BANG BANG, ESTÁS ELECTROCUTADO

El debate sobre las Taser y el riesgo de transformar pistolas en picanas

 

Sabemos que el periodismo televisivo tiene la capacidad de enloquecernos, de generalizar súbitamente eventos extraordinarios. Nos acostumbró a pensar los problemas desde la superficie de las cosas, perdiendo de vista que debajo de la línea de flote hay un montón de cosas que merecen ser rumiadas todavía. En el caso del policía Juan Pablo Roldán, los punitivistas de arriba y abajo encontraron una nueva excusa para volver a la carga con su agenda y de paso seguir avivando malentendidos sobre la base de la desinformación y manipulando el dolor de las víctimas.

En principio nos gustaría comenzar diciendo que las pistolas Taser no son armas no-letales sino menos-letales. No lo decimos nosotros sino la propia empresa que las fabrica y difunde. Esas armas son una herramienta que los grupos especiales de policías pueden usar en determinados eventos como, por ejemplo, en una toma de rehenes, o el personal de seguridad en aviones donde no se pueden disparar tiros. La pregunta es si las policías de proximidad o visibilidad, las que se dedican a hacer tareas de prevención, deberían empuñar estas armas. Un debate, dicho sea de paso, desproporcionado, puesto que estamos hablando de un stock de 100 pistolas para fuerzas policiales que superan la centena de miles de agentes.

Se ha dicho que los policías ya están armados con munición letal y que, en ese caso, es preferible que te disparen con un arma que despide corriente eléctrica antes que con un arma letal. Acá nos gustaría hacer otras apreciaciones. Primero que las policías de prevención usan las armas letales en muy pocas oportunidades. Hace rato que el gatillo fácil dejó de ser patrimonio de las policías. Lo cual no deja de ser un problema, porque estamos hablando de actores especialmente preparados para usar excepcionalmente la fuerza letal y no letal. Segundo, que desenfundar esas armas no sale gratis, es una cuestión que forma parte de las conversaciones cotidianas de los policías, porque ellos saben que matar a una persona les puede no sólo generar angustia sino incertidumbre. En efecto, saben que puede costarle la carrera, que tendrán que enfrentar un proceso judicial que por lo general se demora en el tiempo y, mientras tanto, pueden perder o ver reducido su salario con todos los problemas que ello implica.

Pero el problema no son las pistolas sino los policías que las empuñan o, mejor dicho, determinadas rutinas policiales que no se desandan de un día para el otro con protocolos y mejores entrenamientos. Más aún cuando no hay nadie que los controle, que haga un seguimiento del cumplimiento de los protocolos, y cuando el balance que se hace sobre ellos es inaccesible.

Estamos pensando en la brutalidad policial, en aquellas prácticas de hostigamiento que suelen ir acompañadas de “toques” o “correctivos” para imponer la autoridad. Esas pequeñas violencias pueden convertirse ahora en descargas eléctricas que pueden costarle la vida a sus destinatarios. La tentación de usar las Taser en situaciones de “resistencia a la autoridad” puede transformar a las pistolas en picanas y, peor aún —puesto que seguimos hablando de armas letales— en otra forma de ejercer el gatillo fácil. De allí que tengamos el derecho a manifestar nuestra desconfianza, porque la historia de las policías en Argentina está asociada también a estas violencias eléctricas. Se nos dice que los policías serán especialmente preparados y que las pistolas vienen con manuales de instrucción. Pero ya sabemos que los impactos de las capacitaciones suelen llegar con mucho delay, porque nos estamos midiendo con prácticas de largo aliento, que forman parte de los repertorios de actuación para relacionarse con determinados actores (los jóvenes, morochos y pobres). Hay que pensar a las Taser al lado de la historia que nos tocó pero también sin perder de vista la ausencia de un sistema de rendición de cuentas externo, del descontrol judicial, de las bravatas de algunos funcionarios que se dedican a mandar mensajes equivocados a policías invitándolos a creer que el gobierno puede ampararlos en el uso de la violencia.

La pregunta por las Taser, entonces, no es una pregunta abstracta, sino una cuestión que hay que responder sin perder de vista la historia. La cuestión debe abordarse leyendo un problema al lado de otros: no sólo de la historia de violencias que las policías aplican a determinados sectores sociales sino también la ausencia de controles, la falta de preparación y de entrenamientos continuos, la falta de acceso a la información sobre los sumarios internos, la falta de control judicial, la pirotecnia verbal de los funcionarios a cargo de estas agencias, en una palabra, al lado de la desconfianza policial.

Para que la respuesta sea otra debería comenzarse por recomponer la confianza, es decir, por el mejoramiento de la formación y la disposición de capacitaciones continuas, de mecanismos de control efectivos, y el acceso a la información sobre esos controles; que los funcionarios dejen de apelar a golpes bajos y trasmitan con seriedad la información, descolgándose de las tapas de los diarios. A lo mejor, además, si se hiciera una prueba piloto en un barrio en particular, monitoreada por funcionarios, organizaciones de derechos humanos y operadores judiciales, durante un período, se podría contar con un diagnóstico que nos permita construir cierta estructura de datos y presentar una mejor información para afrontar el debate público que esta cuestión merece; no sólo para evaluar su impacto real y despejar las fantasías que se montan alrededor de estas pistolas sino su utilidad concreta en materia de prevención.

Por supuesto, lo que estamos planteando es que la discusión debe darse con datos recabados por las oficinas gubernamentales: se debe proponer una política pública que construya datos. Los debates en abstracto sobre las Taser son gestos para la hinchada, local y visitante. En este sentido, el trabajo en tándem entre gobierno y academia, entre políticos y expertos pero también con militantes de las organizaciones de derechos humanos, es un paso fundamental para materializar las predicciones sobre el uso de determinada tecnología en el policiamiento callejero. Sin perder de vista que contamos con informes y trabajos de investigación en otras latitudes que pueden darnos pistas de cómo pensar un proyecto de aplicación y utilización de esta tecnología en un escenario controlado y manejable. Porque la discusión de la utilización de la Taser en grupos policiales especiales o por policías de proximidad debe diferenciarse. Debemos comprender que el debate esta puesto en relación al policiamiento urbano cotidiano.

El año pasado el jefe ejecutivo de Axon dijo: “Matar es un problema de tecnología y (…) la tecnología [puede] erradicarlo completamente”. Este decir se centra en una amplia literatura de investigación que sostiene que la tecnología por sí misma determina la forma de actuar de las personas. Entonces, siempre y cuanto conozcamos cómo funciona una tecnología (con el manual del usuario), podremos prever sus efectos. Este posicionamiento tiene muchas limitaciones. Pues como decíamos antes una dimensión fundamental en el uso de estas “armas paralizantes” es cómo esa tecnología se inserta en una plétora de prácticas aprendidas hace mucho tiempo por los agentes policiales. Lo que importa no es cómo funciona el arma sino cómo la Taser se incorpora como una nueva tecnología en una práctica policial cotidiana que incluye el hostigamiento como herramienta. Estamos hablando de la discreción policial. Nos estamos preguntando sobre cómo y por qué un policía toma determinada decisión en el momento de la interacción con la comunidad y descarta muchas otras. Sabemos que eso sucede en cuestión de microsegundos. Sabemos que allí interviene no sólo la tecnología disponible (y el conocimiento que se tenga de su uso) sino que también importan cuántas horas hace que el policía está de servicio, qué zona está patrullando, cuál es su estado de ánimo en ese momento, quién es el sujeto con el que interactúa (clase social, color de piel, ropa que viste), quién es el policía que está tomando la decisión (antigüedad, experiencia, clase social, conocimiento del barrio). Quizás no tengamos toda la investigación sobre estos puntos que pretendemos pero tenemos un corpus considerable de investigación social para revisar, utilizar y pensar políticas públicas que avancen en estos debates sin cantitos de hinchada.

Por todo esto el debate no puede darse en abstracto. Por eso necesitamos intervenciones políticas-académicas que construyan datos, estadísticas e informes. Quizás, como decíamos, un punto de partida podría ser montar y proponer un escenario pequeño, local, controlable de utilización de las Taser, y hacer un seguimiento oficial y no gubernamental de la experiencia en concreto. Utilizar la desconfianza para recomponer confianza y no simplemente para señalar la imposibilidad o el fuera de juego.

 

 

 

 

 

* Los autores son docentes e investigadores del Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales de la Universidad Nacional de Quilmes, y coautores de Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil.

* La ilustración fue realizada especialmente por el artista MILES.

 

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