En el mundo antiguo, que se creía conducido, orquestado y determinado por los dioses y diosas y su voluntad, cualquier gobernante debía, indefectiblemente, hacer todo lo posible para conocer dicha voluntad a fin de aprovechar las posibilidades, reducir los riesgos o evitar catástrofes.
No es necesario enumerar detalles y señalar augures, adivinos, oráculos o profetas, como personajes indispensables en cualquier corte. Solo a modo de ejemplo señalo los sueños del faraón, en Egipto, que no podían interpretar sus magos y sabios. Sin embargo, la sabiduría de José le permitió no solamente comprenderlos, sino pensar políticas adecuadas, las que darían solidez a su gobierno (ver Génesis 41). Obviamente, esta mirada supone una “teología” en la que los dioses han predeterminado todos los acontecimientos que ocurrirán “sí o sí”.
En otras corrientes, precisamente por la siempre decisiva importancia de conocer el futuro (y no me estoy refiriendo a las tonterías horoscopulares), había —y hay todavía— quienes esperan una respuesta en los astros, las cartas, las/os brujas/os. En todos los casos, el criterio es el mismo. ¿Debemos?, ¿podemos? ¿Es conveniente una alianza, una guerra, una cosecha, una invasión? Evidentemente, conocer las cosas que los dioses, el destino, los astros o quienes fueran han decidido previamente y que indiscutiblemente ocurrirán hace que un gobierno (y un gobernante) sea o no exitoso.
Pero seamos precisos. En todos los casos, pasados o presentes, al enfrentar una decisión, sin duda alguna, lo más sensato y prudente es hacer todo lo que esté a nuestro alcance para prevenir el futuro. Pero, y acá una mirada racional, es por lo menos infantil entender que el futuro está preestablecido y decidido de antemano por fuerzas extrañas; pero no es menos sensato saber que las decisiones tienen consecuencias y que estas pueden, con mayor o menor grado de certeza, preverse.
Hay cosas que siempre se concluyen de un hecho: tocar el fuego siempre quema. Hay cosas que con notable frecuencia ocurren: en una batalla los poderosos vencen a los débiles (David y Goliat es solo una anécdota que se caracteriza por la excepcionalidad). Hay cosas muy posibles; las hay improbables; las hay imposibles. En este caso, es interesante señalar que en la Biblia los profetas no son los que “prevén” el futuro, sino los que saben ver cómo mira Dios la realidad, y decir lo que Dios diría en determinados acontecimientos del presente. Afirmar que una sociedad que se olvida, o peor aún, maltrata y oprime a los pobres, es una sociedad que se va deshaciendo es algo que cualquier profeta sabe y ve. No porque conozca el futuro, sino porque conoce el pasado.
Es acá donde —en nuestro presente— se vuelve indispensable mirar y escuchar a las y los estadistas. Como antaño los horóscopos, hoy parece que los nuevos augures son las encuestas, que nos indican lo que pasará. Y, hoy como ayer, como los horóscopos, una y otra vez vemos cómo las encuestas no dicen realmente lo que va a ocurrir (además de aquellas encuestadoras pagas para que digan lo que desean que se repita por parte de sus mandantes). Las y los estadistas son los y las que saben pulsar los tiempos, leerlos y hasta intuirlos. Obviamente que no estamos en el terreno de la infalibilidad, pero sí de la notable probabilidad. Son estos y estas a quienes parece sensato mirar, leer, escuchar. Obviamente, hoy, como ayer, con frecuencia lo que dicen molesta, enoja, nos contradice… Pero, y es lo que importa, ¿ayuda o no a mirar por dónde?, ¿para dónde?, ¿cómo vamos?, ¿qué podemos prever?, y, por lo tanto, cómo prepararnos para enfrentar los malos y los buenos momentos por venir.
No serán hoy los sueños del faraón, las cartas del tarot, el horóscopo oriental, las voces divinamente inspiradas, sino personas muy, muy encarnadas, que saben leer los “signos de los tiempos”, quienes nos ayudan a pensar, nos ayudan a entender y nos ayudan a prepararnos… Nada menos.
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