Una Corte como el pueblo merece

Una marcha el martes 1° por un cambio necesario

 

Es un lugar común en los foros políticos e institucionales la idea de que la justicia emana del pueblo. Esa muletilla crea, no obstante, una imagen estilizada del poder de los jueces sublimado en energía ascendente partiendo desde la ciudadanía como fuente única y legitimante. Vox Dei a la cual los magistrados deben agradecer su designación y ante la que deben rendir cuentas, y a la que deben honrar subordinando el ejercicio de su función prioritariamente a hacer efectiva la garantía de los derechos humanos. Aun despojada de todo idealismo —en el más crudo pragmatismo de la política—, esa idea no deja de materializarse en cierta medida; al menos esto ocurre en dos de los tres poderes del estado en los sistemas democráticos: claramente, en el Poder Ejecutivo y en el Congreso de la Nación, para cuya conformación el sufragio es un factor decisivo. Cabe preguntarse por qué aquella idea de la soberanía popular como fundamento de la justicia no puede trascender la dimensión de la utopía; por qué no se puede trasladar esa caracterización al Poder Judicial. Repienso y reformulo el interrogante: ¿es posible afirmar que los tribunales, de los cuales depende en última instancia el usufructo real y tangible de los derechos declarados en la Constitución y en las leyes, cumplen su función en nombre e interés del pueblo? ¿Gozan, los magistrados, de la legitimación social que es deseable en todos los órdenes del sistema democrático? ¿O, al contrario, las cortes —especialmente las de más alta jerarquía— representan un espacio cerrado e impenetrable a los principios, valores y requerimientos de la democracia?

 

 

La calidad del servicio de justicia

Más bien, el juicio popular parece imbuido de sensaciones negativas, de desconfianza hacia los jueces en general y hacia la Corte Suprema en especial; de hartazgo, indignación y reprobación; en síntesis, de injusticia. De esos sentimientos se nutre la convocatoria a la concentración del 1º de febrero frente al Palacio de Justicia. Los ciudadanos y ciudadanas en general —y especialmente los trabajadores y trabajadoras, los jubilados y jubiladas— se ven forzados a esperar lustros, o décadas si en el trámite interviene la Corte Suprema, el resultado final de procesos judiciales que la genialidad de Kafka no habría podido imaginar. Trámites en los que se decide la suerte nada menos que de la libertad ambulatoria de una persona o el cobro de una indemnización laboral o de un haber previsional. Créditos alimentarios a los que la interminable espera probablemente convierta en hereditarios. Es sabido que la justicia no es tal cuando llega tardíamente.

Otro capítulo del descontento colectivo con la administración judicial, que suma estupor a la indignación, se encuentra en la invasión de la privacidad a través de escuchas telefónicas y telegrabaciones clandestinas. La Corte Suprema creó en 2016 la Dirección de Asistencia Judicial en Delitos Complejos y Crimen Organizado con el declamado fin de asegurar que toda eventual intervención de una línea telefónica requiera de autorización judicial emitida en un proceso legal. Sin embargo, a partir de ese año hasta la finalización de los mandatos de Mauricio Macri en el gobierno de la Nación y de María Eugenia Vidal en el de la provincia de Buenos Aires, se produjo un verdadero festival de videos y audios originados en maridajes anómalos de jueces y servicios de inteligencia impulsados o coordinados desde la cumbre de la autoridad política nacional y provincial. Más vale tarde que nunca, esa podredumbre ha salido a la superficie y ha permitido conocer la urdimbre del poder ejercido en las sombras, donde no llega la luz de la Constitución ni de la ley. Así nos hemos enterado, entre otras abyecciones, de que un ministro de Trabajo de la Nación tenía una empleada sin registrar, cuyo justo reclamo pretendió aplacar mediante un conchabo en un sindicato intervenido a instancias de la propia cartera ministerial a su cargo. También hemos sabido, recientemente, que otro ministro de Trabajo de la misma época, en este caso de la provincia de Buenos Aires, concibió la idea de una “Gestapo” dedicada excluyentemente a prefabricar causas judiciales contra dirigentes sindicales con la participación estelar del Procurador General provincial. Tales revelaciones permiten conjeturar operaciones semejantes: ¿quién estaba detrás de las amenazas de muerte que recibieron familiares de Roberto Baradel por correos electrónicos enviados desde direcciones encriptadas? Las preguntas, inquietantes, surgen a borbotones.

 

 

El problema también es cuantitativo

Cinco es un número muy exiguo de miembros para un poder tan omnímodo e incontrolado como el que ostenta la Corte Suprema. Tanto poderío concentrado acarrea problemas de diversa índole; principalmente dos: la falta de transparencia en la gestión del más alto tribunal y el retraso de justicia que genera el hecho de que todos sus miembros se aboquen en conjunto al conocimiento de todos los casos en los que el propio tribunal decide discrecionalmente intervenir. La integración de nuestra Corte Suprema no sigue los buenos ejemplos que proporciona el mundo. Su par en los Estados Unidos, que ha sido tomada como referente por el Constituyente argentino, posee nueve miembros. En España, los máximos tribunales son dos: el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional. El primero se compone de 79 jueces, distribuidos en cinco salas a las que corresponden diferentes materias. El segundo, de 12 miembros designados por el Rey. De ellos, cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados; cuatro a propuesta del Senado; dos a propuesta del Gobierno; y dos a propuesta del Consejo General del Poder Judicial (órgano con funciones semejantes a las del Consejo argentino de la Magistratura). La Corte Constitucional de Italia está integrada por 15 jueces. El nivel judicial superior de la República Francesa también se divide en dos: una Corte de Casación —compuesta por tres cámaras con competencia en asuntos civiles, una dedicada a los de carácter social, otra a los comerciales y otra a los criminales— y un tribunal superior dedicado exclusivamente al orden administrativo denominado Consejo de Estado. La mayor cantidad de integrantes es importante también en cuanto permite un funcionamiento más dinámico a través de la distribución de la tarea en salas especializadas. De los ejemplos que proporciona Sudamérica, destaco el de la Corte Suprema de Justicia de Perú, por su desempeño trascendente en la garantía a los derechos laborales durante la década de 1990 —signada por la impronta del Consenso de Washington bajo el lema de la flexibilización laboral—. También se divide en salas por materias específicas y cuenta con 20 miembros titulares y otros tantos suplentes. De manera análoga, la Corte Suprema de Chile cuenta con 21 miembros que se distribuyen en cuatro salas y la presidencia del cuerpo colegiado. La Suprema Corte del Uruguay tiene un escaso número de miembros –cinco, al igual que la corte argentina– pero compensa esa concentración con la limitación de la permanencia en sus cargos a un máximo de diez años. En nuestro país, pese a la limitación fijada por la Constitución en la edad de 75 años, en la práctica, los ministros de la Corte gozan de inamovilidad vitalicia. (Basta recordar los casos de Fayt y Highton como ejemplo de ello.)

La potestad que otorga la Constitución para declarar la inconstitucionalidad de una ley implica, en los hechos, que los jueces se sitúen por encima de las leyes. De ahí la necesidad de exigir a la administración judicial, y especialmente al máximo tribunal, una mayor legitimidad, mayor transparencia y la instauración de un verdadero sistema de control. Está claro que el pueblo argentino no ejerce ninguna especie de soberanía sobre la Corte Suprema y que nuestros más altos magistrados no aprobarían un test de ADN democrático. ¿La situación es irremediable y no queda más que resignarse? La concentración del 1F ante la casa matriz de la administración judicial es un primer paso en la dirección del cambio necesario.

 

 

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