La reciente publicación de la Estrategia de Seguridad Nacional (ESN 2025) por parte de la administración de Donald J. Trump ha operado como un acicate en el campo de las Relaciones Internacionales. El documento no representa un mero update burocrático, sino que anuncia una reestructuración profunda que procura el alejamiento definitivo de los compromisos globales que sustentaban el orden internacional basado en reglas, un sistema que —según la ESN 2025— había minado el carácter de la nación estadounidense. Estructurada en torno al principio rector America First, la estrategia rechaza la carga de Washington como garante del orden mundial —un objetivo que califica de “indeseable e imposible”— para focalizarse en la seguridad y prosperidad internas.
Sin embargo, esta “jubilación del gendarme global” debe ser interpretada con precisión: no se trata de un regreso al aislacionismo decimonónico, sino de un repliegue estratégico de poder hacia el continente americano. Tras décadas de dispendiosa sobreextensión imperial —según la clásica caracterización de Paul M. Kennedy— en teatros lejanos como Medio Oriente y Asia Central, que drenaron la legitimidad y la cohesión interna de la potencia, Washington ha comenzado a reconocer los límites estructurales de sostener una presencia global de esa magnitud. Ante un escenario marcado por la rivalidad sistémica con la República Popular China, los Estados Unidos optan por un repliegue que busca asegurar su entorno inmediato. El Hemisferio Occidental reaparece, de este modo, como la “retaguardia segura” del poder estadounidense, un espacio cuya estabilidad es indispensable para sostener la proyección hacia otros escenarios de disputa.
El “corolario Trump” a la Doctrina Monroe busca afianzar en las Américas una preeminencia sin desafiantes estratégicos, asegurando que el continente permanezca libre de incursiones extranjeras hostiles o de la propiedad de activos clave por parte de competidores, principalmente China. En este marco, América del Sur perdería su condición de periferia supuestamente olvidada —según el cliché de los “cultores de la irrelevancia”— para convertirse en un baluarte defensivo de una potencia que decide “apretar las clavijas” en su reserva estratégica inmediata.
Pedagogía de la impotencia
Durante años, se ha consolidado en ciertos círculos académicos y mediáticos de la región una premisa tan extendida como perniciosa: la supuesta irrelevancia estructural de América del Sur. Analistas y expertos, en algunos casos financiados por actores corporativos con intereses materiales concretos, procuran persuadir a la opinión pública de que la región se encuentra en una casi irremediable trayectoria declinante, debido a su pérdida de volumen demográfico, comercial y estratégico. Este tipo de postura, que en ocasiones reduce la importancia regional a una “relevancia como problema” —vinculada principalmente a flujos migratorios o al crimen organizado—, ignora deliberadamente las dinámicas de poder subterráneo y el valor estratégico de los activos que posee Sudamérica.
Es preciso identificar esta narrativa como lo que verdaderamente es: una herramienta clave de dominación. Convencer al actor periférico de su propia impotencia e insignificancia es el primer paso para asegurar su dominación. Este discurso funcional facilita la aceptación de las “migajas” que Washington arroja, convirtiendo a gobiernos periféricos en peones dóciles de un esquema de poder jerárquico.
La realidad, empero, desmiente esta ficción. Ninguna región irrelevante —como precisa Atilio Borón— podría haber sido objeto de la primera doctrina de política exterior en la historia de los Estados Unidos (la Doctrina Monroe de 1823), ni pionera en contar con un tratado de asistencia recíproca (el TIAR de 1947), adelantándose incluso a la creación de la OTAN (1949). La atención precoz y persistente de Washington hacia el sur no es fruto de la caridad, sino del reconocimiento de que América Latina es, para sus intereses, la región más importante del planeta por su valor estratégico y su dotación de recursos.
Escudé y el realismo de los Estados débiles
Para abordar la problemática de este artículo resulta indispensable revisitar la obra de Carlos Escudé y su teoría del “realismo de los Estados débiles”. Es común que los defensores del alineamiento automático con Washington apelen a Escudé como un “escudo” [1] para justificar las denominadas “relaciones carnales”, desvirtuando así un pensamiento analíticamente sofisticado como el del académico argentino fallecido en 2021. En la década de 1990, Escudé respaldaba el plegamiento argentino a los Estados Unidos basándose en la premisa de la irrelevancia estratégica que el autor consideraba válida para ese contexto de unipolaridad global, derivado de la imprevista implosión de la Unión Soviética.
Según su visión, un Estado periférico era relevante positivamente solo si tenía algo vital que ofrecer (por ejemplo, recursos naturales) o si poseía una ubicación geográfica estratégicamente significativa. La Argentina, afirmaba Escudé en 1995, no caía en ninguna de esas categorías: su economía tendía a ser competitiva con la estadounidense y estaba “en el fin del mundo”. Sin embargo, el realismo de Escudé no era un dogma de fe, sino una teoría utilitarista donde la autonomía se medía en términos de los costos relativos de ejercer la libertad de acción.
Escudé distinguía entre la “inversión de autonomía”, que apunta a alimentar el bienestar material del país, y el “consumo de autonomía”, que se inclina a la demostración exhibicionista de independencia sin beneficios tangibles. Bajo esta lógica, el alineamiento no constituía un fin en sí mismo, sino el producto de una cuidadosa ponderación de costos, beneficios y riesgos.
Es fundamental destacar que el propio Escudé advirtió años después que el mundo había cambiado. En 2011 señaló que el irresistible ascenso de Beijing representaba la mejor oportunidad para la Argentina desde su organización nacional. Para Escudé, el mundo ya no era unipolar como el de la década de 1990; y un realismo bien entendido exigía aprovechar la complementariedad con la nueva potencia ascendente, alejándose de cualquier esquema compatible con lo que hemos denominado “occidentalización dogmática”.

La mutación de los pilares de la relevancia estratégica
La radiografía que Escudé trazó hace tres décadas ha quedado obsoleta. La situación actual del extremo sur de América Latina es antitética a la descripción de los años ‘90. Los pilares que sostenían la tesis de la irrelevancia (discutibles 30 años atrás, pero insostenibles en la actualidad) se han derrumbado ante la evidencia empírica de un mundo marcado por una bipolaridad incipiente entre Washington y Beijing. A saber:
1) Recursos estratégicos: si en los ‘90 se argumentaba la carencia de recursos vitales para la potencia dominante, hoy los rivales sistémicos se disputan el “Triángulo del Litio” (Argentina, Chile y Bolivia), donde se concentra más del 80% de las reservas conocidas de un mineral indispensable para la transición tecnológica y energética. A esto se suma el yacimiento de Vaca Muerta, que posiciona a la Argentina como el segundo reservorio mundial de gas no convencional y el cuarto de petróleo.
2) Ubicación geográfica y logística: la importancia estratégica del estrecho de Magallanes, el canal de Beagle y el turbulento Mar de Hoces se ha potenciado, no solo como vía navegable bioceánica ante las limitaciones del canal de Panamá, sino como un punto de acceso privilegiado a la Antártida.
3) Proyección antártica: el Sector Antártico Argentino y el Atlántico Sur han dejado de ser espacios remotos para convertirse en el epicentro de una puja por recursos ictícolas, mineros y de biodiversidad, vigilados de cerca por la presencia militar británica en Malvinas, que funciona como base logística para el control de estos espacios.
Bajo estas condiciones, el plegamiento ciego que despliega el gobierno de Javier Gerardo Milei —con una política exterior conducida por un funcionario sin ninguna preparación para el cargo como Pablo Quirno [2]— es no solo inconducente, sino peligroso. Mientras la ESN 2025 de Trump busca expulsar a las empresas chinas que construyen infraestructura en el hemisferio, un realismo periférico bien entendido aconsejaría estudiar los méritos de cada vínculo basándose en el bienestar ciudadano y no en prejuicios ideológicos.
El realismo frente al dogma
Existe una distancia abismal entre el realismo periférico de Escudé y la actual política de “occidentalización dogmática” del gobierno argentino. Mientras Escudé proponía una política exterior de carácter utilitarista orientada al desarrollo económico local, la estrategia vigente padece de una sobrecarga ideológica que antepone el dogma al interés nacional. La gestión actual parece no haber advertido que el mundo ha cambiado desde el Consenso de Washington: hoy no se habita una unipolaridad estratégica, sino una bipolaridad incipiente entre Washington y Beijing, donde los Estados Unidos aún predominan en el plano militar pero la estructura económica global refleja el traspaso de poder, riqueza e influencia hacia el eje liderado por China.
Escudé creía que un Estado periférico debía abstenerse de políticas exteriores idealistas pero costosas y de confrontaciones improductivas. Por el contrario, la política actual se caracteriza por gestos de subordinación que superan incluso lo exigido por Washington. El anuncio de una base naval conjunta (es decir, con asistentes militares argentinos) en Ushuaia ante la entonces jefa del Comando Sur, la generala Laura Richardson, es un ejemplo extremo: se erosiona la soberanía nacional en una zona vital sin obtener beneficios tangibles a cambio. Es, en la lógica de Escudé, una demostración exhibicionista que ignora que los Estados Unidos son un aliado incondicional de Gran Bretaña desde el punto de vista estratégico, operacional y logístico, que en las últimas décadas ha delegado en gran medida en Londres la gestión crucial del Atlántico Sur.
En paralelo, calificar al gobierno chino de “régimen asesino” o “maligno” representaría, desde la óptica de Escudé, una imprudencia que ignora la complementariedad económica básica con la gran potencia asiática. El realismo —como prescribía Morgenthau apoyado en las premisas de Maquiavelo— exige prudencia, entendida como el sopesar de las consecuencias de las acciones políticas. Por el contrario, el espíritu de cruzada actual es, por definición, un comportamiento dogmático y antirrealista.
La periferia estructural en un orden bipolar en formación
Un error común de los analistas ensimismados con la irrelevancia es confundir la prioridad coyuntural con la relevancia estructural. Si bien en ciertos periodos los documentos estratégicos de Washington pueden priorizar otros teatros, esto no diluye la importancia de su periferia inmediata. La historia demuestra que los grandes poderes son extremadamente sensibles a sus entornos geográficos. Lo que Europa del Este representó históricamente para Rusia y la Unión Soviética, América Latina lo es para los Estados Unidos: su hinterland, su perímetro de seguridad militar y su reserva estratégica de recursos naturales.
La ESN 2025 de Trump confirma este supuesto. El actor imperial, ante el desgaste generado por décadas de intervenciones externas y sobreextensión de recursos, se repliega sobre su “retaguardia segura” para desplazar la influencia de Beijing. La región no es en absoluto irrelevante, sino que es el espacio geopolítico esencial cuya estabilidad resulta indispensable para que los Estados Unidos puedan sostener la competencia en este nuevo escenario de bipolaridad incipiente. La aparente irrelevancia constituye, en realidad, parte del relato que el centro —con el inestimable aporte de analistas políticos internacionales— impone a su periferia para garantizar el flujo ininterrumpido de bienes comunes sin tener que negociar por ellos.
Frente a las visiones que pretenden reducir el área a un escenario de inestabilidad crónica, los datos estructurales subrayan la centralidad de América del Sur. La región concentra el 25% del agua dulce del planeta y el 21% de los bosques naturales. Además, América Latina se ha consolidado como la segunda región con mayor dotación de hidrocarburos después de Medio Oriente. Estos datos no son curiosidades estadísticas; son los fundamentos de la importancia estratégica que atrae tanto la inversión china como el músculo militar estadounidense.
La protección de estos activos estratégicamente vitales —cuencas hídricas, áreas de producción minera y biodiversidad— es una tarea irrenunciable que exige una capacidad de defensa autónoma. Esta realidad contradice directamente la idea de que América del Sur es un área alejada de los conflictos. En efecto, la presencia de una potencia extrarregional —delegada por Washington— en el Atlántico Sur con capacidades nucleares convierte a la zona en una de las más vigiladas de la periferia global. Sostener la irrelevancia mientras se crea el Comando de las Américas (Americom), absorbiendo las funciones del Comando Norte (Northcom) y del Comando Sur (Southcom), y eliminando lo que quedaba de la frontera entre defensa nacional y seguridad regional en América Latina, constituye una contradicción flagrante.
Resulta imperativo cuestionar aquellas posturas que insisten en que América del Sur ha perdido posiciones en todos los indicadores y que su única salvación es la resignación ante la irrelevancia. Estas aproximaciones suelen apoyarse en diversas métricas —de población o volumen comercial— para justificar que la región, a través de la historia y con la salvedad de momentos excepcionales como el actual, está “fuera del radar internacional”. Sin embargo, este enfoque —que procura con esta suerte de “reduccionismo contable” invisibilizar su funcionalidad al centro del poder mundial— ignora la trascendencia estratégica de los recursos que la región detenta. Algo que, por supuesto, no ignoran los comandantes del Comando Sur cuando, de manera mucho menos alambicada que los analistas internacionales, rinden cuentas ante el Comité de Servicios Armados del Congreso de los Estados Unidos.
El riesgo de aceptar la narrativa de la irrelevancia es que conduce directamente a lo que hemos denominado “desnacionalización estratégica”. Si los actores regionales no se perciben como relevantes, renuncian a la posibilidad de coordinar políticas que protejan sus recursos, facilitando diversas formas de dominación jerárquica entre centro y periferia. La fragmentación actual de los mecanismos de integración regional, así como la parálisis de los espacios de defensa suramericanos, solo sirve para fortalecer este proceso de aquiescencia a Washington, que solo unos pocos y lúcidos dirigentes de América Latina —como Lula y Claudia Sheinbaum— resisten con agudeza estratégica.

La autonomía en un mundo en disputa
En el nuevo orden mundial “no hegemónico” que se está gestando, signado —como sostienen Monica Hirst et al— por la competencia, en un marco de bipolaridad incipiente, “entre un Norte 1 (Estados Unidos) y un Norte 2 (China)”, el alineamiento dogmático es el peor de los negocios. La ESN 2025 de Trump perfila un escenario donde Washington procura extender la informalidad imperial, pretendiendo que las diversas periferias que lo componen se sometan a sus designios.
Frente a esta avanzada, América del Sur debe reafirmar su carácter de “Zona de Paz” y su derecho a una inserción internacional diversificada. La relevancia regional es un hecho estructural derivado de la geografía y las riquezas de la región, no una concesión que Washington otorga o quita según el humor plasmado en sus documentos estratégicos.
Aceptar resignadamente ser ubicados —y alineados— en el marco de una pugna no generada por la región es un error estratégico mayúsculo. Urge, en consecuencia, el desafío de rechazar la pedagogía de la impotencia con la que los “cultores de la irrelevancia” buscan persuadir a los pueblos sudamericanos de que poco y nada valen.
Solo a través de la conciencia de la importancia estratégica regional se podrá construir una política que permita defender los recursos y el futuro común. En un siglo XXI demandante de energía, minerales y agua, América del Sur no es el fin del mundo, sino uno de sus centros de gravedad más críticos. Subestimar este valor es el primer paso hacia la entrega. Reconocerlo es el inicio de una política autonómica tendiente a mejorar los márgenes de soberanía efectiva.

* Luciano Anzelini es doctor en Ciencias Sociales (UBA) y profesor de Relaciones Internacionales (UBA-UNSAM-UNQ-UTDT).
[1] Según relata Héctor Pavón: “Siempre se dijo que Escudé había creado la expresión ‘relaciones carnales’ para definir el tipo de vínculo que la Argentina debía tener con Estados Unidos en los años ‘90. En 2010 lo entrevisté y le pregunté específicamente por el origen de esa expresión y me dijo lo siguiente: ‘Di Tella era un gran bromista. (…) En un momento de debilidad moral Di Tella me responsabilizó a mí, y en un momento de grandeza moral dijo: ‘Me escudé en Escudé’”.
[2] Resulta sorprendente que la máxima autoridad del Palacio San Martín sea un funcionario que previamente se burló del reclamo argentino de soberanía por las islas Malvinas, Georgias del Sur, Sándwich del Sur y espacios marítimos correspondientes. Aquí se pueden consultar los tuits, por si el lector considera inverosímil la afirmación.
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