Estadista

Quien abre puertas y traza caminos… que dan ganas de caminar

 

En el mundo antiguo, que era imaginado como algo manejado por los dioses, era esencial saber del modo más preciso posible qué querían o qué aborrecían para obrar en consecuencia. ¿Quiere la divinidad que vayamos a la guerra, o no? Saber que sí lo quería era la garantía del triunfo militar y saber que no lo quería, y por lo tanto no afrontarla, era el modo seguro de evitar una derrota.

Para eso, toda corte tenía una serie de personas expertas a las que consultar, las que mirando las entrañas de los animales, las nubes o el vuelo de los pájaros, la disposición de amuletos o demás “suertes”, podían comunicar a los reyes cuál era la voluntad de Dios o de los dioses. Y esto no solamente importaba ante hechos militares, sino también alianzas, cosechas, o políticas en general.

Un problema radicaba en el politeísmo. Sea la posibilidad de que los dioses de los enemigos fueran (ocasionalmente) más fuertes que los nuestros, con lo que la voluntad de la divinidad no era suficiente y la derrota segura, como las “internas” dentro del mismo conjunto de divinidades propias. Podía ocurrir que la consulta y ofrendas (= regalos, = sobornos) a las divinidades, en aras a garantizar la efectividad de la campaña, fueran realizadas a dios/a/es/as equivocado/a/os/as y entonces, que otro/a/s dios/a/es/as celoso/a/os/as boicoteara/n nuestros proyectos. En este sentido, el monoteísmo resultaba más fácil. Si fuimos derrotados es simplemente porque no era voluntad de “dios” que fuéramos a la guerra, o que “dios” veía oportuno “castigarnos” por algo. Pero, por encima de todo, conocer la voluntad de la divinidad, de “dios” era el paso fundamental. Claro que el tema se solucionaba –como es el caso del Imperio romano – cuando la divinidad y Roma se identifican, en cuyo caso no hay posibilidad de confusiones.

Ahora bien, el sentido de esto era –como es evidente– tratar de conocer, de predecir de alguna manera lo que ocurriría en el porvenir y la conveniencia o no de enfrentar la futura situación política, militar y comercial. Pero, ¿qué ocurre cuando –como sucede hoy– ya no creemos que la divinidad se entromete en campañas militares, en políticas, en estrategias? Tratar de vislumbrar con la mayor exactitud posible lo que ocurriría si… o lo que no ocurriría si no… (del mismo modo que si la divinidad decidiera los acontecimientos) es fundamental para un futuro próspero, para evitar calamidades, o preverlas, afrontarlas y dar respuesta a ellas. Para evitar malos entendidos, aclaro, quienes creemos en Dios sí creemos que hay cosas que son o no coherentes con lo que Dios quiere, pero eso no implica que Dios “actúe” en estos acontecimientos (nadie sensato diría hoy que una guerra se perdió o que una pandemia se desató por la “cólera” de Dios). Y dejo de lado a quienes, todavía hoy, consultan a augures, brujos/as o adivinos/as para centrarme en aquellos o aquellas que tienen la capacidad de ver los movimientos y oleadas de la historia y, por eso, pueden vislumbrar hacia dónde se dirigen los acontecimientos, y – por lo tanto – la conveniencia o no de dar determinados pasos. A esos se los suele llamar “estadistas”.

Es verdad que, en nuestro presente (cosa bastante opuesta a otros tiempos, en los que se veía una cierta proliferación de tales, como Charles De Gaulle, Winston Churchill, Nikita Kruschev, Mao Tse Tung, Fidel Castro, Franklin D. Roosevelt, Juan Domingo Perón, Juan XXIII, etc.), la ausencia de estadistas es bastante elocuente (basta con mirar las conducciones de tantos países). A causa de ello, se hace provecho de una prensa aliada que presenta como erradas las políticas, aun acertadas, de los adversarios, o que aplaude nuestros errores. A modo de ejemplo, podemos mencionar el “escándalo” de los muertos en Once en un accidente ferroviario –que luego se comprobó que no ocurrió como se afirmó– o la manipulación del hundimiento del  submarino ARA San Juan. En ambos casos, un mismo sector hace uso de las ventajas de una prensa aliada y de un Poder Judicial acorde. Así, no hacen falta estadistas (lejos están muchos de estos de semejante “honor”), sino que basta con publicistas.

Pero los o las estadistas son quienes –nunca exentos de errores, por cierto, o de creer que el mundo avanza en una dirección que finalmente no se concreta– pueden pensar un país, una región, políticas, economías… A esos y esas estadistas vale la pena escucharlos/as, pensar sus palabras, mirar sus gestos, leer con ellos/as la historia pasada y analizar el presente para vislumbrar el futuro. Con ellos/as podemos entender el sentido acertado o no de determinados pasos, de determinadas políticas, de ciertos personajes… Claro que cuando algunos o algunas otros/as actúan o se ven como si fueran estadistas, y abismalmente están lejos de serlo, no hacen sino exponer públicamente su mediocridad, por más Presidentes de un país que sean. Y aún pretendan volver a serlo. Hay discursos que no hacen sino repetir una y mil veces lo que todos vemos y frente a lo que nada se hace para modificarlo y hay discursos que marcan rumbos, refuerzan esperanzas y alientan caminos y caminantes. Y, por eso, hay voces que algunos desean que sean silenciadas, mientras otras son sólo el eco de clarines, que pueden sonar estridentes a la voz de su gran jefe, pero que están en las antípodas de lo que Dios quiere y de lo que hace feliz a un pueblo. Escuchar a una estadista cuando habla suele abrir puertas y trazar caminos… que dan ganas de caminar.

 

 

 

 

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