarse. Asimismo, se puede proponer la creación de servicios jurídicos en las distintas reparticiones para que reciban los reclamos y sirvan de articuladores entre el Estado y el ciudadano. Ello permitiría solucionar los conflictos en la esfera respectiva, teniendo presente que muchos de ellos o la no realización de derechos provienen de un Estado que no presta los medios necesarios para garantizar su cumplimiento, cuando esa es su primera obligación, de acuerdo a los pactos de derechos humanos.

La vigencia del Estado de Derecho no puede sostenerse sólo sobre la base de la judicialización de los casos que podrían resolverse por otros medios o evitarse mediante la intervención preventiva. Cualquier problema jurídico, aun el penal, implica un conflicto y no siempre los conflictos deben solucionarse necesariamente en la esfera judicial.

Claus Roxin expresa que las metas del Derecho Penal no pueden ser alcanzadas a cualquier precio, sino que es preciso hacerlo con pleno respeto de la dignidad y los derechos de los afectados. En el mismo sentido, Winfried Hassemer afirma que una cultura jurídica se prueba a sí misma a partir de aquellos principios cuya lesión nunca permitirá, aun cuando esa lesión prometa la mayor de las ganancias.

 

 

 

 

*La autora es profesora consulta de Derecho Penal, Facultad de Derecho – UBA. Premio Azucena Villaflor 2021 por su trayectoria cívica en defensa de los Derechos Humanos.

 

 

 

 

--------------------------------

Para suscribirte con $ 1000/mes al Cohete hace click aquí

Para suscribirte con $ 2500/mes al Cohete hace click aquí

Para suscribirte con $ 5000/mes al Cohete hace click aquí