ELADIA LLEGA A LA CIUDAD

¡Hasta la Victrola siempre!

 

Ante el guardián

En el Puente Pueyrredón hay un viejo tanguero –carmelazo color Donald Trump, caspa en la solapa del saco, ojos verde Falcon, whisky en la mano. Hasta ese tanguero llega Eladia Blázquez y le ruega que le permita cruzar el puente. Él se lo niega. Sin embargo, el puente está abierto, como siempre, y el tanguero se hace a un lado. Eladia insiste, y él ríe y dice: “Si tanto te atrae la ciudad que se encuentra del otro lado del puente, intenta cruzarlo a pesar de mi prohibición”. Ella aprieta los dientes, emprende el viaje.

 

 

Horas más tarde

Caminó mucho, tanto que tiene hambre y sed, y aunque el puente kafkiano ya es pasado, sabe que en esa ciudad una nunca se puede descuidar, el tarascón puede venir de cualquier parte, incluso de una alcantarilla. Divisa un bar, los parroquianos la ven entrar, la olfatean como se olfatea a una amenaza, la interrogan. Eladia les cuenta que es artista, que interpreta fandangos –“Bien”, dicen los muchachos—, joropos –“¡Bien!”—, valses peruanos –“Muy bien—, y tangos… Se miran rápido entre ellos, hay un instante de silencio, largan la carcajada:

“¿Oyeron muchachos? La piba pretende imponer su ‘nueva canción porteña’ en la ciudad de los tarascones”, dice uno.

“Encima la va de cantautora”, dice otro.

“¿De tangos? –pregunta un tercero—. ¿Y eso dónde se vio? Menos mal que Carlitos espichó. ¿Te lo imaginás morfándose este cuentito?

“¡JAJAJA! Kerosene y fósforo en mano, se nos pianta otra vez pa’ Medellín” —retruca un cuarto, mientras se saca el resto de salamín que le quedó atrancado entre los postizos.

Eladia los oye en silencio, y en gesto desafiante escribe en una servilleta:

Aunque me den la espalda de cemento,

me miren transcurrir indiferente,

¡yo sufro mi ciudad!... y esta es mi gente,

y es lugar donde a morir me siento.

Como quien arroja un piedrazo a la cara del monstruo, les tira el trozo de poesía sobre la mesa y se va.

Camino a su casa comprende que escribir contra esos tipos es dar ventaja, o mejor dicho, darles dique. “¡Escribile a la ciudad!”, se repite. “¡Ganá en universalidad!”. Horas más tarde corrige los versos, se sienta al piano de hacer soñar, improvisa una melodía y canta:

Aunque me dé la espalda de cemento,

me mire transcurrir indiferente,

¡es esta mi ciudad!... esta es mi gente,

y es lugar donde a morir me siento.

 

 

 

Mi Ciudad y mi gente (1970)

 

 

 

Desde su atalaya porteña

Tocada por alguna maga blanca, Eladia puede ver toda la ciudad a un mismo tiempo: entre agitada y mesiánica compone a destajo, y todo lo hace bajo el influjo sonoro-visual de una Buenos Aires (de una Argentina) mufada por el onganiato. La porteñitud se le ofrece a cada instante: en el gesto de un tipo al que se le acaba de caer el diario a la zanja y larga una puteada olímpica; en esos dos garcas de saco y maletín que tratan de colocar un cheque falso en el alma de un obrero; en las imitadoras de la Legrand ciegas de toda ceguera; en la milicada monitoreando las plazas a la caza de lxs pibxs que están quemando una flor mientras escuchan Almendra. La tarde comienza a entoldarse, calle Corrientes enciende sus vicios de neón a cambio de un aguinaldo entero; pero Eladia es incansable, no se detiene, es una esponja, una médium inyectada de realismo porteño

 (…) Vamos en montón… ¡bien alienados!

todos mezclados, todos, ¡todos mezclados!

Sin rumbo, sin honor, sin jerarquías,

como en la guía… ¡como en la guía!

Linda miscelánea de colores,

trastrocamiento de los valores

porque en la confusión y en el tumulto

no es el noble ni es el culto, el mejor parao. 

(…) ¡Como somos!...

sensibleros, bonachones,

compradores de buzones por creer en el amor.

¡Como somos!...

con tendencia al melodrama

y a enredarnos en la trama, por vivir en la ficción.

¡Tal como somos!

como un niño acobardado con el andador gastado

por temor a echarse a andar.

 

 

 

Somos como Somos (1970)

 

 

 

En traje de varón

Para no caerse del mapa tanguero –como leíste y oíste recién—, Eladia tiene que negociar con letras que encajen en traje de varón. Comienzan a asociarla con Enrique Santos Discépolo, ¿acaso por el desgarramiento que destilan sus letras tocadas por el grotesco o la sátira? La crítica no sabe, no se da cuenta, que Eladia le canta a la ciudad –Enrique no—; Eladia deja siempre entrever una hendija de esperanza –Enrique no—, Eladia nunca se ensañaría contra una mujer – Enrique sí. Sin embargo, el apodo no tarda en llegar: “La Discépolo con polleras”, todo un ejercicio lingüístico de poder y control, una forma de dominio que subrepticiamente pretende ser leído como elogio. Incluso, cuando algún periodista de turno la describe –aun celebrándola a lo largo de la entrevista— no puede evitar su posición androcéntrica: “Menuda, pero recia; corto el cabello, casi deportivo, desenvuelto el aire; franco el mirar de los ojos oscuros; enérgicos los rasgos de la faz, hasta parecer amuchachados”. Ella percibe la maniobra y responde: “Si bien es cierto, que el tango es machista, y que a veces sentí cierta "conspiración del silencio", jamás me detuve a pensar en otra cosa que no fuera escribir lo que quería y sentía que debía hacer (…) Terminaron bancándome como se acepta una gripe”. Otras veces enojada, dispara contra los difusores del género que alimentan el silencio: “Los horrendos programas tangueros no contribuyen absolutamente en nada a incrementar todo lo que signifique una propuesta nueva. ¿Hasta cuándo estos señores van a ‘mandonear’ el gusto del público argentino?”

 

 

Eladia con Homero (Archivo familia Expósito)

 

 

 

A voltear más y más cánones 

Es tanta su lucha por la renovación de la escena de la canción ciudadana y los derechos de lxs artistas, que en la década del ‘70 voltea un nuevo obstáculo: se convierte en la primera mujer en integrar la comisión directiva de SADAIC (fundada en 1936). Años más tarde renuncia por incompatibilidad con cierta crema del directorio que retiene fondos y administra fraudulentamente el tesoro de lxs creadorxs.

Al igual que María Elena Walsh, Eladia sabe y siente que la gente las eligió para ser cable conector entre pueblo y hecho creativo. Confía en sus canciones y poco a poco abandona los concilios ganando fuerza en la voz de otras mujeres: Susana Rinaldi, María Graña, Mercedes Sosa, Marilina Ross, Sandra Mihanovich, entre otras. “¿Acaso la facultad de sentir y expresar a la ciudad y a nuestra gente es un privilegio exclusivamente masculino? ¿O es que las minas no formamos parte de este enjambre humano que es Buenos Aires, y no nos duele igual su trasfondo gris?”

(...) En un tiempo tan perverso

de violencias cotidianas

hermanemos el esfuerzo

de fulanas y menganas…

En un tren tan desigual… bien o mal,

la mujer se dio el placer, de crecer.

Y en la crisis actual

quién se acuerda del rol de la mina fatal (…)

Antes o después del texto compartido –prácticamente desconocido— llegarán Sin piel, El miedo de vivir, El coro, Un cielo de serenata, La voz de Buenos Aires y esta radiografía del conurbano: El corazón al sur. “Nací en un barrio donde el lujo fue un albur… es algo más que la frase de mi tango. Es una verdad arrancada al vanidoso orgullo de mi condición humilde. Un barrio pobre de una modesta localidad de Avellaneda, pero con esa alegría que solamente tienen los barrios”.

 

 

 

El corazón al Sur, Eladia en vivo (1998)

 

 

Otras pinceladas

Nace en Gerli, Avellaneda (1931), a los cuatro años desarma pianitos de juguete en busca de nuevos sonidos, a los ocho canta fandangos, seguiriyas, soleares (herencia de sus padres españoles). Estudia perfeccionamiento vocal en la Academia de Luis Rubinstein, pero después sigue sola, autodidacta. Del patio de casa salta a las radios, la acompañan tres músicos (Francini, Pontier y Stamponi), entre el repertorio español deja colar algún que otro tango tradicional. Sigue creciendo como intérprete, comienza a darle espacio a su vena compositiva creando boleros, blues, baladas y demás especies musicales. Una de sus antenas conecta con el auge del folclore latinoamericano de los '60: Qué mala suerte, Río, río, Cuando el amor se va, se vuelven éxitos. El ambiente musical la respeta. Sueño de barrilete (su primer tango semi-compuesto en 1957) fue rechazado por las editoriales del momento; años después revolviendo cajones se topa con el borrador y siente el aguijonazo: “Si lo trabajo mejor —piensa— puedo dar un golpe de renovación tanguera”. Lo hace y se transforma en la primera mujer cantautora del género. Claro que existieron Eloísa D’Herbil, Azucena Maizani, Maruja Pacheco Huergo y unas pocas más, pero en Eladia se dará una obra sostenida, innovadora, popular.

Avanza en el manejo de la letrística trabajando sobre músicas de Astor Piazzolla, y como compositora se enyunta a Homero Expósito, Jorge Luis Borges, Alma García, Héctor Negro, Mario Iaquinandi, entre otrxs. Su balada Prohibido prohibir (aquel grito del Mayo francés) es censurada por la dictadura. En 1984 viaja a La Habana y realiza conciertos didácticos en torno a la renovación del 2x4. En 1990 gana popularidad con otra de sus canciones: Honrar la vida, cortina musical de Atreverse, el unitario televisivo de Alejandro Doria. Comienzan a reconocer sus discos, llueven los premios. En 1992 se la declara Ciudadana ilustre de Buenos Aires. El último día de agosto de 2005 se cae del alma.

Así la muy hermosa Eladia Blázquez, “con sus dos ‘z’ y su mirada oscura”, diría Catulín. Así la hacedora que, aún con una obra sonora y lírica un tanto lejana al clima de esta pandémica Buenos Aires, supo y sabrá reinventarse para volver en cada esquina, ya sea por la trama universal de sus historias, ya sea por un giro poético, ya sea por tanta piba de la escena actual del tango que la está redescubriendo, continuándola en su lucha.

¡Hasta la Victrola siempre!

 

 

 

 

Siempre se vuelve a Buenos Aires (E. Blázquez – A. Piazzolla)

 

 

Entrevista con Horacio Embon (1996)

 

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