Atreverse

Un Ingreso Universal Ciudadano para ponerle piso a la crisis

 

Cuando empecé a estudiar Derecho, un profesor del que no recuerdo el nombre pero que seguramente ya no se encuentra entre nosotros brindó lo que en ese tiempo se llamaban “clases magistrales”. Nos reuníamos amontonados en el aula magna de la Facultad de Derecho de la UBA y escuchábamos al disertante. Luego teníamos que hacer algún trabajo sobre ello. Han pasado muchísimos años de aquella charla, pero cada tanto da vueltas por mi memoria. Mi anónimo profesor habló, aquel día, sobre qué era el derecho teniendo en cuenta que todos los que estábamos presentes éramos alumnos recién ingresados. Ese día, sin saberlo, me dio una de las más grandes lecciones de las que tanto gocé como alumno y practiqué como profesional: nos explicó la diferencia entre el derecho latino y el derecho sajón. Dijo que el derecho latino siempre necesita un antecedente que le dé la razón en su reclamo de justicia, y si esos antecedentes son abundantes nos podría asegurar un resultado positivo del pleito. Mientras que en el derecho sajón, el abogado tiene que elaborar, desde su propio saber y entender, por qué su defendido/a tiene la razón.

Esta lección, cada vez que tengo que argumentar, me ha acompañado toda mi vida profesional y he vivido con la contradicción de pensar en la necesidad de argumentar hasta el menor detalle, pero también de agregar jurisprudencia y doctrina para no aparecer como un subversivo del derecho y con ello perjudicar a mi cliente. Esta costumbre de llenar de doctrina y jurisprudencia hace que para el hombre y la mujer del común la mayoría de los fallos, o las defensas o los agravios, sean ilegibles.

Muchas veces he pensado qué pasaría si de golpe nos quedáramos sin ningún antecedente, sea porque corresponde defender algo que nunca antes había ocurrido, o porque corresponde reclamar por algún hecho que aún no ha sido tipificado, ni nadie hizo doctrina. En ese caso, sin jurisprudencia ni doctrina alguna que abriera alguna ventana, moriríamos en el intento. ¿En qué fundaría un juez su kilométrica y aburrida sentencia? Tendría que asumir el verdadero rol del juez, hacer justicia.

Creo que esta costumbre de necesitar ejemplos o antecedentes de cómo se resolvieron los temas se relaciona con que los latinos siempre hemos dependido de una metrópoli. El Imperio Romano dictaba el derecho para todo lo que en ese entonces era el mundo civilizado, por ende para incluirte en la categoría de civilizado era necesario ejercer el derecho romano. Cuando cayó Roma y se descubrió América, el derecho aplicable en estás tierras fue lo que se llamo el derecho de Indias; pero cuando nos independizamos de España el mundo se nos vino abajo, desapareció la brújula y no se encontraban apoyos jurídicos donde fundarse. Pero el Código de Napoleón vino en nuestra defensa, y victorioso se paseó por estas tierras dándonos el orden liberal que imperaba en Europa. Finalmente tuvo lugar la etapa de la organización nacional, con Alberdi a la cabeza, imponiéndose una Constitución Nacional a imagen y semejanza de los Estados Unidos de Norteamérica. Toda esta extensa explicación tiene que ver con que nuestro derecho siempre miró a otros para fundarse. Nunca tuvimos, ni tenemos, un derecho autóctono ni mucho menos progresista, ya que el deber ser argentino siempre fue observado con los ojos de alguna metrópoli. Así es que tenemos una Justicia conservadora y retrógrada, que muy difícilmente podamos cambiar, donde ser pobre o sexualmente distinto es delito, ser étnicamente distinto merece un escarmiento, pero donde si un industrial poderoso se roba los impuestos está haciendo un negocio y si un pobre arrebata un celular para poder comer, merece estar preso y apiñado en una comisaría.

 

 

Mosaico romano del siglo III.

 

 

Esto que pasó con nuestro derecho se trasladó a toda nuestra cultura. Está tan arraigado entre nosotros, que aún el más progresista, cuanto quiere fundar lo acertado de su razonamiento, busca un pensador de la vieja Europa —y si encuentra algún norteamericano, mejor— que con sus dichos revista de veracidad su planteo. De esta manera muchos pensadores progresistas son más leídos en nuestro país que en sus propios países de origen. Si aquel que lo dice pasó por Pittsburgh o por Harvard, eso que dijo se transforma en irrefutable por más tonto e irrelevante que sea. En la Argentina tenemos a Noam Chomsky como un todoterreno, nos sirve para escribir, hacer videos, es el complemento ideal de todo aquel que se sienta progresista. Ahora, por la ola feminista leemos a Nancy Frazer, que cumple todos los requisitos: es norteamericana, intelectual, feminista y habla de neoliberalismo progresista y hasta de socialismo en Estados Unidos, pronto será un mantra entre nosotros. Podría seguir llenando estas páginas de ejemplos similares.

No es mi intención desmerecer el aporte que han hecho a la cultura mundial los grandes intelectuales, los he leído con regocijo. Pero sobre lo que intento llamar la atención es sobre nuestro colectivo complejo de inferioridad cultural, vinculado a que si no lo dicen ellos no vale. Ese complejo de inferioridad cultural representa una de las causas fundamentales de las numerosas crisis que hemos padecido, ya que nos han hecho aceptar sin cuestionamiento lo que nos indican los organismos internacionales, aún a riesgo de que la recomendación atente contra el sentido común y el instinto, lo que dicen se acata sin chistar. Ni hablar del nuevo juguete gringo de dominación, las fake news, que han invadido Latinoamérica estos últimos años. Juegan con nosotros porque dejamos que jueguen.

Nuestro país tiene infinidad de ejemplos que deberían llenarnos de orgullo y, lejos de ello, los menospreciamos sin piedad. San Martín, Belgrano, Yrigoyen, Perón, Alfonsín, Néstor y Cristina Kirchner son el ejemplo más vivo de que se puede dar pelea a la dominación cultural, de que se puede ir contra la marea, y si las actitudes y decisiones trasuntan coherencia y convicción se pueden lograr resultados extraordinarios.

Hoy asistimos a una pandemia que asuela al mundo. Los países que nos sostenían culturalmente, producto de su propia soberbia, se debaten en situaciones dramáticas. Esas cosas les pasaban a los países periféricos, ¿cómo les va a pasar a ellos? Ellos están en otro plano muy superior, pero la realidad es brutal. El virus chino, como despectivamente llamó Trump al coronavirus convencido de que ellos son inmunes a esas cosas, les está dando un cachetazo letal. Por el contrario, nuestro país aplicó la “receta Alberto”, que no es otra cosa que hacer lo que recomienda la ciencia y no las finanzas. Rompió el libreto, se atrevió a lo que nadie imaginaba y una vez más el resultado es asombroso. Descoloca a los banqueros, a los empresarios y a los organismos internacionales, a todos. Con humildad y con un lenguaje sencillo, rompió todas las reglas que los sectores de poder económico imaginaban que haría. Por ello, mientras en nuestro país los contagios rondan los cien casos por día, los de los países centrales se cuentan de a miles. Quizás el ejemplo más patético lo represente Gran Bretaña, con Boris Johnson como Primer Ministro, quien luego de minimizar los efectos de la pandemia se encuentra internado en terapia intensiva por aquello que relativizó. Ni hablar de Brasil, Chile y Ecuador, atados a la receta neoliberal, haciendo padecer a sus pueblos una calamidad humanitaria.

La intención de esta nota no es vanagloriarnos de que tenemos menos muertos que otros, porque aunque sean pocos, son hermanos muertos y generan tristeza y dolor. Pero sí es útil para sacar experiencia y hacer aquello que es razonable para nuestra sociedad y no lo que otros creen que es razonable que hagamos.

La crisis ha obligado al gobierno a tomar medidas de contención social extraordinarias: apoyo a las Jubilaciones y Pensiones, a las Pensiones No Contributivas, a las AUH y ahora al Ingreso Familiar de Emergencia (IFE). Un enorme y encomiable esfuerzo fiscal y político. Como consecuencia de ello, la inmensa mayoría de los que tienen escasos o nulos recursos económicos ahora recibirán un apoyo del Estado. Es algo así como si se hubiera decretado un ingreso universal ciudadano de hecho, donde nadie gana menos de $ 10.000. Me parece que es un hecho inédito y extraordinario, pero en el apuro y en la ansiedad siempre se pierde de vista la necesidad de optimizar los recursos y trabajar incansablemente por llegar a todos.

Por ejemplo, una persona que cobra una AUH, este mes va a percibir el 80% de la prestación que es de $3.103, es decir se llevará de bolsillo $2.482 y le quedará para fin de año un crédito a cobrar del 20%, es decir $620, todo ello por cada hijo; además de ello percibirá el IFE $10.000 y también dispondrá de la tarjeta alimentaria. Es decir que tendrá una mejora importante respecto de lo que cobraba a fin del 2019.

Según datos de ANSES de octubre de 2019, estaban en condiciones de percibir Asignaciones Familiares o AUH 13 millones de niños y adolescentes, pero conforme el cuadro adjunto, también elaborado por ANSES, se encontraban alcanzados por algún beneficio o cobertura 11.420.000 personas, por lo que quedan más de 1,5 millones que no reciben nada y no están identificados.

Esta situación no ha cambiado sustancialmente y aclaro que esto no es una crítica a la actual gestión, porque en la emergencia, ¿qué otra cosa podrían haber hecho? Es un simple dato de la realidad.

 

 

 

 

Lo que intento rescatar es que mientras un hijo que se debita de ganancias representa para el Estado una pérdida de ingresos de $8.813, en la otra punta del sistema hay más de un millón de chicos que no perciben absolutamente nada, ni tampoco sabemos quienes son, y esto me parece muy injusto.

La única forma de romper con esas injusticias es con una única prestación mínima, sistematizando todo el sistema de seguridad social alrededor de esa prestación, con la excepción del sistema previsional y las asignaciones familiares. Eso se logra a través de lo que yo llamo Ingreso Universal Ciudadano. Seguramente, sistematizando todos los recursos y los beneficios la prestación inicial será baja, pero será uniforme y marcará un camino al que paulatinamente se le puedan ir inyectando recursos hasta lograr una prestación digna.

Creo que a pesar de que muchos puedan creer que hay que recuperar la economía antes de encarar un plan de estas características, es técnica, ética y políticamente oportuno, justamente porque la emergencia permite lo que en los momentos de abundancia no se puede hacer. Es ahora donde hay que marcar el rumbo, porque de otra manera cuando pase la pandemia será como en la canción de Serrat:

Vuelve el pobre a su pobreza,

Vuelve el rico a su riqueza

Y el señor cura a sus misas.

Tengo la percepción de que estamos en condiciones de atrevernos, una vez más podemos encontrar una alternativa a la argentina. La realidad social y política, junto al liderazgo mostrado por el Presidente, nos permite avanzar en el gran camino de la justicia social y alcanzar el sueño de la verdadera liberación, la liberación de la necesidad. Solo falta atreverse.

 

 

 

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