EL MUNDO RIVERO

La música que escuché mientras escribía

 

Una persona muy querida me mandó la foto que abre esta página.  Pero aquí no puedo publicarla completa, porque el diseño exige un formato apaisado, de modo que la corté a la altura de las manos de esta madre con su hijo. Más abajo la repito completa, porque es importante verles también los pies. Esos pies son un recuerdo de adolescencia, como paso a explicarte.

Cuando murió mi madre, a los 93 años, escribí algunos recuerdos. Su especialidad culinaria eran las papas fritas quemadas de un lado y crudas del otro. Pero mientras queden testigos perdurará la memoria del arrollado de frutillas que preparaba cuando venía uno de los amigos más apreciados de la casa. Ese hombre con voz de terciopelo tenía manos, pies y cara tan grandes que no me extrañaba que los locutores de la radio lo llamaran El Mundo Rivero. Más curioso era que su mujer, la pelirroja Julieta, le dijera Leonel. Desde que lo oí entonar junto a la chimenea de la casa diseñada y construida por mi madre con un crédito del Banco Hipotecario a cincuenta años, quise ser cantor de tangos. Pero nunca conseguí que mamá tocara las partituras en el tono correspondiente a mi registro de los catorce años, de modo que nos divertíamos un rato persiguiendo graves y agudos hasta que cada uno volvía a su realidad. Ahora es tarde porque sería uno de esos viejos patéticos de Grandes Valores y porque ya no está ella para verme.

A veces se acompañaba él mismo en la guitarra, pero otras el que rasgaba las cuerdas era un sobrino suyo, cuyo nombre se me escapa. En esos casos, Leonel cantaba con los ojos cerrados, abría y cerraba sus manos enormes y arrastraba los pies hacia adentro y afuera sobre el piso, con una lógica tan misteriosa como la de Ray Charles, cuyos movimientos no siguen el ritmo de lo que está cantando y tocando al piano.

Sergio Ramírez me pidió autorización para reproducir esa nota en su página. Gabriel García Márquez nos había invitado a formar parte del Consejo Rector de la Fundación del Nuevo Periodismo y nos veíamos una vez por año, en el encuentro en el que se entregaba el premio de honor a la trayectoria, que ganaron, entre otros, los colegas argentinos Rogelio García Lupo y Hermenegildo Sábat, o, coloquialmente, Pajarito Menchi.  El escritor nicaragüense la publicó con una introducción suya en la que decía que si hubiera más gente como mi vieja, edmundo sería mejor.

Esta foto, que aquí podés ver completa, prueba que Rivero también tenía una mamá, a la que trataba con afecto. Las piernas del gigante, con las rodillas pegadas y los pies separados me devolvieron aquellas imágenes junto a la chimenea. Era el preferido de mi viejo, que escribió su biografía para una colección sobre ídolos populares, que editó él mismo, hastiado de tanta basura que se veía en los puestos de diarios y revistas de las estaciones del ferrocarril. La basura ganó por goleada.

 

¡Esos pies!

 

 

En la década de 1940, que fue la mejor tanto de Troilo como de Rivero, grabaron temas inolvidables. Sur, La Mariposa, La Viajera Perdida, Tu, El último organito son piezas únicas. Entre ellos aparece la Milonga Negra, que él mismo compuso y que hoy resulta intolerable, a pesar de su tono festivo. O por eso mismo.

 

 

 

 

 

En 1950, cuando quiso formar su propio conjunto, Troilo lo despidió con palabras de una ternura conmovedora.

 

 

 

 

 

También encontré un programa que grabó en la televisión pública hace ahora cuarenta años. Troilo había muerto siete años antes, y quien lo acompaña es el extraordinario bandoneonista Leopoldo Federico.

 

 

 

 

 

Su voz ya no era la misma, también a sus cuerdas vocales les pasaba lo mismo que a su cara y sus pies, pero conservaba la emoción que supo transmitirle a ese pibe que yo fui en un pueblo de la provincia de Buenos Aires y que hoy comparto con vos.

 

 

 

 

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