En defensa del 280

Una denostación errada que oculta la derogación de facto del control constitucional sobre la Corte

 

Una patología del irrealismo argentino es afirmar que la causa principal del deterioro de nuestro sistema judicial se encuentra en su defectuoso sistema normativo. En consecuencia, mediante simples reformas legales se corregirían esos defectos, mejorando al Poder Judicial. No es paradójico ni curioso sino taimado que quienes suelen hacer estas afirmaciones, y postular esas soluciones, son los mismos actores del sistema judicial defectuoso.

Conforme tal diagnóstico, en los últimos años y bajo distintos gobiernos han florecido numerosos proyectos de reformas legislativas para corregir y mejorar el sistema de justicia. Vivimos así de reformas en reformas que, bajo la lógica apuntada, serían equivalentes a “mejoras y mejoras”. Por oposición a ese discurso, permanece la percepción de que el sistema judicial concreto sigue igual o peor que antes, que las injusticias son pasmosas, que los tribunales no dan respuestas, ni rápidas ni justas.

No resulta discutible que las leyes, como toda obra humana, son perfectibles y padecen errores en su diseño que pueden llevar a situaciones disvaliosas. Sin embargo, la experiencia universal demuestra que el mal o pésimo funcionamiento de un sistema judicial poco tiene que ver con el sistema normativo que lo rige, por malo que sea. La causa principal debe buscarse, en realidad, en sus actores, principalmente los jueces, que son los encargados de interpretar y aplicar las normas. Los sistemas normativos no suelen ser tan diferentes entre los diferentes países: la pólvora llamada “derecho” fue inventada hace milenios.

Pueden señalarse algunos ejemplos elocuentes de lo expuesto. La Constitución argentina es casi idéntica a la norteamericana en las normas de organización del Poder Judicial. Mientras el argentino es denostado diariamente por amplios sectores sociales, el de Estados Unidos es ampliamente respetado por su sociedad. El problema no se encuentra entonces en las normas constitucionales –iguales en una y otra latitud– sino en los actores que dan vida a esas normas: los jueces argentinos y los norteamericanos. No estoy diciendo que los norteamericanos son mejores que los argentinos, sino que quienes son jueces en Estados Unidos llegan a esos cargos y adquieren una legitimidad en su ejercicio que no se replica en la Argentina.

Hoy la “moda” pasa por descalificar –y consiguientemente proponer su reforma– al artículo 280 del Código Procesal, que sería el engendro maligno que provoca que la Corte Suprema cometa ciertas injusticias. Se lo descalifica porque permite a la Corte rechazar, sin motivación, los recursos extraordinarios y directos que llegan a sus estrados. El artículo 280 evidentemente parecería consagrar una discrecionalidad arbitraria que, así expresada, resultaría incompatible con los principios del sistema republicano, con sus exigencias de transparencia y fundamentación racional de los actos de gobierno, entre los que se encuentran especialmente comprendidas las sentencias judiciales.

Ahora bien, ¿es lo expuesto lo que realmente dispone el artículo 280? Resulta recomendable leerlo: “La Corte, según su sana discreción, y con la sola invocación de esta norma, podrá rechazar el recurso extraordinario, por falta de agravio federal suficiente o cuando las cuestiones planteadas resultaren insustanciales o carentes de trascendencia”. Sin duda, la crítica pública a la Corte respecto al artículo 280 es certera en cuanto recepta lo que la Corte hace al aplicarlo en su faz formal. Sin embargo, el artículo no sólo dice que “con la sola invocación de esta norma, podrá rechazar el recurso extraordinario” sino que, como habrá notado el buen lector, es bastante más extenso.

El problema no está, entonces, en el denostado artículo 280 que, en los numerosos casos en que es bien aplicado, cumple una función institucional muy útil de “limpiar” a la Corte de casos cuyo tratamiento objetivamente no corresponde a un tribunal de su importancia institucional conforme los motivos que la misma norma indica. Se trata de los casos que fueron resueltos correctamente en la doble instancia judicial anterior, y que objetivamente no cumplen con los requisitos del recurso extraordinario ni versan sobre cuestiones trascendentes.

El problema está en que la Corte, invocando el artículo 280 con discrecionalidad “no sana”, ha rechazado apelaciones en casos que son palmariamente federales, o donde las cuestiones planteadas –federales o no– son indudablemente trascendentes.

¿Dónde está el problema entonces: en el artículo 280 o en la Corte Suprema? La respuesta es simple: en la Corte.

Y es que, si un caso posee contenido federal o versa sobre una cuestión trascendente, la Corte tiene la carga –a contrario sensu del artículo 280– de tratarlo de modo motivado, incurriendo los jueces en incumplimiento de sus funciones si recurren al 280 para no hacerlo. Estos casos existieron y existen, no son tantos, algunos han tenido repercusión pública y otros no. ¿Configura mal desempeño por parte de los jueces del Alto Tribunal? Habría que estudiar cada uno de los casos en que ello sucedió y ponderarlo.

El “problema” del 280 no radica entonces en la norma sino en cómo la Corte lo aplicó en determinados litigios. El problema se encuentra entonces en la Corte y en la falta de control sobre su funcionamiento concreto. ¿Quién controla a la Corte en nuestro sistema constitucional? El Congreso. Creo que existe una omisión del Congreso de ejercer el control sobre el funcionamiento concreto y total del Alto Tribunal; es uno de sus cometidos constitucionales y no se refiere exclusivamente a los temas que ventila la prensa. De modo estricto, el Congreso tiene facultad para revisar cómo la Corte ha decidido todas las sentencias que dicta, incluidas las miles resueltas con la fórmula del artículo 280, que podrían no ajustarse a sus previsiones y que la Corte debió entonces resolver conforme las leyes que regulan su jurisdicción apelada.

Ahora bien, ¿desempeña actualmente el Congreso esa función de control?

Lamentablemente, la creación del Consejo de la Magistratura como órgano de control de los tribunales federales inferiores sacó al Alto Tribunal del foco de un control permanente y orgánico sobre su funcionamiento; tal función quedó reducida a la prensa, cuyas opiniones se encuentran nubladas por la pasión de las luchas políticas. De facto, lo que ha ocurrido es que la Corte se ha convertido en un tribunal federal sin mayores controles jurídicos orgánicos, y ello no es conteste con nuestro sistema constitucional. Entiendo que ninguna de las comisiones del Congreso dedicadas al Poder Judicial se dedica a examinar las sentencias que la Corte dicta semana a semana, y si tales sentencias son conforme o no a derecho –y al artículo 280, en los casos en que se lo invoca–. De ese modo, la virtuosa relación de control entre los poderes, prevista por la Constitución, queda desvirtuada en la práctica, y reducida a cuestiones políticas de lucha por el poder, que se ventilan en la prensa, y donde los jueces terminan siendo un botín de guerra entre facciones que, como tales, no se regalarán entre sí esa valiosa presa; en el medio no existe un contraste jurídico, racional y depurado del funcionamiento del Alto Tribunal y las sentencias que dicta.

Esa carencia de controles jurídicos, de naturaleza técnica, permanentes y transparentes, que aleja cualquier riesgo serio sobre el tribunal, lleva también a que sus jueces –sobre todos los que padecen inclinaciones políticas– puedan evaluar con ligereza las consecuencias que puede acarrearles el dictado de ciertas sentencias que, definitivas e inapelables, poseen vitales implicancias sobre las partes litigantes y en algunos casos sobre toda la sociedad. Si es cierto que Perón decía que los hombres son buenos pero que son mejores cuando se los controla, sin ninguna duda la Corte Suprema es un supuesto eminente que cae bajo esa recomendación.

Es curioso tener que escribir un artículo para recordar cuestiones básicas del sistema constitucional pero que la dinámica del poder concreto simplemente no registra ni activa. La dinámica pasa hoy por enfrentar los problemas pensando que se solucionan con reformas legales, identificando problemas normativos inexistentes, o bien que si realmente existen residen en los órganos que aplican las normas, no en ellas.

El control permanente de la Corte por parte del Congreso es parte esencial del saludable sistema de checks & balances del sistema de separación de poderes, y se encuentra plenamente vigente por disposición de los artículos  53, 59 y 60 de la Constitución. Inexplicablemente esa norma parece derogada de facto, no existiendo una relación orgánica permanente de control entre el Congreso y la Corte, relación que por otra parte debería trascender los casos que selectivamente destaca la prensa.

La Constitución previsoramente (sería bueno que se la leyera sin anteojeras partidarias o ideológicas) establece en su artículo 110 una única condición para que los jueces federales gocen de los dos atributos inescindibles (intangibilidad de su remuneración y estabilidad en el cargo) conferidos para asegurarles independencia: que duren en su buena conducta. Los jueces de la Corte saben –o deberían saber– que al asentar su firma en una sentencia que aplica el artículo 280, no tratándose de un caso que caiga bajo sus previsiones, incurren en “mala conducta”, y que ello puede ser tan o más comprometido que firmar una sentencia de muchas páginas.

Y no deberían sentirse agraviados, ni tampoco estaría en juego la independencia del Poder Judicial, si la Cámara de Diputados dispusiera recibir en su Mesa de Entradas presentaciones de abogados que consideren que la Corte ha aplicado de modo erróneo el artículo 280 del Código Procesal.

La Constitución y los poderes del Estado deben funcionar bien, haciendo cada uno lo que tiene que hacer, y si ese funcionamiento es equivocado debe corregirse mediante los mecanismos que la misma Constitución prevé desde 1853: es más sano institucionalmente controlar a la Corte de cerca que pretender corregir el sistema con el costosísimo recurso de crear nuevos tribunales y más cargos de jueces. Los “problemas” del artículo 280 –que no son de la norma, más allá de ser perfectible– se solucionan con los dispositivos normativos que existen en la Constitución, no mediante nuevas erogaciones sobre el castigado erario público.

 

 

 

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